Fuga y misterio

Rogelio Alaniz *

Una confidencia personal. Me entero de la fuga de Schillaci y los hermanos Lanatta en Santillana del Mar, el pueblito que alguna vez Jean Paul Sartre ponderó como el más lindo de España. La noticia me sorprendió como a todos. Supongo que mis conclusiones fueron las previsibles. Para huir contaron con apoyo policial y algún sector político se beneficia con esa fuga. Pensé que tan grave como la fuga de tres criminales es la certeza de que un sector de las fuerzas de seguridad y del propio sistema político puede llegar a ser cómplice de ellos. «Gobernar es comprar problemas», reza un aforismo político. Vidal y Macri están experimentando estos rigores en carne propia.

Lo que nunca llegué a suponer entonces es que esta suerte de culebrón que se iniciaba en los últimos días del año iba, por una suerte de oscuro capricho del azar, a desplegarse con todo su dramatismo en Santa Fe, en la región donde vivo desde hace más de medio siglo.

La primera noticia fueron los tiroteos en las inmediaciones de una tapera cercana a la ruta 6. Suponíamos hasta ese momento que los prófugos estaban en el conurbano o camino a Paraguay. ¿Por qué Paraguay? Porque suele ser el lugar preferido de quienes viven estas peripecias. Pues bien: estaban en una tapera protegida por los yuyos y los árboles. ¿Por qué allí? No hay una sola respuesta. Una novia de otros tiempos o un cómplice de ascendencia extranjera que los apoyó y luego los delató. No es el único misterio.

Lo cierto es que hubo un tiroteo y después otro. No les fue bien a los gendarmes. Dos heridos y el robo de un auto. Todo mal. Error de cálculo, falta de coordinación con la policía santafecina o sabotaje. Los delincuentes dispusieron luego de dos horas. Es mucho tiempo. Después llegó el cordón. Tarde. Los prófugos hacía rato que estaban fuera del cerco. Los únicos que la pasaron mal fueron tres muchachos a los que no se les ocurrió nada mejor que robar choclos en un campo de la zona. Eran tres y en un auto. No pasó nada, pero dicen que todavía les dura el susto. Las fuerzas de seguridad no estaban muy conformes. Buscaban narcotraficantes y a los únicos que encontraron fue a tres ladrones de choclos.

Otra vuelta de tuerca del destino: los prófugos secuestran a un ingeniero agrónomo y se trasladan a la ciudad. Se instalaron en un departamento en la calle San Jerónimo casi esquina Suipacha, a una cuadra de la peatonal, a tres cuadras de mi casa, al frente del supermercado en el que compro mis provisiones.

En ese departamento estuvieron casi un día y medio. Dicen que se bañaron y atendieron sus heridas. Lastimaduras, raspones, presión alta. Una amiga me cuenta que uno de ellos estuvo en la ortopedia que está a la vuelta y compraron un tensiómetro, un termómetro y vendas. La empleada sospechó algo y se lo comentó a sus compañeros de trabajo. La trataron de mitómana. Como se puede apreciar, la realidad a veces se torna misteriosa. Seguramente salieron de Santa Fe alrededor de la medianoche del viernes, la camioneta ploteada con insignias de Gendarmería. Los fugados avanzan con la camioneta por la ruta 1, la ruta de la costa, como decimos nosotros, la ruta bautizada Teófilo Madrejón en homenaje a un talentoso periodista de El Litoral de los años 40 que escribía aguafuertes con temas de la costa.

Al primer control policial lo encontraron en Arroyo Leyes. Desobedecieron las órdenes de detención y allí comenzó el principio del fin. En realidad, los prófugos se quedaron sin libreto cuando los descubrieron en San Carlos. Allí comenzó un itinerario que muy bien podría confundirse con un calvario, un penoso peregrinar donde terminaron mendigando pan y agua.

Veinte kilómetros después hay otro control policial que desobedecen. Pasan por Santa Rosa, llegan a Cayastá y siguen rumbo a Helvecia. A la altura de Campo del Medio doblan para ingresar por un camino de tierra. Pierden el control de la camioneta, que cae sobre un zanjón. Escapan a pie. En algún momento entran en la casa de un colono, Héctor Ferreira. Es la una y media de la mañana. Ferreira oye ruido y sale a la puerta armado. Le gritan que se entregue o lo matan. Las voces llegan de varios lados. Se entrega. Estos hombres amenazan, pero ya están derrotados. Además están heridos. Martín parece ser el más golpeado. Piden agua, comida y la camioneta, la Hilux. Hablan entre ellos. Proponen matar a Ferreira para que no hable. Martín se opone y salva la vida de Ferreira. A esa escena le hubiera gustado escribirla José Giovanni.

Cayastá es una voz indígena que quiere decir «Hasta aquí llegamos». Los delincuentes no lo saben, pero la fuga llega a su fin. Salen en la camioneta en medio de la desolación y la oscuridad. Es de noche y los campos están inundados. Un kilómetro y el vehículo se clava en un zanjón. Fin de la fuga.

Martín Lanatta es un espectro. «Entregame o matame, pero dame agua», dicen que le dijo al puestero. Otros dicen que esas palabras las pronunció Schillaci. Poco importa. Están derrotados y su máxima aspiración es un vaso de agua. El sábado detienen a Martín; el lunes, a Cristian y a Schillaci. Los detienen los policías de Cayastá. Un ex policía llamado -oh, casualidad- Bairoletto avisa a las fuerzas de seguridad. El lunes, un empresario arrocero en Brasil se inspira y le ordena a su empleado que vaya a la arrocera, pero acompañado por la policía.

En el medio, la última maniobra del poder narco. Desde algún lugar del poder, el sábado se anuncia que los tres criminales fueron detenidos cuando el único detenido es Martín. Otra vez la realidad se impone con su rostro sórdido. Los criminales están presos, pero el poder narco repta intacto entre las estructuras del Estado.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *