«Dejemos las mujeres bonitas para los hombres sin imaginación». La frase creo que pertenece a Marcel Proust y, como le gusta decir a los abogados, la suscribo en toda la línea. Alguna aclaración es necesaria: no tengo nada contra las mujeres que convencionalmente son consideradas lindas. No soy tan espiritual como para ser indiferente a ese tipo de belleza, pero lo que a mí me interesa es algo que no tiene nada que ver con los modelos que abundan en las revistas de moda y que para muchos hombres son el arquetipo de la belleza.
Como el viejo Zorba soy de los que creen que toda mujer merece ser querida. El resentimiento, el rencor, ciertas formas de misoginia que amargan las horas de muchos hombres, no entristecen mi existencia. Como todos, a veces he sido feliz, a veces desdichado; a veces la culpa fue mía, a veces la culpa estuvo en otro lado, pero en el balance el recuerdo de las horas felices es superior a la tristeza.
Diría, en principio, que no me gusta que la belleza se me imponga o condicione mis preferencias. No me interesa la belleza que se confunde con la moda; me importa lo que se sugiere no lo que se exhibe; lo que se insinúa no lo que se ofrece. En la mujer me atrae la poesía, no la publicidad; la música no el ruido; la armonía, no el pastiche.
A la belleza, a la verdadera belleza, me interesa descubrirla, verla crecer delante de mis ojos a partir de los detalles. No me importa la belleza en general, me interesa lo singular, aquello que constituye lo intransferible en una mujer. O aquello que para la mayoría de los hombres es invisible.
Cierro los ojos y a la mujer que quiero la imagino iluminada por una luz tenue, oscilante, que le otorga al rostro una delicada y sugestiva belleza que sólo yo puedo llegar a apreciar. Esa luz no sé si nace con ella o soy yo el que la otorga; lo que sé es que existe y que cuando se enciende produce el efecto de una iluminación, de un resplandor que arrebata o, como diría D. H. Lawrence «un fuego rojo sobre la tierra resplandeciente, después de los inquietos esquemas del día».
No recuerdo quién decía: «Una mujer hermosa debe tener un defecto, a eso llamamos carácter». Pues bien, a mí me importa descubrir ese «defecto». Como diría René Char: «Es preciso soplar algunas claridades para hacer una buena luz. Bellos ojos incendiados perfeccionan al día». Contemplar ese incendio es mi placer, quemarme en ese incendio puede ser mi secreta debilidad.
Cuando miro a una mujer me importa descubrir aquello que la transforma en única. El descubrimiento siempre se da a partir de indicios, de señales casi imperceptibles; la sombra de una sonrisa, el brillo en los ojos -o tal vez la humedad- el tono de la voz al pronunciar algunas palabras clave, ciertos movimientos de las manos, una manera de sentarse, de escuchar, de callar, cierto modo de acomodarse el cabello… esa sonrisa que le ilumina el rostro, esas lágrimas ardientes que a veces nacen de la felicidad y a veces de las pasiones intensas…
Por supuesto que la inteligencia es importante, pero la inteligencia que a mí me importa es la que nace de la sensibilidad, la que brota de un corazón generoso, de un alma íntegra. Puedo apreciar en una mujer su capacidad para razonar, pero esa condición la puede tener también Anne Krueger y jamás se me ocurriría que allí pudiera haber algo que a mí me interesase como hombre.
Me importa la coherencia, pero la coherencia secreta, íntima, aquella que se expresa en contrastes, en paradojas, como un relámpago en un cielo despejado. Quiero una mujer que pueda ser al mismo tiempo desenfadada e insolente como una estudiante sesentista y delicada, dulce y discreta como una dama; la quiero con convicciones firmes, decidida a defender sus valores con la misma pasión con que estaría dispuesta a jugarse por el hombre que ama.
Imagino la inteligencia de la mujer que amo como un fulgor, como esa luz que baña la laguna un instante antes del crepúsculo, como una breve vibración, como ese temblor invisible que sacude las hojas de los viejos castaños, algo que se parece al instante mágico en que una mujer se suelta el pelo y deja que se deslice y derrame suave y envolvente sobre sus hombros.
No me atrae la inteligencia que se exhibe como una mercancía; lo que me importa en una mujer no es la información, sino la sabiduría y ese conocimiento de la vida que nace del dolor, de las alegrías más profundas, de la tristeza y de esa felicidad que a veces se manifiesta en el delicado tono de las mejillas, en la transparencia de la sonrisa o en la chispa traviesa que juega en sus ojos.
Hay mujeres que respeto, hay mujeres que admiro, hay mujeres que reconozco, pero yo estoy hablando de las mujeres que puedo amar, de la mujer única y exclusiva, de esa mujer que se presenta como una revelación, cuya existencia se parece al milagro y que por definición es exacta, por la simple, sencilla, contundente y efectiva razón de que no puede ser otra.