Biblioteca

Puedo prescindir de muchas de las comodidades del llamado mundo moderno; puedo imaginar mi vida sin el auto, sin la computadora o sin el aire acondicionado. Apremiado por las circunstancias podría renunciar a las satisfacciones de una casa cómoda o a salir con cierta frecuencia a cenar con amigos. Mi sentido de la propiedad es casi nulo; las ambiciones que desvelan a tantos hombres a mí francamente me son indiferentes y en muchos casos incomprensibles.

Sin embargo, no podría concebir la vida sin mi biblioteca, o sin mis libros para ser más preciso. Tres tesoros acompañan a mi vida: el nombre de una mujer, mi memoria y mi biblioteca. Hoy quiero hablarles de mi biblioteca, de mis libros, de esas compañías discretas que me brindan información y conocimientos, pero por sobre todas las cosas, felicidad.

Los libros no me alejan ni me alienan de la llamada realidad. Por el contrario, gracias a ellos mi relación con la realidad es más rica, más consistente y, por supuesto, más poética. No quiero molestar a la mujer que quiero, pero ella debe saber que la única infidelidad que debe permitirme es con ellos. Como el Quijote, amo a Dulcinea pero no puedo vivir sin mi biblioteca. Sin el amor de ella sería desgraciado, pero sin la compañía de ellos vagaría como un espectro sin rumbo y sin sentido.

Conversando el otro día con una amiga que había sido víctima de la inundación, ella me decía que el dolor más intenso, la pérdida más irreparable fue la de la biblioteca. -No lo quiero decir para que no me crean snob -me comentaba- pero yo sé que todo lo que perdí podré recuperarlo alguna vez, pero los libros que se llevaron las aguas nunca más regresarán.

Schiller escribió que si alguna vez el pueblo revolucionario ingresara a su biblioteca para quemar los libros, lucharía contra él hasta la última gota de su sangre. Schiller no era un reaccionario, todo lo contrario, pero no estaba dispuesto a aceptar que la revolución sacrificase su bien más preciado.

Si a mí la inundación me hubiese llevado la biblioteca no estaría triste, estaría desesperado y, sin exagerar, les digo que me consideraría el hombre más desdichado de la Tierra. Respecto del supuesto pueblo revolucionario, no vacilo en decir que haría lo mismo que Schiller con un añadido: ningún cargo de conciencia me impediría luchar contra quienes se dedican a quemar libros, pues desde hace años aprendí que ese oficio infame lo ejercieron en la historia los inquisidores y los fascistas.

No me interesa posar de elitista y creo que en una sociedad normal no debería ser necesario explicar demasiado por qué una biblioteca personal es un tesoro irrenunciable. Libros amontonados puede haber en muchas partes; hay libros en las librerías y libros en las casas de usados; he conocido casas y estudios jurídicos en donde la biblioteca cumplía las funciones de un mueble ilustrado con libros; he visto libros amontonados en depósitos y libros envueltos en sus fundas originales que le otorgaban al ambiente un excelente toque de distinción, aunque a mí me hubiera gustado que, además de ser elegantes, alguna vez alguien se dignase a abrirlos y leerlos.

Libros amontonados -repito- hay en muchas partes, pero una biblioteca personal es otra cosa. Miro mi biblioteca -por ejemplo- y a simple vista lo que se impone es el desorden. Los libros viejos coexisten con los nuevos; algunos están en los estantes, otros apoyados en el escritorio, muchos en el suelo; en todos los casos la sensación aparente es de caos. Muchos están gastados, viejos, usados… otros mantienen un aspecto más presentable, pero en todos los casos ninguno es virgen.

Es como si los libros tuvieran vida propia y hoy están en un lugar y mañana en otro. Algunos permanecen en sus lugares más tiempo, pero les aseguro que en mi biblioteca ningún libro está para hacer número; con todos y con cada uno de ellos tengo algo que conversar. Admito que algunos son más íntimos y que con otros tengo algunas preferencias, pero yo sé justificar estas debilidades.

Mi biblioteca le pondría los pelos de punta a un bibliotecario profesional, pero un buen bibliotecario debe saber que el caos es aparente y que el desorden disimula un orden secreto cuya clave sólo la conoce el dueño de los libros.

En mi biblioteca debe haber unos tres mil libros, pero no les miento si les digo que en mi memoria está registrado el lugar que le corresponde a cada uno. Tampoco falto a la verdad si les cuento que cada uno de los libros tiene mi marca y, por lo tanto, son irremplazables. A mis libros regreso siempre; son como amigos con los que mantengo una íntima relación hecha de complicidades y secretas felicidades.

¿Se entiende ahora por qué la pérdida de una biblioteca es algo más que un problema económico? ¿Se entiende por qué mi amiga consideraba que el daño que le provocó la inundación al llevarse su biblioteca es irreparable y no hay subsidio que pueda subsanar semejante daño? ¿Se entiende por qué Jorge Luis Borges imaginaba el Paraíso bajo la forma de una biblioteca, o por qué decía que estaba más orgulloso de sus lecturas que de sus escritos?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *