Un viejo

Me gustaba conversar con ese viejo. Nos conocimos de casualidad en un bar y no sé por qué nos hicimos tan amigos. No recuerdo los detalles, pero creo que me llevaba más de cuarenta años. Yo entonces debía andar por los veinticinco y él seguramente ya estaba arañando los setenta.

Llegaba al bar cerca de las nueve de la noche; pedía un café y a veces lo acompañaba con una ginebra. Se acomodaba a una mesa cerca del mostrador y leía los diarios del día. A veces no hacía otra cosa que tomar el café y mirar a ninguna parte. Esa situación no parecía aburrirlo.

Una tarde de frío yo estaba con otros muchachos conversando en otra mesa. No recuerdo por qué nos pusimos a discutir y tampoco sé por qué me enojé y me fui a sentar solo. Fue entonces cuando él se acercó y me dijo en un tono medio burlón medio serio: «Nunca se enoje cuando discuta…no vale la pena…». Levanté la vista y lo miré por primera vez: delgado, el pelo que alguna vez fue rubio ahora estaba canoso, el bigote espeso y algo manchado por el tabaco. Hablaba como si estuviera sonriendo. Después presté atención a otros detalles, pero lo que más me sorprendió fueron sus dedos, largos, nerviosos, delicados y, sin embargo, fuertes. «La mano de un artista -pensé- la mano de un hombre sensible o de un hombre que ha vivido y ha aprendido a sufrir…».

Lo cierto es que a partir de esa tarde nos hicimos amigos. Nunca conocí un tipo tan interesante, tan sabio en el sentido oriental de la palabra. Todos sabemos que para los jóvenes no es fácil relacionarse con los viejos; las diferencias de edad disimulan mal otras diferencias. Los viejos son difíciles y a veces tienen buenas razones para serlo. Han vivido mucho, tal vez les ha ido mal, saben que no tienen retorno y que en el futuro lo único que aguarda es la muerte.

Cuando los viejos están con los jóvenes siempre se les ocurre dar consejos o ponerse a hablar de un pasado que a nadie le interesa. Habitualmente no escuchan al otro y si lo hacen es por compromiso. Por lo demás suelen ser admonitorios, rígidos, prejuiciosos y a veces es tan manifiesto su deseo de agradar a los jóvenes que caen en la demagogia o en el ridículo sin darse cuenta.

Sin embargo, don Jorge, así se llamaba, no se encuadraba en esas variantes. Era un hombre mayor que no pretendía posar de joven, pero tampoco se proponía agobiarme con sus supuestas experiencias o su sabiduría adquirida en la vida. Hablaba poco y, como Macedonio Fernández, parecía querer ocultar su inteligencia.

A diferencia de los viejos clásicos, a don Jorge le gustaba escuchar y uno se daba cuenta que escuchaba en serio y no por compromiso. Nunca daba consejos, pero las cosas que decían enseñaban más que todos los consejos de los maestros «Ciruela». Su estilo podía definirse como oblicuo. Si yo le confiaba mis miedos o desilusiones no decía nada, pero en algún momento de la charla contaba una historia o soltaba una frase que era la que yo estaba necesitando.

Curiosamente para un hombre de su edad no le gustaba el tango. Decía que el tango se equivocaba cuando pretendía ser serio y cuando acertaba lo hacía sin darse cuenta. No le gustaba el tango, pero si alguna vez se me ocurriera escribir un poema en su memoria, la música que mejor lo expresaría sería el tango.

No hablaba de su vida, pero tampoco se hacía el misterioso. Era sobrio y austero hasta en los detalles. Vivía solo y cuando se refería a su esposa ya muerta lo hacía con respeto y cariño. No era sentimental y despreciaba la cursilería. A su manera era un exquisito y aunque no le gustaba pavonearse con la cultura siempre, como al pasar, uno se enteraba de la existencia de los griegos o de los clásicos italianos.

Jamás lo ví enojarse o levantar la voz, prefería la ironía suave o el silencio; la burla cariñosa o la frase oportuna. Era de los que disfrutaban de las charlas y respetaba la inteligencia de los otros, pero no le importaba que los otros lo considerasen inteligente o culto.

Nunca lo oí hablar de política, pero por sus sonrisas o su manera de mirar cuando se tocaba algún tema, se me ocurre que debe de haber sido socialista o algo parecido. Le gustaba leer buena literatura y disfrutar de la música clásica. Después -mucho después- me enteré que había sido amigo de Mastronardi y Juanele, y que en Buenos Aires frecuentaba un café de Avenida de Mayo en donde a veces, muy de vez en cuando, caía Borges, Mallea o Martínez Estrada.

De su mano -por decirlo de alguna manera- aprendí a mirar a Picasso, Rembrandt Matisse; a reconocer su luz, la calidad del trazo, la variedad de los tonos. Por comentarios hechos al pasar adiviné que había vivido muchos años en Buenos Aires y que se había ganado la vida ejerciendo la docencia en varias escuelas secundarias. Cuando enviudó inició los trámites para la jubilación y se vino para Santa Fe. «Aquí nací hace un montón de años y aquí quiero pasar lo que me queda de vida».

Una tarde me dijo que tenía cáncer desde hacía un tiempo y que era probable que no le quedara mucho tiempo de vida. Lo dijo como si estuviera hablando de otro. Traté de estar a la altura de su discreción y su entereza. Me habló de una hermana y de dos o tres amigos de otros tiempos, después me comentó que había dejado instrucciones para que no haya ceremonias religiosas o de las otras.

Nos seguimos viendo en el mismo bar durante dos o tres meses más. Había adelgazado mucho y tosía; sin embargo nunca dejó de fumar y a nadie abrumó con su tragedia. Yo sabía que a veces los dolores eran fuertes, pero nunca lo oí quejarse. Estuvo entero hasta el último día y cuando una tarde cualquiera una señora de edad entró al bar para decirme lo que yo ya esperaba, le pedí al mozo que sirva como siempre el café y la copita de ginebra. Y durante un rato seguí conversando con él como si nada hubiera pasado.

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