La noticia está más cerca del folklore que de la historia: a partir del 2011 la familia Kennedy no ocupará cargos políticos en el Estado. Después de medio siglo de presencia gravitante en el poder, los Kennedy se retiraron o, según se mire, los retiraron. El sueño duró medio siglo; no es poco.
Para algunos lo sucedido es un síntoma de la decadencia política de Estados Unidos, para mí es apenas una noticia o el dato cierto de que no pueden sostener la paradoja de compatibilizar la democracia con el clan y, para más dato, el clan aristocrático, donde el apellido, la fortuna y, si se quiere, el carisma, constituyen los fundamentos de la representación política.
Para quienes tenemos más de cincuenta años la novedad, sin embargo, tiene un leve toque melancólico. Los Kennedy poseían encanto y estilo. No sé cuánto había de propaganda y cuánto de realidad en la construcción de ese estereotipo, pero ya se sabe que cierta clase, cierto glamour no lo fabrica ningún publicitario por más ingenioso que sea. Los Kennedy eran seductores, talentosos, lúcidos, agradables. Nunca sabremos qué distancia había entre la realidad íntima y la que nos mostraban, pero con lo que mostraban alcanzaba y sobraba. Sus desgracias familiares y políticas contribuyeron a fortalecer la leyenda, pero hasta para las desgracias hace falta cierta calidad moral. Fue la que tuvieron John, Robert y, si se quiere Edward; es la que no fueron capaces de representar los herederos de la tercera generación.
Se dice que hasta el último momento de su vida, el viejo Edward, curiosamente el menor de los grandes hermanos, se esforzó para preparar a sus hijos y sobrinos para que asumieran el mandato familiar. Fracasó en toda la línea. Los muchachos y las chicas ocupaban las páginas de los diarios y revistas de moda no por su inteligencia sino por su afición a las drogas, el alcohol y los escándalos sexuales. John, el niño travieso que con sus flequillos rubios recorría los pasillos de la Casa Blanca de la mano de su padre o jugaba debajo del escritorio presidencial y se burlaba de Gromyko, murió en una accidente de avión; su primo, Michel, se mató esquiando luego de protagonizar un escándalo de polleras y drogas.
Seguramente no era ese el destino que Joseph Kennedy imaginaba para su familia cuando junto con su esposa se propusieron organizar un clan político que disputara para su familia los más altos cargos políticos de Estados Unidos. Fueron nueve hijos los que trajeron al mundo. El más grande, Joseph, murió en la guerra en 1944. El sucesor fue John, también héroe de guerra. John fue presidente de Estados Unidos pero siempre consideró que el mayor servicio que prestó a la patria fue haber servido en la Marina de Guerra de su país. Era alto, rubio, sonreía con facilidad pero sus ojos celestes, algo agrisados, siempre estaban expectantes.
Fue el que llegó más lejos y lo hizo luchando contra adversarios políticos implacables como fueron Adlai Stevenson y Richard Nixon, pero la lucha más tenaz la libró contra si mismo, contra una salud frágil que se fue deteriorando aceleradamente. No deja de llamar la atención que el presidente que mejor representó la imagen del americano joven, jovial y deportivo haya sido una persona enferma, alguien que durante la mayoría de los días de su vida debió padecer intensos dolores en el cuerpo. Es sorprendente, pero al mismo tiempo revelador. Luchar contra la adversidad manteniendo la gracia, el estilo, es sin duda una encomiable virtud.
La gran puesta en escena montada por los Kennedy le otorgó a Estados Unidos una imagen de vitalidad, optimismo, que sedujo a los americanos y al mundo. Los Kennedy eran encantadores, inteligentes, progresistas, divertidos, informales. La palabra que mejor podría definir su estilo es “excelencia”. Cada uno de sus emprendimientos estaba iluminado por un aura de refinamiento intelectual, calidad política, sensibilidad social. Como dijera una periodista francesa: “se bebían los vientos”. Ellos y todos los que los acompañaban: ministros, colaboradores y secretarios de Estado, integraban la elite intelectual bostoniana, la más exquisita y la más ambiciosa.
El pelo rubio de los Kennedy, ese mechón rebelde caído sobre la frente, fue una marca registrada que luego intentaron emular Carter y Clinton sin el éxito de los creadores. ¿Una impostura? Es probable, pero una impostura genial. Los progresistas militantes eran amigos de McCarthy, los pacifistas autorizaron la invasión a Bahía Cochinos e iniciaron el envío de tropas a Vietnam, el presidente que exhibía la familia perfecta era un mujeriego compulsivo, sin embargo, como dijera el historiador Arthur Schelsinger de John: “brilló cuando vivía y todo el mundo sintió dolor cuando murió”.
El americano medio los amaba. Como dijera Nixon, “cuando me ven a mí descubren su propio rostro, pero cuando lo contemplan a él descubren el rostro que les gustaría tener”. Los conservadores y reaccionarios los odiaban. John Edgar Hoover, el siniestro jefe del FBI, el hombre que se jactaba de conocer la vida íntima de todos, el funcionario que odiaba a los negros y a los comunistas, el que se escandalizaba por las libertades sexuales y que era al mismo tiempo un degenerado moral, sádico y abusador de adolescentes, los odiaba intensamente, con un odio frío, fanático y letal. En una ocasión, furioso porque John se había burlado de él en una conferencia de prensa, exclamó: “Niño bien, intelectual, universitario, comunista…ya me va a conocer”. ¿Incoherente para insultar? Todo lo contrario, pocas veces un reaccionario definió en tan pocas palabras su catecismo político y moral.
John fue asesinado en Dallas en noviembre de 1963, un crimen que los únicos que no creen que fue organizado desde el poder son justamente quienes lo investigaron oficialmente, es decir la “Comisión Warren” para quien Lee Harvey Oswald fue un loquito solitario, tan solitario como el célebre John Wilkes Booth que un siglo antes asesinara a Abraham Lincoln.
Su hermano menor, Robert, fue asesinado en 1968 por un palestino después de haber ganado las elecciones primarias de California. El menor de todos, Edward, fue el heredero de la dinastía. No le faltaba talento y estampa, pero tampoco una cuota alta de mala suerte. La madrugada del 19 de julio de 1969 venía de una fiesta acompañado de su secretaria que, según se dice, era algo más que una secretaria, cuando perdió el control del auto sobre el puente de Chappacquiddick y cayó al río. El hombre, cuyos hermanos mayores habían sido héroes en la Segunda Guerra Mundial, no tuvo coraje para arrojarse al río y salvar a su secretaria, Mary Jo Kopeckne. A cualquiera le hubieran perdonado ese minuto de debilidad, menos a un Kennedy. Cualquier falta podía permitírsele a un Kennedy, incluida la infidelidad conyugal y el alcoholismo, pero nunca la cobardía moral. Los periódicos lo despedazaron y sus ambiciones presidenciales naufragaron con el auto y la amante. Edward nunca se pudo recuperar de esa tragedia. Creció, ganó en experiencia y sabiduría, pero la sombra de Mary Kopeckne lo acompañó como una pesadilla hasta el último día.
A pesar de ello, fue un legítimo titular de la dinastía, el jefe político de un clan cada vez más amplio y más vulnerable. Los “chicos” no supieron estar de acuerdo con las expectativas de sus mayores. Muchos los condenaron por esa falta, pero habría que preguntarse hasta dónde es justa esa condena, hasta dónde es legítimo que un clan se suceda de generación en generación como si fuera una casa monárquica. Seguramente esa tercera generación se sintió agobiada por cargar con responsabilidades y honores en los que nunca creyeron. A ningún heredero le resulta grato cargar con un pesado mandato familiar. A esos chicos desde su más tierna infancia los educaron para que recitaran de memoria las hazañas de sus tíos y padres. Todos crecieron sabiendo que debían dedicarse a la política. Es muy probable que la mayoría se haya rebelado, se haya sentido harta de tantas presiones y exigencias. ¿Decadencia? Probablemente, pero, ¿acaso les quedaba otra alternativa? ¿Alguien se preguntó en serio sobre lo que significa lidiar con la mochila de un apellido en el que todos tienen los ojos puestos?
Claro que para quienes vivimos con pasión los acontecimientos de la segunda mitad del siglo veinte nos hubiera gustado disfrutar de un nuevo Kennedy, de un Kennedy que le hablara al mundo con el lenguaje de la inteligencia como lo hacía John; o que defendiera los derechos de los negros como lo hacía Robert; o que fustigara a las dictaduras militares de América latina como lo hacía Edward. Lamentablemente esa ilusión no pudo realizarse. La vida una vez más se encargó de disiparla y tal vez está bien que así sea. Los Kennedy fueron, después de todo, una gran ilusión del siglo veinte, nada más y nada menos que eso.