No fue exactamente a las cinco de la tarde como le gustaba a Lorca, pero no le anduvo lejos. Era domingo y hacía calor. Los soldados volvían de jugar al fútbol. No eran muchos, porque la mayoría había salido con el permiso del fin de semana. Los que quedaron en el cuartel eran los más pobres, los que no tenían ni para pagarse un colectivo o un tren para llegar a su casa. O los que sabían que en el cuartel por lo menos iban a comer y a dormir en un colchón bajo techo. Es más, dos de ellos cambiaron el franco por unos pesos o por hacerle la gauchada a algún amigo que quería visitar a su novia o asistir al cumpleaños de la madre.
Todos esos detalles domésticos, a los chicos de Montoneros parecían no preocuparles demasiado. Ellos eran combatientes y la justicia de la causa y la proverbial sabiduría de sus jefes justificaba con creces lo que estaban por hacer. Los más politizados supusieron que los soldaditos, como parte del campo nacional y popular, se iban a plegar jubilosos a sus filas. Si con alguien había que tirotearse sería con los oficiales gorilas.
Era lo que creían y, por supuesto, se equivocaron de punta a punta. ¡Ironías de la vida! Los chicos de Montoneros tomaban un cuartel en nombre de la liberación de los pobres, pero los sacrificados en la jornada iban a ser precisamente los pobres. ¡Ironías! A los despojados de la cultura, la dignidad y los bienes, los Montoneros los iban a despojar de la vida. Se tomaba un cuartel, se iniciaba la guerra popular para liberar a los pobres y el primer paso de semejante empresa consistía en matar a pobres. ¿Era lo que querían? Seguramente no. Pero cuando la política es suplantada por el delirio, suelen pasar estas cosas. Cuando el revolucionario olvida las lecciones del humanismo y la racionalidad termina aniquilando a los que desea liberar y aniquilándose a sí mismo.
Treinta años después, los muchachos se harán la autocrítica. Treinta años después. Así de sencillo y de fácil. Mataron a inocentes y mandaron a morir a sus compañeros, pero todo se arregla con una autocrítica. Siempre hay un Kunkel o un Verbitsky a mano, con la palabra justa como para salir del paso.
Retornemos a aquella cálida siesta formoseña de octubre de 1975. En primer lugar, los soldados no se rindieron ni aceptaron pasivamente someterse a sus órdenes. Me refiero a los que tuvieron la oportunidad de resistir, porque a varios de ellos los mataron sin decir agua va. Algunos se estaban duchando y otros se habían recostado en la cama para echarse un sueñito. Ninguno despertó más. Los mataron como a perros. Y todo ello en nombre del socialismo o, para ser más preciso, del socialismo nacional. Porque, bueno es aclararlo, los muchachos eran peronistas y lo seguían siendo, a pesar de que Perón antes de morir los había echado de la plaza con un adjetivo elocuente: “Estúpidos”. Como dice Fabián Casas en un poema: “Ustedes, que se colgaron de los árboles de Gaspar Campos y fueron a esperar al Duce a Ezeiza, tuvieron que soportar que el viejo no les trajera la revolución, sino la peste”.
No, no eran marxistas, eran peronistas y cristianos, cristianos que habían olvidado los deberes de la compasión y la piedad. Del marxismo habían asimilado lo peor, lo más trivial y descartable. Pulitzer con Marta Harnecker y algo de Puiggrós, Hernández Arregui y Abelardo Ramos. El resto pertenecía a las canteras ortodoxas del peronismo, mechado con Primo de Rivera, el padre Ezcurra, Mao y algo de socialismo islámico. Con ese mejunje, con esa albóndiga amasada con sobras de platos diferentes, quisieron tomar el poder. Menos mal que fracasaron.
“Rendite negro que con vos no es la cosa”, le dijeron al soldado Hermindo Luna. Isidorito Cañones o Macoco Alzaga Unzué hubieran sido más delicados. Ni el capanga del obraje más explotador trata a un hombre humilde en esos términos. Los niños bien de Montoneros no lo sabían, pero a un morocho si se lo respeta no se lo trata de negro, otorgándole al vocablo el tono clasista y despectivo de un insulto. No, así no se le habla a un soldado, sobre todo si se considera que ese morocho debe ser el beneficiario del socialismo nacional.
Por supuesto, “el negro de mierda” no se rindió. Conviene recordar su nombre y apellido: Hermindo Luna. Era un muchacho humilde que no sabía leer ni escribir. Si alguna identidad política poseía, ésa era la del peronismo, un peronismo primario, esperanzado, que no necesitaba matar sindicalistas o tomar cuarteles para ser tal; un peronismo que funcionaba más como una identidad cultural que como una ideología política. Criado en el monte, el cuartel le había dado a Luna las comodidades y beneficios que nunca había conocido. Y un consistente y elemental amor a la patria.
“Rendite negro que con vos no es la cosa”. Todo un manifiesto montonero. El trato de negro y la aclaración final: “Con vos no es la cosa”. O sea, que ni siquiera le dejaban lugar para ser algo. En efecto, según sus verdugos su exclusivo destino era rendirse, porque ni siquiera le daban la entidad de enemigo. “Con vos no es la cosa”. Pues bien, Luna no pensó lo mismo. En el acto advirtió que era con él y contra él y pegó un grito, probablemente un sapukay y dijo: “Aquí no se rinde nadie carajo”. Lo mataron en el acto. “Un negro de mierda no nos va a impedir realizar la proeza revolucionaria de tomar un cuartel”, se dijeron entre ellos a modo de justificación.
¡Pobres Montoneros! No entendían nada y mucho menos estaban en condiciones de entender a los pobres. Entender que para un hombre despojado de todo, lo único digno en su vida es la defensa de la bandera y del cuartel que le dijeron que debía custodiar. Luna seguramente no conocía los laberintos de la dialéctica o las incógnitas de la lucha de clases, pero a su manera tenía claro lo que merecía ser defendido y dio la vida por ello. Hermindo Luna. Sus padres llegaron dos días después a retirar el cuerpo del muchacho. Venían descalzos, porque para ellos hasta la alpargata era un lujo que no podían permitirse. Aceptaron el cadáver del hijo con la resignación y la fatalidad que poseen aquellos para quienes la vida siempre ha sido un presente de miserias.
El “Operativo Primicia” fracasó en toda la línea. Fracasó, pero salió caro. Alrededor de treinta muertos y muchos heridos. Entre los muertos, un oficial y un suboficial. El oficial se llamaba Ricardo Massaferro. Su padre se había levantado en armas en 1956 contra los gorilas de la Libertadora. Él mismo se consideraba un héroe de la resistencia y había capacitado militarmente a cuadros Montoneros. Nada de ello impidió que le mataran al hijo. ¿Una trágica coincidencia? Puede ser, pero cuando los errores incluyen derramamientos de sangre, esas casualidades se transforman en causalidades.
El “Operativo Primicia” fracasó en toda la línea, pero el comunicado de Montoneros emitido al día siguiente transpira optimismo. Según ellos, el enemigo está acorralado, sus horas están contadas, sus soldados están desmoralizados y el socialismo está a la vuelta de la esquina. El socialismo nacional, se entiende.
Los sobrevivientes lograron escapar en dos aviones, un Boeing 737 de Aerolíneas Argentinas y un Cessna 182. Uno realizó un aterrizaje forzoso en Susana, una localidad santafesina cercana a Rafaela; y el otro, en un campo de Corrientes. Pocos días después, el número 8 de la revista Evita Montonera titulaba con la siguiente noticia: “Formosa: victoria del Ejército Montonero”. ¿Creían en serio lo que escribían, estaban mal informados o mentían? No lo sé. Sí sé que el lunes 6 de octubre los comandantes de las Fuerzas Armadas se reunieron con el presidente Luder y sus ministros. Entre otros están presentes Ruckauf, Cafiero y Vottero. Los militares exigen que las franquicias otorgadas para actuar en Tucumán se extiendan a toda la Nación. Luder firma los decretos donde la palabra que más se destaca es “aniquilar”. Vottero está tan entusiasmado por la carnicería que se viene que no puede contener la euforia y el orden de la sintaxis. “Hay que matarlos como ratas y perseguirlos”. Ruckauf lo corrige con su inefable sonrisa: “Primero hay que perseguirlos y después matarlos”. Los militares los miran taciturnos y solemnes. No terminan de entender por qué los peronistas se ríen tanto, por qué se los ve tan felices.