El Flecha

Se desplazaba con la elegancia de un felino. Era delgado y las líneas de su cuerpo estaban trazadas con una increíble perfección. El pelo amarillo, lustroso, suave al tacto. Verlo correr era una fiesta. O cuando se paraba en la puerta de casa, mirando quién sabe qué punto misterioso del infinito. O cuando se extendía debajo de los ligustros con esa displicencia, con ese encantador splint que los hombres más exigentes hubieran envidiado.

Lo recuerdo en las siestas calurosas de verano, recostado sobre el piso de tierra con ese aire tal que quienes no lo conocían podían confundir con el desgano. Allí estaba, iluminando con su presencia la vulgaridad del paisaje, atento como un centinela cosaco.

Aún guardo la foto que registra el momento exacto en que está saltando un alambrado. Nunca vi semejante maravilla de precisión y equilibrio. Desde el hocico a la cola, todo estaba distribuido para provocar el milagro: el hocico apuntando hacia el horizonte, levemente elevado; el vigoroso perfil de la cabeza, la línea tensa del cuello, el cuerpo extendido como si fuera una flecha y como si una brisa secreta lo estuviera sosteniendo en el aire.

Les estoy hablando de mi perro, del Flecha, un galgo nacido en La Rioja, y vaya uno a saber por qué capricho de los dioses llegó un día a los campos de Entre Ríos, en esa zona conocida como Selva de Montiel, a esa casa de rusos alemanes generosos y hospitalarios, a los que mi padre visitaba en verano.

No fue el perro faldero de la casa, ni el juguete del chico malcriado. El Flecha se crió en el campo, y yo lo visitaba en enero y febrero. Recuerdo que llegábamos en sulky a las casas y lo primero que hacía era preguntar por el Flecha.

Mientras evoco esas imágenes, con la yema de los dedos recorro mi mejilla derecha y los dedos se detienen en esa pequeña cicatriz que me acompañará para toda la vida. El fue su autor. Mis padres no lo creen y mis amigos tampoco: entonces yo tenía dos años, pero les aseguro que me acuerdo de esa mañana en que me puse molesto y el Flecha puso las cosas en su lugar con una mordida breve y cortante, el coscorrón de un amigo mayor a un chiquilín molesto.

Por supuesto que mis padres no pensaron lo mismo cuando vieron a su hijo llorando y con la marca de los colmillos en la cara. Sin embargo, yo estoy convencido de que el Flecha hizo lo que correspondía, y lo hizo sin extralimitarse, con la sobriedad y la precisión que la circunstancia exigía. En el campo están los perros ladradores y los perros serios. El Flecha era de los serios. Nadie lo vio ladrar en su vida, pero todos contemplaban maravillados el espectáculo del perro arriando las ovejas o las vacas, haciendo el trabajo de dos a tres peones sin pedir a cambio otra cosa que su ración diaria de comida.

Yo ya era casi un adolescente y seguía fascinado con el Flecha. Extraña relación, curiosa amistad con alguien que nunca se dejó acariciar y cuya única muestra de reconocimiento era el brillo secreto de su mirada que sólo yo percibía. Mis padres no pensaban lo mismo, pero a su manera lo respetaban. Yo no recuerdo la escena, pero mi madre jura que fue verdadera.

Ocurrió en una de esas siestas calientes de verano. Yo estaba jugando en el patio. Los mayores disfrutaban de la sobremesa en la galería. En algún momento mi madre salió al patio para ver al nene y entonces nos vio: el perro, el niño y, al costado del niño, la yarará. El único que parecía ignorar el peligro era el chico. Mi madre dice que se quedó paralizada. Lo demás se resolvió en un segundo o en menos de un segundo: la yarará se lanzó sobre el perro, veloz y certera; el Flecha la esquivó con un movimiento mínimo y antes de que la víbora se diera cuenta de lo que había pasado ya estaba muerta.

Desde ese momento, el perro recuperó la estima de mis padres. Con las exageraciones del caso, mi madre dice hasta el día de hoy que esa siesta el perro me salvó la vida. El Flecha por supuesto no aceptó recompensas ni admitió caricias.

El era así: mataba a las víboras a la carrera y degollaba a los perros que lo fastidiaban con una precisión que estremecía. Mientras estuvo entero, ningún perro extraño podía pasar por el patio en donde él era rey y señor. A los cuzcos y ladradores los miraba con desprecio o no les prestaba atención, pero los forasteros sabían que con él no se jugaba.

La historia concluye una noche de verano. La fiesta en las casas. Sulkys, volantas y camionetas de todos lados. La música en las galerías iluminadas por los soles de noche y las voces de los hombres y las mujeres. En el patio, en la oscuridad, la perrada acompañando a sus amos. De pronto el alboroto y los ladridos. Cuando los hombres llegaron, el Flecha agonizaba. A su lado había dos perros muertos y más allá, en la oscuridad, brillaban los ojos de los asesinos.

Murió como había vivido: sin dar ni pedir cuartel, sin perder el estilo y sin admitir ayuda. Estaba viejo y cansado, lo sabía y la noticia no lo alegraba, pero no estaba dispuesto a permitir que otros perros le faltasen el respeto. Peleó solo contra la jauría y se llevó a dos o tres en el viaje sin retorno.

Cuando me contaron su final yo ya era un adolescente, pero nunca hasta ese momento había llorado tanto por la muerte de alguien. Pasaron los años, pasaron muchas cosas por mi vida, pero cada vez que miro mi cicatriz, entrecierro los ojos y a través de la niebla lo veo al Flecha correr entre los pastizales, altivo, orgulloso; valiente como un mosquetero, distinguido como un marqués, hermoso como un héroe griego.

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