La decisión de J.

Reconozco su inteligencia, su sensibilidad, ese talento para encontrar en los fragmentos más áridos de la realidad un resplandor imprevisto. Su humor es exquisito, ni agresivo ni cínico, un humor lúcido, una sonrisa abierta que disipa tristezas, un desafío a los lugares comunes, a los pensamientos rígidos, a las vulgaridades.

Es rico, siempre lo fue, y nunca necesitó trabajar para vivir. Fue educado en los mejores colegios, pero su aristocracia no es la del dinero, es la de la inteligencia; es más, desprecia las vulgaridades de los millonarios, su habitual incultura, su insoportable rastacuerismo.

La literatura, el cine, el teatro son nuestros temas preferidos, pero sería empobrecer nuestros afectos reducir la amistad a un catálogo de curiosidades compartidas. Henry James, August Strindberg, Paul Bowles, Harold Pinter o Pier Paolo Passolini son nombres que nos interesan, pero no son más que pretextos para compartir visiones y universos más amplios que un autor o un texto.

Con J. nos conocemos desde hace muchos años. Nuestra amistad se forjó en las diferencias y en las coincidencias; las diferencias en las opciones de vida y las coincidencias en todo lo demás. No nos vemos todos los días ni mucho menos, pero cuando nos encontramos la pasamos muy bien.

La otra noche nos encontramos a la salida del cine y nos fuimos a tomar un café a un bar de calle Suipacha. Lo noté algo tenso, como si estuviera molesto por algo que no se animaba a decir. Como lo conozco, decidí no hacer preguntas y esperar que en algún momento me contara lo que le estaba pasando.

Mi amigo J. no es lo que se dice un hombre fácil o sencillo. Sus procesos interiores son tormentosos, retorcidos, complicados. Puede estar sufriendo las penas más hondas, pero jamás va a expresar su dolor y mucho menos va perder el estilo, esos aires de gran señor, esos modales distinguidos y esa elegancia que se manifiesta en los detalles, en la manera de encender el cigarrillo, en esa sonrisa distendida, en la vaga loción de un perfume.

J. es de las personas que jamás van a decir que se siente mal, pero siempre van a dar las pistas necesarias para que quienes lo conozcan sepamos que está mal. J. es demasiado inteligente y demasiado discreto como para abrumar a un amigo con sus cuitas. Sus mensajes se parecen a esas botellas tiradas al mar por un solitario que sabe que sólo el azar puede permitir que alguien las recoja. A veces yo he sido ese azar, pero sólo a veces, porque con J. nunca se sabe y nunca nadie está totalmente seguro.

Sospeché que algo importante le estaba pasando cuando comentando la película que acabábamos de ver deslizó la idea de que viajar era bueno y que a veces es necesario cambiar de ciudad para empezar a cambiar uno mismo. Me llamó la atención que hiciera ese comentario justamente él, que siempre viajó y que pasó largas temporadas en Europa.

En otro momento, habló del amor en las películas de Passolini y Rohmer. Citó «Teorema» y «La rodilla de Clara». Fue ahí cuando me di cuenta de que J. estaba queriendo decir algo que iba mucho más allá de una película. Como para tratar de saber por cuál lado estaban circulando sus obsesiones le hablé de la última novela de Patricia Higmisth, pero no noté ninguna respuesta que pudiera considerarse reveladora.

Cuando ocurren estas cosas es siempre la suerte la que permite encontrar la pista. No sé por qué cayó Manuel Puig en la charla, y mientras comentábamos «El beso de la mujer araña» comprendí que una vez más J. había decidido reincidir en un antiguo amor. No necesitó contarme nada en concreto para intuir (esa es la palabra) que J. se había permitido retornar a un amor ubicado a muchos kilómetros de distancia y que por ese amor estaba dispuesto, una vez más, a quemar las naves.

Por supuesto que no le di consejos ni él pidió nada parecido. Seguimos hablando de cine y literatura. Le recordé los amores sostenidos a la distancia entre Kafka y Milena. En algún momento, le dije que la distancia mata los mejores amores. «No es tu caso», me dijo, y fue la única vez en la noche que alguien se permitió una referencia personal.

En otro momento, le mencioné la frase de Albert Camus: «Morimos a los cuarenta de un balazo que nos hemos disparado al corazón a los veinte». Sonrió, pero no dio señales de acusar el disparo, simplemente se limitó a sonreír y a mirar su reloj.

No necesité más señales para saber que la charla estaba llegando a su fin. Salimos del bar y creo que nos separamos en una esquina de plaza Constituyentes. Lo vi alejarse con su paso elástico, su elegancia y su splint. Recuerdo que desde algún lugar de la memoria me llegaron dos o tres versos de un poema de Cavafis, pero por más esfuerzos que hice no pude reconstruirlos.

Caminé hasta la parada de taxis en bulevar, y mientras viajaba hacia Guadalupe pensaba que probablemente a J. no lo vería por mucho tiempo. No sé por qué, ahora tuve la certeza de que una vez más J. volvería a Europa a reiniciar esa relación que lo hizo tan feliz y le costó tantas lágrimas. No sé por qué esa noticia me puso algo triste, no sé por qué pensé que J. nunca podría separarse de G., pero tampoco nunca podría ser plenamente feliz con él.

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