Nisman: Entre suicidas y suicidadores

Un año después de cometido el crimen, un fiscal valiente decide estampar por primera vez en un escrito judicial la palabra “crimen”. “Nisman no se suicidó, fue asesinado”, las seis palabras clave que una inmensa mayoría de argentinos sabemos que son verdaderas, pero que jueces y fiscales pusilánimes, venales y, tal vez, cómplices, no sólo no se atrevían a pronunciar, sino que bloqueaban cualquier intento de una investigación seria cuando no, abonaban argumentos a favor de la versión kirchnerista del suicidio.

Que al fiscal Alberto Nisman lo mataron y no se suicidó es una certeza tan obvia que es compartida desde la Pequeña Lulú hasta Caperucita Roja. Oficialmente, la primera persona que admitió la versión del crimen se llama Cristina Fernández de Kirchner, “La que te dije”. Fue ella la que sostuvo esta hipótesis en cadena nacional, hasta que algún discreto colaborador le advirtió que corría riesgo de meterse en problemas. Entonces vino, pocos días después, la sesión estelar de la viuda vestida de blanco y con el pie apoyado en un cojín como si estuviera en la tertulia de Mariquita Sánchez de Thompson, hablando del suicidio y de un Nisman con una conducta sexual alborotada, un anticipo que luego “el Morsa” Fernández se encargaría de ampliar con su exquisito estilo verbal. Por supuesto, ni una palabra de consuelo a las hijas, humanismo K que le dicen.

Sobre la muerte de Nisman se habló y se escribió mucho, algunos dicen que demasiado. Yo desde el primer día sostuve la hipótesis del crimen. No fui el único, mucho menos el primero, en sostener esta posición. Arribar a esa certeza no significaba ser Mandrake “el Mago”, bastaba con ser leal a ciertas certezas del sentido común que no suelen tener valor jurídico pero sin las cuales andaríamos a ciegas por el mundo.

El hombre que el 14 de enero de 2015 denunció a la presidente y a sus colaboradores de haber traicionado a la Patria al firmar un Memorándum que garantizaba la impunidad del atentado terrorista más doloroso de la Argentina, el hombre que los días previos a su muerte anticipaba que su vida -e incluso las de sus hijas- corría peligro, el hombre que desde hacía semanas era amenazado de muerte por su condición de fiscal y de judío, el hombre que derrochaba vitalidad y entusiasmo con lo que estaba haciendo, el hombre que se preparaba para asistir el lunes a una sesión del Congreso, no se mata de golpe, supuestamente asediado por las culpas, no se suicida con un tiro en un lugar donde hay que ser malabarista para hacerlo, sin que en sus manos quedara un rastro, un resto de pólvora.

Fue en esos días aciagos que su esposa y su colaboradora más cercana dijeron que la persona que ellas -una como esposa, la otra como secretaria- conocieron durante tantos años no reunía las condiciones depresivas de un suicida. Pero incluso en caso de suicidarse, una persona que amaba a sus hijas, que tenía una autoestima reconocida, deja alguna señal, una carta, un mensaje, algo. No se mata en silencio, no abandona este mundo como si fuera culpable de algo, ni deja abierta la puerta para que sus tenaces enemigos lo difamen y lo injurien.

Respecto a la hipótesis del suicidio, recordé a algunos de los suicidas célebres de nuestra historia nacional, hombres y mujeres que en algún momento de sus vidas decidieron tomar una decisión que, como escribirá Albert Camus sobre los motivos que llevan a alguien a quitarse la vida, es la pregunta más importante de la filosofía. Pregunta que se traslada a la investigación judicial y policial cuando el suicidio es el pretexto para disimular un crimen.

Suicidas argentinos… pienso en Leandro Alem y Lisandro de la Torre. Ambos se dispararon un tiro en soledad, pero dejaron cartas y testimonios que explicaban esa decisión terrible. Ambos tenían enemigos, pero a nadie se le ocurrió poner en dudas los motivos de esas muertes. Todo estaba claro, demasiado y dolorosamente claro.

En 1928, se suicidó en la ciudad de La Plata el poeta Francisco López Merino. Tenía veintitrés años y Jorge Luis Borges dejó un poema en homenaje al poeta que era su amigo y amigo de su padre. En los años treinta, se suicidaron Horacio Quiroga, Alfonsina Storni, Leopoldo Lugones y Enrique Méndez Calzada. Quiroga y Lugones lo hicieron con cianuro, Alfonsina internándose en el mar, una hipótesis de Félix Luna, más poética que verdadera; Méndez Calzada de un disparo. En todos los casos, los suicidas dejaron cartas, poemas, tarjetas, señales, explicando los motivos de su decisión.

Capítulo aparte merece el político radical Víctor Guillot, comprometido con el negociado de las tierras de El Palomar. Se dice que Guillot fue un chivo expiatorio o se comprometió con dinero para salvar el honor de una misteriosa mujer de la que nunca pronunció su nombre. Lo cierto es que el hombre no soportó el deshonor, dijo que después de lo sucedido no se sentía con coraje para mirar a sus hijos y entonces, la noche del 23 de agosto de 1940, en su estudio jurídico, se quitó la vida. Era un tiempo en que el honor era algo importante para los hombres y en el caso que nos ocupa, acusado por una suma de dinero que en los tiempos que corren y atendiendo las fortunas en juego, serían considerados algo así como un vuelto. Guillot se suicidó y a pesar de sus errores, una multitud lo acompañó al cementerio reconociendo su hombría de bien. Guillot se suicidó agobiado por sus culpas, un pecado que seguramente no atormenta a Jaime, Boudou y a la festiva cleptocracia kirchnerista.

En junio de 1955, en el clima de las refriegas militares entre peronistas y antiperonistas, se suicidó el almirante Benjamín Gargiulo; en tiempos más recientes, un oficial carapintada, Romero Mundani se quitó la vida. En todas las circunstancias, se trata de suicidios en los que queda claro el motivo de la muerte. Son los casos, por ejemplo, de la escritora Marta Lynch que se suicida en 1985 y le deja una carta a su esposo. O el suicidio del escritor Milcíades Peña, la noche de Navidad de 1965 a los treinta y dos años. O el suicidio de René Favaloro, una decisión que la planificó hasta en los detalles, incluida la compra de los sobres en los que dejaría escritas las siete cartas explicando, a diferentes destinatarios, los motivos de su muerte.

Disculpen los lectores la necrológica, pero intento demostrar con el auxilio de la memoria que los suicidas, sobre todo los hombres públicos, no se matan en silencio, explican, justifican, dedican sus últimas palabras a los seres queridos. Es lo habitual, lo que parece ser una constante. Exprimí mi memoria para recordar si hubo algún suicida silencioso. No recordé a nadie. No quiere decir que no lo haya habido, pero sería la más solitaria excepción.

Después claro, están los suicidios preparados, los que se dedican a suicidar a personas que molestan. Los argentinos algo conocemos de eso. Sin ir más lejos, en los años noventa, en plena primavera menemista se “quitaron” la vida sin dar explicaciones, sin decir una palabra, disfrutando de la mejor salud y el mejor estado de ánimo, los señores Horacio Estrada, Marcelo Cattáneo y Rodolfo Etchegoyen. Hasta el día de hoy no se sabe nada sobre estos misteriosos suicidios, ignorancia que permite decir que cuando en un suicidio se instala la duda, no hay que dudar más porque no se está ante un suicidio, sino ante un crimen.

El otro “suicidio” escandaloso de nuestra historia, el suicidio que nunca se pudo explicar, que sigue hasta el día de hoy despertando sospechas, fue el del señor Juan Duarte, “Juancito”, el hermano de Eva, el que decidió “matarse” después de la muerte de Eva y cuando destacados colaboradores del régimen peronista consideraban que Juancito sabía mucho y, por lo tanto, era peligroso que siga con vida.

O sea que, pasando en limpio, los suicidas reales dejan cartas, palabras, confesiones, mientras que los “suicidados” hacen silencio. Alberto Nisman por méritos propios integra la galería de los “suicidados”, esto quiere decir que no se suicidó sino que lo suicidaron. Lo que, precisamente, el fiscal Ricardo Sáenz reclama que se investigue, es esta relación entre suicidas y suicidadores.

 

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