Ciao Nino

Las malas noticias siempre sorprenden. Si no fuera así es probable que no fuesen malas. Uno está en su casa haciendo las cosas de siempre, leyendo, escuchando música, escribiendo, tal vez regando una planta, cuando de pronto la radio o el diario o Internet informan que se acaba de morir, por ejemplo, Nino Manfredi.

No quiero ser melodramático ni lacrimoso, pero la muerte de Nino Manfredi me dolió como si se hubiera muerto un viejo y entrañable amigo, o uno de esos tíos queridos que en algún momento nos tomaron de la mano y nos ayudaron a descubrir el mundo con una sonrisa traviesa y cómplice.

A mí no me avergüenza decir que al mundo lo descubrí y lo sigo descubriendo a través del cine. Si por casualidad alguna vez a alguien se le ocurriera escribir mi biografía descubriría que las referencias más importantes de mi vida nacieron del cine y, tal vez, de la literatura. Sin Humphery Bogart y Marlon Brando sería imposible entenderme. Sin Bergman, Rhomer, Bresson, Godard y Fellini no habría posibilidad de saber cuáles son mis preferencias y mis debilidades. Sin Sofía Loren, Ornella Muti, Gina o Claudia Cardinale no se entendería mi relación con las mujeres. Sin Marcello Mastroiani, sin Vittorio Gasmann, sin Alberto Sordi, sin Ugo Tognazzi y sin Nino Manfredi no se podrían entender mis alegrías, mis ganas de vivir y mis propias lágrimas.

¿Se entiende ahora por qué me duele la muerte de Nino Manfredi? ¿Se entiende por qué la noticia va más allá de un dato desagradable para transformarse en una noticia que inunda el corazón de tristeza? ? ¿Se entiende por qué esta ausencia no se resuelve mirando las viejas películas? ¿Se entiende por qué la muerte es algo irrevocable?

Como le gustaba decir a Neruda: «Os voy a contar todo lo que me pasa…» Mi adolescencia y mi primera juventud estuvieron marcadas por las comedias italianas. En el cine de mi pueblo lo descubrí a De Sica, a Scola, a Bertolucci, a Visconti, a Pasolinim, a Antonioni, a Ferreri, a Rossellini y al gran Fellini. En el cine de mi pueblo me lo presentaron a Marcelo, a Nino, a Alberto. a Vittorio… Aprendí a reír con ellos, a soltar mis primeras lágrimas con ellos.

Con ellos descubrí las picardías de la vida pero también la tristeza del mundo, el dolor de los que sufren y que en el mundo no hay nada más importante que un hombre y una mujer. Nino me enseñó que un hombre sencillo, un hombre común podía ser un gran hombre; Nino me ayudó a descubrir cierta belleza en las cosas cotidianas, con Nino descubrí que hasta la persona más insignificante y pequeña vale y es digna de respeto.

Cada vez que daban una película en donde él actuaba, dejaba lo que tenía que hacer para ir a verlo. La cita era más importante que un partido de fútbol, la reunión con los amigos en el café y hasta el encuentro con una mujer. Cuando Nino o Marcelo llegaban al pueblo yo sabía que nada en el mundo era más importante que estar con ellos.

Quiero que me entiendan: eran mis amigos… aprendí a fumar con ellos, a reírme como ellos, a enamorarme como ellos, a llorar como ellos… nunca los vi como estrellas, siempre fueron como los muchachos del café, los muchachos con los que uno se divierte, discute y comparte felicidades y tristezas…

Hace unos años, cuando murió Marcelo, pasé la Navidad más triste de mi vida Después vinieron otras muertes, hasta que el viernes me dicen que se fue Manfredi. Yo no sé bien por qué me duelen tanto esas noticias. En realidad nunca estuve con ellos; en realidad no sé qué hubiera pasado en caso de conocerlos en la vida real. Yo sé que mi relación con ellos existe a través del cine, de la pantalla, de la ficción, como quien dice. Y sin embargo su ausencia me duele como si faltara el ser más querido de mi vida.

Conversando con un amigo sobre el tema me decía que estas muertes lo que nos vienen a decir es que un tiempo se está terminando, que nuestro propio tiempo está llegando a su fin. Durante años, durante décadas Nino Manfredi o Marcelo Mastroiani estuvieron en mi vida como algo natural, como algo que se aceptaba más allá de cualquier especulación. Yo sabía que ellos estaban en el mundo, en mi mundo; yo sabía que a veces podíamos distanciarnos, pero también sabía en algún momento iba a tener noticias de ellos; sabía que podía contar con ellos. Y de pronto uno descubre que ellos también pueden morirse y, lo más grave de todo, que el mundo puede seguir funcionando sin ellos.

Las crónicas dicen que Nino filmó más de cien películas. Yo no sé si las vi a todas, pero sí sé que vi las más importantes, aunque también podría decir que las vi a todas, porque para mí todas las películas en las que actuaba Nino Manfredi eran importantes. «El verdugo», «Nos habíamos amado tanto», «Pan y chocolate», «Por gracia recibida», «Café express» o «Feos, sucios y malos», por ejemplo, las vi no sé cuántas veces.

¿Volveré a verlas? No sé, no estoy seguro. Anoche intenté ver «Nos habíamos amado tanto» y apenas apareció Nino caminado con Stefania Sandrelli los ojos se me llenaron de lágrimas. No quiero que se confundan. No lloro con facilidad. Como todos los hombres tengo mis pudores con las lágrimas, pero como todos los hombres más o menos sensibles, a veces las lágrimas llegan a mis ojos y no me avergüenzan. Creo que Aníbal Troilo decía: «Algunas veces he llorado, pero quiero que sepan que siempre lo he hecho por causas importantes». Pues bien, yo también lloro por causas importantes. He llorado por ejemplo, la muerte de Mastroiani, he llorado la muerte de Borges y ahora lloro a Nino Manfredi.

Son más de las dos de la mañana. Desde la ventana de mi escritorio contemplo la oscuridad del parque y más allá la leve luminosidad que llega desde el farol de la esquina. No hay estrellas en el cielo y la niebla amenaza con cubrir la laguna. Nino Manfredi ha muerto y yo en mi casa me siento el hombre más solo del mundo. Está claro que no es un buen fin de semana. Sólo una persona me podría reconciliar con la vida… pero está lejos…

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