La otra cara del amor

Somos amigos. Nos conocemos desde hace muchos años, tal vez demasiados. No necesitamos vernos todos los días para saber quiénes somos; no necesitamos hablar demasiado para saber lo que nos pasa. Jorge asegura que cuando yo ando mal mi tono de voz es un poquito más apagado y sonrío con más frecuencia. A lo mejor exagere, pero conociéndolo me atrevería a decir que en lo fundamental tiene razón.

Yo, por mi parte, no puedo afirmar con tanta precisión qué detalles son los que revelan la tristeza de Jorge, pero sí me siento autorizado a decir que sé cuándo mi amigo es visitado por esa señorita difícil y exigente que se conoce con el nombre de felicidad.

Los hombres a veces nos expresamos más por lo que callamos que por lo que decimos; con frecuencia estamos más predispuestos a ser desdichados que a ser felices. No es fácil explicarlo, pero aunque parezca paradójico pareciera que es más cómodo convivir con las penas que aceptar la felicidad, merecerla y saber estar a la altura de sus exigencias.

Pequeñas revelaciones, datos insignificantes me informaron que Jorge había sido visitado por el amor. «Dios está en los detalles», dice Scholem, y yo agregaría: «En los detalles mínimos que ponen en evidencia lo más profundo del hombre». Un gesto, una sonrisa, cierta manera de aceptar y rechazar lo que nos ofrece el mundo hablan para el observador atento con la elocuencia de los mejores discursos.

Es por eso que no necesité de ninguna confidencia expresa de Jorge para saber que era feliz. Su alegría, íntima y profunda, le iluminaba el rostro. La felicidad es como una iluminación -me dije- sin saber si el pensamiento era mío o estaba recordando a algún autor anónimo.

Tampoco necesité de confidencias explícitas para saber que la felicidad de Jorge no era abstracta ni universal sino concreta y personalizada. Para decirlo sin demasiados rodeos, descubrí que mi amigo estaba enamorado antes de que me lo confiara e intuí que ese amor estaba provocando en él transformaciones maravillosas.

Más tarde vinieron las confidencias. Con Jorge a veces cenamos solos en algún comedor de la ciudad y luego realizamos nuestras largas caminatas a veces conversando, a veces en silencio, pero siempre juntos. Esa noche, Jorge estuvo lúcido como siempre, pero ahora su lucidez provenía de algún misterioso don que no necesitaba de libros o citas célebres para manifestarse. El mismo estaba asombrado de lo que le estaba ocurriendo y trataba de expresarlo con palabras sensatas que nunca alcanzaban a decir lo más importante.

Jorge es por naturaleza algo taciturno y los que lo conocen saben que es discreto y enemigo de sentimentalismos y cursilerías. Digo esto para que se entienda lo demás. El amor no alteró su apariencia; para el común de las personas Jorge siguió siendo el mismo, pero para quienes lo queremos y lo respetamos observamos con nitidez esas leves pero elocuentes señales que anunciaban el cambio.

El amor llegó a la vida de Jorge no como una conquista sino como un descubrimiento y un encuentro. Para quienes identifican el amor con la posesión o el miedo, lo sucedido con mi amigo prueba que el amor, el verdadero amor, libera y sólo puede ser vivido por personas libres y valientes.

Me alegra y me hace feliz que Jorge esté enamorado. Hoy no sé cuál será el destino de mi amigo. Lo que sé es que la felicidad y el amor han sido una lección para él y para todos nosotros, una lección contra el cinismo dominante, contra la mutilación de los sentimientos y contra la desconfianza en la capacidad de los hombres para ser más buenos y más justos.

El amor en Jorge es como una iluminación, no el resplandor de un relámpago sino una claridad serena capaz de anunciar y ensanchar el horizonte. El amor no enceguece, por el contrario permite ver la luz con otros tonos y otras sombras.

-¿Quién es ella?- le pregunté a Jorge esa noche.

-La conocés, pero no es necesario que te dé su nombre. Lo único que te puedo decir es que lo que me pasa con ella me sorprende y me maravilla.

-¿No creés que estás exagerando?

-Todo lo contrario. Desde que estoy con ella nunca he sido tan sobrio y medido. Este amor a mí no me enloquece ni me aparta de la realidad; el amor me ata a la vida con lazos firmes y consistentes y me otorga una sobriedad y una increíble limpieza del corazón que me asombra.

-Lo tuyo se parece a una historia de amor- le digo por decirle algo.

-No se parece a una historia de amor- me responde y sonríe-… es una historia de amor.

Me gusta verlo así a mi amigo, alegre, lúcido, feliz… me gusta su libertad y la pureza de sus sentimientos… me gusta verlo exaltado por el amor y me gusta ella, la que no nombra pero conozco…

Todo esto lo pienso pero no se lo digo. Entre hombres, incluso entre amigos, se hace difícil nombrar ciertas cosas. Nos despedimos en una esquina de avenida Freyre y regreso a casa. No sé por qué tomo de la biblioteca un libro de poemas para que me acompañe antes del sueño. Leo, al rato me levanto, busco una birome y subrayo dos líneas de un poema dedicado a Camila y Ladislao, los amantes fusilados por la dictadura de Rosas. Vuelvo a leer el poema. Es breve y bello: «Ellos eran dos/ por error que la noche corrige». Escribo en el margen: «Jorge y M.»… Después apago la luz y me dispongo a esperar la visita del sueño.

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