Pequeñas alegrías

La vida nos ofrece grandes diversiones y pequeñas alegrías. Yo prefiero las pequeñas alegrías. íAllá los amigos de las diversiones fáciles y costosas!; yo estoy bien compartiendo un café con una amiga, disfrutando de una caminata a orillas de la laguna Setúbal, escuchando la música de Brahms mientras la lluvia golpea en los cristales o con un poema de Milosz recitado en voz baja por alguien que quiero mucho.

Todas las mañanas cuando camino por la Costanera o por bulevar miro los rostros de las personas que marchan hacia algún lugar. Son rostros tensos, crispados, poseídos por una extraña agitación que se expresa en la mirada, en el rictus amargo de la boca, en la rigidez de los movimientos. Es verdad que la vida está cada vez más difícil, que hay problemas y que para muchos la vida es una carga dura de sobrellevar, pero no es menos cierto que muchas veces nuestra ansiedad es superior a los problemas que debemos afrontar y que estaríamos en mejores condiciones para asumir las exigencias de la vida si supiéramos disfrutar de las pequeñas alegrías.

Sólo se trata de estar atento, de saber mirar a nuestro alrededor y dejar que nuestros sentidos aprendan a relacionarse con el paisaje. Hoy todos aceptamos que los ejercicios físicos son saludables, sin embargo nos cuesta admitir los beneficios de los ejercicios espirituales. La ventaja de las pequeñas alegrías es que están desparramadas a nuestro alrededor. Allí hay un árbol cuya sombra refresca el banco de una glorieta; más allá una pareja conversa y mientras él habla ella le acomoda el pelo con la mano; una chica pasa pedaleando en su bicicleta: es rubia, seguramente alta y es probable que sus ojos sean claros… la miro pasar y pienso en otra mujer que hace muchos años manejaba una bicicleta parecida y todas las tardes llegaba a casa y se quedaba conmigo hasta el otro día.

A veces alcanza con levantar la vista y mirar el cielo de Santa Fe o pensar que ese sol que nos acaricia está brillando también en una calle de Rincón, sobre el río Ubajay, en el puente que conduce a Alto Verde, en el patio de la quinta de una amiga… en la laguna Setúbal…

Importa estar dispuesto a vivir estas pequeñas alegrías; importa saber que están allí, que de nosotros depende recogerlas y disfrutar de ellas. Importa sentir como Bandeira. «Vamos a vivir al nordeste, Anarina/ Dejaré aquí mis amigos, mis libros, mis riquezas, mis vergüenzas/ dejarás aquí a tu hija, a tu abuela, a tu marido, a tu amante/ Aquí hace demasiado calor/ En el nordeste hace calor también/ pero hay brisa/ vamos a vivir de la brisa Anarina».

Se dice que la mejor alegría es la alegría compartida; la que se disfruta con los otros y la que nos hace sentir plenos en medio de la vida; pero yo sé también que existe esa alegría íntima y solitaria que recibimos o descubrimos en los momentos más imprevistos. Un amigo creyente me decía que esas pequeñas alegrías eran obsequios secretos que Dios nos hacía llegar como una gentileza o una delicada atención que se tiene con un amigo a quien se quiere mucho. Se puede creer o no en Dios, pero la imagen de un Dios amable y preocupado por darnos pequeños instantes de felicidad siempre me resultó grata y reconfortante.

Un mínimo de soledad es necesaria; el resto lo hace la poesía . «Hoy no ha venido nadie a preguntar/ ni me han pedido en esta tarde nada/ No he visto ni una flor de cementerio/ en tan alegre procesión de lunes /íPerdóname Señor, qué poco he muerto!», escribe César Vallejos.

Quiero que me entiendan; estoy hablando de pequeñas y distinguidas alegrías que en ningún momento pueden confundirse con ese optimismo vitalista y práctico de quienes creen que al mundo hay que llevarlo por delante con un libro de Dale Carnegie debajo del brazo; tampoco hablo de esa excitación nerviosa de quienes se lanzan al placer con el hambre de un naúfrago y al instante siguiente se sienten más insatisfechos y vacíos. «Sí señor, en su casa,/ aparte algún descuido/ nuestras ocupaciones/ fueron la maravilla y el dolor./ No nos llevamos nada/ lo devolvimos todo.» dice Raúl Gustavo Aguirre.

La maravilla de estar vivos nos ofrece todos los días la posibilidad de disfrutar de estos breves instantes de felicidad. No rechazo la expansión colectiva, pero desconfío de ella, desconfío de su falso espontaneísmo, de su manifiesta vulgaridad, pero sí creo en la privacidad de los sentimientos, en la pureza de las emociones y en la belleza poética del instante. Yeats tal vez lo expresa mejor que yo: «Mi año cincuenta vino y se fue/ Me quedé sentado, hombre solitario en un local de Londres, abarrotado/ con un libro abierto y una taza vacía sobre el mármol de la mesa/ Mientras en el local y la calle/ vislumbré mi cuerpo en una llama repentina/ y veinte minutos más o menos/ pareció tan grande mi felicidad/ que estaba bendito y podía bendecir».

lmiranda@litoral.com.ar

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