No importa haber dormido mal, haber soportado el calor, los mosquitos, el paso interminable de las horas. No importa despertarse con la boca pastosa, los ojos cansados, el cuerpo dolorido, como si en lugar de haber dormido hubiera estado trabajando en un surco calcinado por el sol.
No importa que de las pesadillas de la noche sólo queden imágenes sueltas, rotas, deshilvanadas; no importa que Juliette Grecó, Marilyn Monroe, James Dean y Humphry Bogart me miren con indiferencia desde sus retratos cargados de sombras y silencios.
No importa que la mañana amenace ser más calurosa que las anteriores. No importa que el agua de la ducha se parezca a un caldo, que la hoja de afeitar no rasure como corresponde, que el tubo de dentífrico esté casi vacío, que se haya terminado la loción para después de afeitarse, que no encuentre un peine digno de ese nombre, que la pastilla de jabón se empeñe en deslizarse por el piso de baldosas celestes.
No importa que el sudor agobie, que el ruidoso ventilador de techo agite un aire espeso, que las cortinas no impidan la invasión prepotente del sol sobre el living. No importa que el calor se haya refugiado en la biblioteca; no importa que no encuentre el libro que estuve leyendo hasta la madrugada, que el escritorio esté cubierto de papeles, libros, hojas sueltas, que la única luz que ilumina la escena provenga de un retrato apoyado sobre el diccionario, que el cenicero esté repleto de puchos apretados.
No importa que no encuentre los fósforos para encender la cocina, que el agua se haya hervido y que el gusto del café sea amargo y metálico. No importa que el primer cigarrillo de la mañana lo haya prendido al revés; no importa que no pueda abrir mi correo electrónico, que suene el teléfono y cuando atiendo con alguna esperanza escuche una voz impersonal que me recuerda que dentro de una semana vence el plazo para pagar el teléfono. No importa que en algún momento suene el timbre y cuando abro la puerta me encuentre con la cara de un vecino que después del saludo del caso me informe que la humedad que llega a su cocina proviene de mi casa.
No importa que cuando me decido a escribir no se me ocurra una palabra interesante, una frase bien tejida, un adjetivo que asombre al sustantivo. No importa que no pueda recordar en dónde leí un texto que me conmovió y que de aquel poema hermoso de Silvina Ocampo sólo recuerde esos versos que dicen: «…Hay que amarte, Buenos Aires, para ser árbol y no morir de miedo…». No importa que mi prosa no esté pulida y limpia como esos textos de Bianco o los poemas de Wilcock o con el estilo terso, elegante y ceñido de Wernicke.
No importa que la ciudad esté calurosa, ardiente, humillada por un sol impiadoso; no importa que la Costanera esté recorrida por hombres malhumorados que salen a la calle a dejarse maltratar por el sol en nombre de la vida sana o de alguna otra tontería por el estilo; no importa que en los semáforos la pobreza cuelgue su rostro macilento debajo de las luces amarillas, rojas y verdes.
No importa que por las calles no haya nadie interesado en contemplar un pedazo de cielo que se asoma por entre la hojarasca de los sauces o a través del juego de luces que exhiben los seibos cuando el sol declina y la tarde suaviza los colores.
No importa que en la peatonal los bares se empeñen en funcionar sin aire acondicionado o invadiendo la intimidad del café con alguna ruidosa orquesta. No importa que algunos de esos dueños nunca puedan atender que en un bar se puede estar muy bien leyendo un diario o conversando en voz baja con un amigo y que, por lo tanto, la música estridente no es necesaria.
No importa -por ahora- que cada vez haya más mendigos en las calles, que la ciudad esté invadida por la pobreza que todos ven pero nadie parece hacer nada por ella. No importa que el jadeo de la ciudad sobre el filo del mediodía sea cada vez más agitado y que a la hora de la siesta las calles del centro parezcan planchas hirvientes.
No importa que en estas jornadas de calor en Santa Fe no haya dónde refugiarse. No importa el cansancio, la sed que no se calma, esa molestia en los ojos que nos ataca a quienes estamos más cómodos en el horario nocturno o en las estaciones de frío. No importa que los vecinos se quejen por la falta de agua, por la luz que se corta en el momento más inoportuno, por ese viento caliente que a veces se levanta como si fuera un remolino breve y endiablado.
No importa la temperatura, los vecinos que se quejan por las humedades, los libros que no encuentro, las palabras que no puedo escribir, los dueños de los bares que ignoran lo que es la ceremonia de un café; no importa ni esto ni aquello, ni lo que ocurre ni lo que ocurrió… y no importa porque hoy a la tarde, casi con la caída del crepúsculo, llegará ella… y entonces nada tendrá importancia porque lo más importante habrá ocurrido.