Adiós al poeta

El teléfono me despierta como a las cuatro de la mañana. Como no puede ser de otra manera, la voz que habla del otro lado transmite malas noticias: Miguel está internado y esta vez la cosa parece ser grave. Me levanto de un salto, me visto como puedo y llamo un taxi.

No es la primera vez que salgo a los apurones de casa para atender a mi amigo. Mientras el taxi recorre bulevar imagino la consabida charla con el médico, las llamadas por teléfono a algunos amigos y después la conversación con Miguel en el sanatorio, su sonrisa compasiva, sus cargadas inocentes…

En el hospital no necesito hablar con Fabiana para saber lo que ha pasado. Como la mayoría de las mujeres de Miguel, Fabiana se ha ido convirtiendo en su cómplice. No sé cómo hace, pero él siempre se las ingenia para que ellas se pongan de su parte.

El médico de guardia me da el diagnóstico y me dice que esta vez el asunto es grave. Según sus palabras, lo han traído en estado de coma hace apenas una hora y las señales de recuperación son muy lentas, casi insignificantes. Regreso a la sala decidido a esperar que con la madrugada se presenten mejores noticias. Fabiana fuma y me mira de reojo. Yo también opto por el silencio. Como a la hora, una enfermera me dice que todo sigue igual. Pienso en Miguel, en lo que él llama su maldita buena suerte para no morirse, pero vuelvo a sentir ese sentimiento de impotencia que siempre me domina cuando estoy con él, esa sensación de que haga lo que haga, tarde o temprano, alguien me llamará para decirme que ha muerto.

A Miguel lo conozco desde hace por lo menos veinte años. Entonces era un jovencito carilindo que despertaba la pasión de las chicas de la facultad con su sonrisa dulce y sus poemas tristes. No sé en que momento las gracias juveniles, es decir, las copas de más, la droga, los excesos de todo tipo se fueron transformando en un hábito, pero lo que sé es que desde hacía casi diez años Miguel se había ido destruyendo sistemáticamente.

No exagero si les digo que mi amigo debe ser uno de los mejores poetas de la Argentina. Es extraño. Este hombre débil, balbuceante y vicioso sólo ha sido capaz de vivir para la poesía. Miguel no es un poeta improvisado. Su poesía es el producto de un notable esfuerzo intelectual. Miguel nunca supo cómo ganarse un peso, nunca ha sido capaz de resolver ninguna cuestión que tenga que ver con la vida cotidiana, pero no sé por qué siempre se ha esmerado en escribir, estudiar y reflexionar sobre su poesía con la seriedad de un científico, si es que los científicos son serios.

Con algunos amigos de los viejos tiempos nos hemos propuesto estar a su lado sin molestarlo ni abrumarlo con consejos. Sabemos que nuestro esfuerzo está condenado al fracaso, pero también sabemos que mientras siga con vida seguirá escribiendo esos poemas que son de una belleza que desgarra y lastima.

Ya está saliendo el sol cuando llegan José Luis y Camilo. Ellos integran esta extraña asociación de amigos de Miguel que, sin esperanzas, pelea por salvarlo de su destino. Camilo es médico y está afligido porque sabe que esta vez la cosa es muy complicada. José Luis es profesor de literatura y ahora fuma y espera.

Como a las nueve de la mañana se retira Fabiana. La vemos caminar por la galería del hospital con ese aire indiferente y resignado, tan parecido al de Miguel. Camilo me pregunta si sé quiénes les están proporcionando drogas. Le respondo que no vale la pena preguntarnos por esos detalles.

Creo que lo otro ocurre como a las once de la mañana. Estamos tomando un café en el bar del hospital, cuando lo vemos llegar al médico. No necesito de ningún informe para saber que lo peor ha ocurrido. Después vienen las palabras: «Fue una complicación inesperada…no pudimos hacer nada».

Nos miramos y durante un rato nadie abre la boca. Yo sé que esto podía pasar, pero les juro que nunca la noticia de una muerte me produjo un dolor tan intenso en el pecho. Pienso en Miguel, en nuestros años juveniles, en aquellas interminables charlas sostenidas en los bares de avenida Freyre o la peatonal… Ahora está muerto; ahora ya no podrá decirme con su sonrisa burlona «mi amigo Lucio quiere salvarme…» o reiterar sus bromas acerca de mi supuesta vida burguesa y mi insoportable racionalidad.

Intento recordar algunos de sus poemas pero no es posible. Lo que reaparece a cada instante es ese rostro parecido hasta en los detalles al de James Dean: los ojos azules, el rictus burlón y empecinado de la boca, el pelo rubio que le sombreaba la frente y ese talento infinito para captar con las palabras la felicidad y el dolor repartido en el mundo.

Camilo y José Luis acuerdan hacer los trámites legales del caso. Por mi parte, yo iré a buscarla a Fabiana para darle la noticia y tratar de ponerme de acuerdo con ella para que me entregue los borradores y los últimos poemas. Miguel está muerto, pero nosotros estamos dispuestos a hacer lo imposible para que su poesía, su áspera y lúcida poesía, sobreviva más allá de la miseria, la tristeza y las ganas de llorar

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