Mañana de un día feriado

Los días feriados prefiero quedarme en casa. No me interesan ni los actos cívicos ni las procesiones ni asistir a los lugares programados por las agencias de turismo. Tampoco me importan los desfiles, las kermeses y todos esos sitios en donde la gente se amontona sin saber muy bien por qué lo hace. Ni hablar de los almuerzos multitudinarios o de los estadios de fútbol y de esos lugares horribles que, curiosamente, cierta publicidad y cierto sentido común presentan como paradigmas de la felicidad colectiva.

Como Borges o como Goethe, pienso que las pasiones colectivas son innobles por naturaleza y, en el mejor de los casos, primarias e inmaduras. Creo ser una persona solidaria y sensible, por lo tanto no me interesan las masas y las multitudes y sí me importan las personas, los individuos concretos, las experiencias íntimas y singulares, aquellas que ponen a prueba la condición humana.

Les decía que mis preferencias son la soledad, la intimidad y a lo sumo la charla con dos o tres amigos. No conozco otra sociabilidad que la practicada entre amigos y sólo puedo ser sensible con individualidades, no con masas. Me gusta escuchar a la persona que está conmigo, me gusta mirarla a los ojos, conocer su mundo; esa confidencia en la intimidad se practica entre personas, no con multitudes. Lo otro es demagogia, manipulación o publicidad, todas tareas conocidas y añejas, pero que no tienen nada que ver con lo que yo estoy hablando.

Les decía entonces que los días feriados me levanto temprano, desayuno en el comedor un capuccino mientras escucho alguna melodía suave o ciertas viejas canciones de amor. íMe encantan las mañanas de los días feriados! No sé por qué las calles tienen entonces una singular mansedumbre y el silencio pareciera un don llegado desde el cielo.

Les cuento: la ventana de mi biblioteca da a un jardín de ligustros y flores y más allá, asomándose a través del follaje, se distinguen los colores de la calle, las copas de los árboles y un pedazo limpio de cielo azul. Como podrán apreciar; mis exigencias son modestas: un buen libro, una hoja en blanco para escribir y la música que llega desde algún lado. Más no necesito para estar en armonía conmigo mismo. Ah… me olvidaba… también el teléfono… no para recibir el llamado de un contador o un abogado, sino para escuchar la voz de la única persona que me interesa oír hablar por teléfono en estos días de soledad.

Disfruto de la luz de estas mañanas, del aire fresco matinal y de la soledad de mi biblioteca. El silencio de estas horas que se deslizan hacia la placidez del mediodía no me agobia ni me angustia. Esta soledad no me aisla del mundo, por el contrario, me conecta con las cosas y con la gente que importa de una manera sólida y consistente.

No soy una persona religiosa en el sentido convencional de la palabra. De los religiosos no comparto muchas de sus conclusiones, pero comparto sus búsquedas y las exigencias de sus preguntas. A un amigo creyente le decía que yo creo en el misterio, pero asumo los riesgos de la dudas con todas sus consecuencias. En cambio para ustedes -le digo con cordialidad- el misterio es una formalidad, porque en los hechos para ustedes estos grandes interrogantes ya tienen una respuesta.

La luz y el silencio… presumo que allí pueden estar las claves a algunas preguntas que me inquietan. La luz que llega desde la ventana, el silencio que flota en la casa coincide con mi reclamo de lucidez, armonía y plenitud. Y allí también sería posible hallar el tono de esa aspiración a la felicidad a la que nunca he renunciado y que, sospecho, tiene nombre de mujer o que sólo puede lograrse en comunión con una adorable mujer.

La soledad en este caso no se confunde con la angustia, la resignación o el sentimiento de muerte; mi soledad la vivo más como una conquista, un esfuerzo para salir de la rutina y de las miserias de lo cotidiano, un deseo de trascendencia ligado, sin embargo, a lo inmediato, a la textura suave o áspera de las cosas.

Llega el medio día; un vaso de whisky, un cuento de Dinesen, la música de Bach y la luz y el silencio. De pronto, el ruido del teléfono parece romper el equilibrio logrado; sin embargo todo es tan extraño y confuso que ese ruido indiscreto y agudo, parece ser lo que más estoy esperando porque he dejado el libro en la mesa, Bach redujo su volumen y mi mano ahora se dirige al tubo para iniciar la primera, única y exclusiva conversación de la mañana.

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