Mi amigo ausente

A veces tengo ganas de conversar con él. Sé que no es posible, porque es difícil conversar con los muertos pero, no obstante, el deseo persiste y entonces salgo a caminar por las mismas calles que alguna vez recorrimos juntos y a veces paso frente a la casa en donde murió no hace tanto tiempo, aunque en el recuerdo todo parece mucho más lejano.

Se llamaba Manuel. Alguna vez trabajó de abogado, pero ésa era una experiencia de la que no guardaba un grato recuerdo. «En la vida, uno siempre se las arregla para perder el tiempo; mi manera de derrocharlo se llamó abogacía», decía mientras limpiaba su pipa y sonreía con esa sonrisa que uno nunca sabía si era alegre o triste.

No me acuerdo cómo nos conocimos. Creo que nos presentó un amigo común o que el encuentro se produjo después de una función de teatro donde se representaba una obra suya. Lo seguro es que nos hicimos amigos de entrada. Creo que era quince o veinte años más grande que yo y, si bien nunca le importó hacer valer esa diferencia de edad, yo siempre lo sentí como un amigo mayor o como un hermano mayor.

Durante años, más de veinte, una o dos veces por semanas lo visitaba en su casa. Siempre las visitas fueron nocturnas; no recuerdo haber estado alguna vez con Manuel a la luz del día. La noche fue nuestro lugar preferido: nuestras caminatas eran de noche y en su estudio de calle Crespo siempre estaba encendida la luz de la lámpara.

No voy a cometer el pecado de la desmesura ni el del sentimentalismo fácil, pero les aseguro que todavía lo extraño. Extraño esa cordialidad austera, su apretón de mano cálido y su gesto silencioso y solidario; extraño sus comentarios breves pero precisos, su manera de evocar situaciones, personajes, textos.

Nuestra amistad fue una amistad de charlas íntimas, de revelaciones y curiosidades compartidas. El ajedrez fue una de nuestras afinidades. Una partida de Capablanca, Petrosian o Stein podían ocuparnos toda la noche. Después, estaba el gusto por el café, los aromas del tabaco, el placer de una copa de cognac en invierno.

Hablaba poco, pero sus frases aún hoy me siguen acompañando. Su lucidez se expresaba en frases breves y perfectas, aunque su mayor virtud no eran sus palabras, sino sus silencios. Escuchar al amigo fue la manifestación más visible de su talento.

Después, estaba su gusto por la literatura. Un poema de Mallarmé podía desvelarlo; una frase de Ungaretti o una imagen de Rimbaud eran el pretexto de largas consideraciones. De su mano descubrí a Strindberg, Singer, Barnes y Dinesen. El me presentó a Dino Buzatti y «El desierto de los tártaros». A él le debo el placer de disfrutar de los extraordinarios cuentos de Flannery O’ Connor.

Le gustaba la prosa elaborada, limpia de palabrerío hueco y de retóricas fáciles. «Escribe como un abogado», era uno de sus juicios lapidarios en un hombre que nunca se permitía ser lapidario. La elaboración de una frase, la construcción de un párrafo, la búsqueda de una palabra podían desvelarlo durante días.

Anacrónico, vivía en una ciudad y un universo que ya no existían. Su mundo estaba hecho de historias antiguas, recorridas por hombres y mujeres de otros años. Sus cuentos indagaban sobre la maravilla, pero esa maravilla se insinuaba en los repliegues del pasado.

Escribió mucho, pero publicó poco. Sus relatos y sus poemas están repartidos en copias que entregaba a sus contados amigos. Descreía de la fama y nunca se preocupó por desarrollar una carrera literaria. Como Borges, suponía que una frase feliz o un desenlace bien logrado no eran patrimonio de nadie, sino de los caprichos del azar o la voluntad de los dioses.

Una tarde sonó el teléfono en mi casa y escuché la voz de una mujer que me comunicaba que mi amigo Manuel había muerto. No más de veinte personas fuimos a despedirlo al cementerio. Pensé que para él ese número de amigos habría representado una verdadera multitud. En el diario de la tarde salió un breve comentario sobre la muerte de un conocido escritor santafesino. Pensé que seguramente no se habría sentido representado por el término «escritor santafesino».

Desde su muerte a la fecha han transcurrido unos cuantos años. Sin embargo, yo todavía siento la necesidad de su compañía silenciosa y de compartir sus curiosas y delicadas preferencias. No les miento ni exagero si les digo que lo extraño. Aprecio a mis amigos y no pretendo desmerecerlos, pero sé que ellos no se van a sentir ni molestos ni celosos si les digo que a veces me gustaría regresar a su estudio para compartir con Manuel el tabaco, la copa de cognac y hablar de las cosas que importan: una partida de ajedrez, un poema, la revelación de una metáfora, el nombre de una mujer que amo.

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