Recuerdos

Recuerdo una noche de verano que hoy me parece increíblemente lejana. Recuerdo mi sorprendente timidez y el momento exacto en el que le pedí permiso para quererla. Recuerdo la Costanera y el banco donde nos sentamos. Recuerdo la brisa, las aguas oscuras de la Setúbal, el resplandor en la otra orilla y el primer beso casi como la caricia, torpe pero suave, de un chico avergonzado.

Recuerdo sus cabellos sueltos y sus miedos, el movimiento nervioso de sus manos y el humo del cigarrillo desparramándose en el interior del auto. Recuerdo que en algún momento paramos en un kiosco y yo compré una botella de agua mineral porque ella dijo que la sed no la dejaba hablar; recuerdo que un tiempo después agradeció la gentileza.

Recuerdo su tristeza, su coraje para convivir con el dolor y la pérdida, su inteligencia y sus aprensiones; su presencia de ánimo y su tremenda soledad. Recuerdo sus primeras alegrías, sus últimas lágrimas; recuerdo su mano tomada de la mía, sus confidencias.

Recuerdo una noche de tormenta, la furia de la lluvia, la vibración de los relámpagos, las calles inundadas de Santa Fe, los autos detenidos por el agua. Recuerdo el contraste entre una ciudad que se parecía a un naufragio y nuestra cálida intimidad.

Recuerdo un domingo a la tarde en Rincón, la sombra fresca de la plaza, unos taxistas conversando en la esquina, dos o tres muchachos fumando y tomando cerveza en uno de los bancos y nosotros evocando pequeñas historias. Recuerdo un bosque de eucaliptos, las ruinas de un viejo castillo y el resplandor del crepúsculo. Recuerdo el aeropuerto de Sauce Viejo, las palabras de despedida y la inmensa soledad del domingo a la noche.

Recuerdo las primeras cartas, los poemas y las palabras de amor. Recuerdo las prolongadas conversaciones por teléfono, los horarios insólitos, el hábito de escucharla, la aceptación de que el amor también es posible a través de las palabras.

Recuerdo un viaje a Córdoba, una caminata por Cerro de las Rosas, unos poemas de Cortázar, un bar perdido en una calle solitaria, el vino compartido, el piano del Mono Villegas, la caminata de regreso al hotel por una ciudad desierta.

Recuerdo un viaje a La Falda, una casa a orillas de un arroyo, el viento susurrando entre la copa de los árboles. La recuerdo a ella sentada en un sillón, la luz de su rostro, mi camisa celeste que le cubría el cuerpo, la música de Gherswin llegando desde algún lado y los poemas de Cavafis y Emily Dickinson.

Recuerdo las primeras escenas de amor, una quinta en Rincón, una casa en barrio Sur. Recuerdo la música de Coltrane y Reinhard y mi descubrimiento de Stewart.. Recuerdo el cielo inmenso de Colastiné, las estrellas palpitando azules y lejanas en la noche y nosotros unidos más allá de la nostalgia y el dolor, más allá de los miedos y las aprensiones.

Recuerdo una noche en Helvecia, la caminata por un calle que moría en el río, una cerveza en el bar y las risas y las voces de unos adolescentes que ocupaban la mesa de al lado. Recuerdo la plenitud de esa noche, la sensación de distanciamiento; recuerdo el regreso a Santa Fe, un poema de Pablo Neruda, un comentario sobre la muerte de Federico García Lorca y las canciones de María Elena Walsh y Leda Valladares.

Recuerdo nuestra manera de estar juntos; los silencios, las palabras de amor, el íntimo entendimiento de los cuerpos. Recuerdo las inevitables separaciones, la felicidad de los reencuentros, los descubrimientos mutuos, las risas y las alegrías compartidas, los renovados asombros.

Recuerdo los juegos del amor, las deliberadas simulaciones, la dicha de descubrir todos los días una insospechable afinidad o una asombrosa revelación. Recuerdo una madrugada, la luz vacilante y temblorosa del amanecer, filtrada a través de los vitraux, y la recuerdo a ella parada en el centro del dormitorio esperando un beso de despedida. Recuerdo el temblor de su cuerpo, la avidez de su boca y la suavidad de sus manos.

¿Cuántos años han transcurrido desde entonces? ¿De aquel tiempo de felicidad y plenitud, qué es lo que ha quedado? ¿Dónde se han ido las gotitas de lluvia compartidas al filo de la medianoche? ¿Nada sobrevive en el presente de aquellas horas de pasión, deseo y poesía? ¿Habrá que resignarse a que el viento áspero y seco del norte barra aquello que parecía desafiar a los hombres y a los dioses?

Recuerdo que yo entonces le decía a ella que el tiempo es una arbitrariedad de la naturaleza o de los hombres, y que para lo que importa el pasado, el presente y el futuro son apenas convenciones que no dicen ni aclaran nada. Recuerdo que ella me leía los fragmentos de un poema de Tarkovski: «Existe solamente la realidad y la luz / no hay en este mundo ni oscuridad ni muerte…». Fue entonces cuando le dije que yo no estaba en condiciones de asegurar si lo que vivimos ocurrió en el pasado, está sucediendo en el presente o irrumpirá en el futuro.

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