No me asusta la soledad, siempre y cuando sea una soledad lúcida, crítica, inteligente, elegida. No me asusta esa soledad que no me aleja del mundo y de los dolores y las alegrías de la gente, sino que me permite conectarme en lo que realmente importa.
Estoy hablando de una soledad voluntaria, conquistada; la soledad de quien no se somete al rebaño, de quien defiende su individualidad no en nombre del egoísmo sino en nombre de las mejores virtudes. Sé que hay otra soledad que nace de la angustia, del dolor, de la sensación de saberse perdido para toda esperanza. Esa soledad a veces me ha visitado: no la conozco mucho pero la respeto. Giuseppe Ungaretti escribió un poema llamado precisamente «Soledad»: «Pero mis gritos / hieren como rayos / la campana ronca / del cielo. / Se abisman asustados».
Lo repito: no me asusta la soledad, y aunque no lo busco ni lo deseo tampoco me asusta el dolor, el sufrimiento. No es mucho lo que sabemos de las penas, salvo que a veces llegan y siempre se van. La cuestión no es esquivarlas, sino aguantarlas y aprender. También la sabiduría nace del dolor, pero también hay que aprender a ser digno del dolor, y un buen ejercicio para capacitarse en esas lides es la soledad.
Yo sé que se puede estar solo y en armonía con uno mismo y se puede estar acompañado y sentirse el ser más abandonado del mundo. Hay una soledad inteligente, sensible, espiritual que le permite al hombre apartarse del vértigo cotidiano para encontrarse con él mismo o con Dios si es creyente. Pero hay una soledad que se vive como una maldición; es una soledad que se parece a la muerte del alma, una soledad en donde nada tiene sentido, nadie importa y las horas transcurren sin esperanzas y sin ilusiones.
Escribo estas palabras y me acuerdo de otro poema de Ungaretti, «San Martín del Carso»: «De estas casas / no ha quedado / más que algún / fragmento de muro / De tantos / que me amaban / no ha quedado / ni eso. / Pero en el corazón / ninguna cruz falta. / Mi corazón / es el país más desgarrado».
Existe, también, una soledad que oprime, una soledad que nace de la injusticia o de un orden social que condena a muchos a la desdicha. En las grandes ciudades he visto hombres y mujeres con las marcas de esa soledad infinita en el rostro; fracasados, desesperanzados, solos y son posibilidades de relacionarse con nadie, condenados a repetir todos los días los actos de siempre. Como dice Emily Dickinson: «Podría estar más sola / sin mi soledad / tan habituada estoy a mi destino…».
He conocido hombres que durante semanas no conversaban con nadie, que toda su sociabilidad se reducía a un saludo o a unas palabras con ocasionales compañeros de trabajo. Los he visto regresar a la caída de la tarde solos a sus casas, a sus pensiones miserables, a sus sórdidos departamentos, arrastrando sus desdichas…
Esa soledad tiene poco y nada que ver con la filosofía o con ciertas opciones contemplativas o existenciales, sino con las miserias de un sistema que a determinadas personas las discrimina y les cierra toda posibilidad de afecto y amor. Los he visto… prematuramente envejecidos, derrotados, arruinados, sin historias, sin futuro, sin afectos, sin posibilidades o esperanzas de conquistarlo.
La soledad de mi habitación, en cambio, está siempre conectada al mundo, abierta al infinito. Aquí he sufrido, aquí he sido feliz y aquí me he sentido unido a los hombres con lazos indestructibles. Gozo de la compañía de mis libros, de la música de Schubert, Liszt y Bach, de las cartas de mis amigos, de los textos que alguna vez escribí y que siempre corrijo, de las fotos y de los recuerdos que brotan de esas fotos viejas, de las láminas de Van Gogh, Utrillo, Renoir, Matisse…
Si me aburro salgo a caminar por la ciudad, y si en algún momento deseo la compañía de alguien sé que están las casas de mis amigos y amigas, donde me recibirán con gusto y yo estaré contento de verlos y conversar con ellos. Digamos que en esas condiciones, mi soledad es un privilegio, un beneficio que hay que agradecer o que hay que saber conquistar.
Amo esa soledad que Camus llamó aristocrática, pero no para ponderar un privilegio de sangre, sino para reivindicar los fueros de la inteligencia. Es la soledad de los artistas, de los pensadores, de los reflexivos, de los que no aceptan sumarse al rebaño; es la soledad de los lobos, de la que hablaba Lord Byron.
Alguien insistirá en sostener que esa posición es clasista o discriminatoria. Yo discrepo con los que así piensan. Nadie más solitario que el hombre masa en medio de la multitud; nadie más abandonado a la vida que el energúmeno gritando en una cancha de fútbol.
Es cierto que los verdaderos solitarios no pertenecen al mundo de la pobreza, porque allí no hay lugar para otra cosa que no sea la necesidad; pero tampoco esos solitarios pertenecen al universo frívolo y hueco de la riqueza y el consumismo.
Respondiendo a las críticas, Camus decía: «Claro que somos solitarios, pero qué solos estarían ustedes sin estos solitarios». Queda claro que situado en un mundo que parece esforzarse en premiar el éxito, que faranduliza los sentimientos más sagrados, que adhiere fervorosamente a la ideología del consumo, dar un paso al costado para apartarse del rebaño no es renunciar al mundo ni renunciar a la sociedad; es tomar distancia de todo aquello que nos empobrece, nos corrompe, nos idiotiza. Ni torre de marfil ni indiferencia al mundo, simplemente saber dar un paso al costado.