Nocturno

Fue el viernes pasado. Cuando se cortó la luz, miré la hora y eran las dos de la mañana, cinco minutos más cinco minutos menos, pero eran las dos. Sin aire acondicionado, sin luz, sin heladera, la casa dejaba de ser el territorio acogedor para transformarse en algo parecido a un páramo oscuro y calcinante. Salí a la vereda: las calles del barrio estaban desiertas y la oscuridad parecía extenderse hacia toda la ciudad. Pensé en irme a dormir, pero el calor y los mosquitos me convencieron sobre la imprudencia de mi proyecto.

Por un momento se me ocurrió salir a caminar. Me gusta pasear por la ciudad desierta, recorrer las calles del barrio y explorar otros barrios, pero eran las dos de la mañana, el calor seguía agobiando y el silencio y la oscuridad no invitaban a una caminata contemplativa.

Opté por salir con el auto. El aire acondicionado, la buena música, la posibilidad de desplazarme por toda la ciudad como un observador distante, externo, me parecieron un buen programa. No sé por que pensé que la soledad, esa soledad altiva y austera que uno defiende, exige a veces su precio. Supe que estaba solo y no me pareció digno que un corte de luz, un simple y previsible corte de luz, despertase dudas y temores que creía resueltos.

Salí en dirección a la avenida General Paz. La oscuridad apenas matizada por el resplandor lejano de las estrellas le otorgaba a la ciudad un aire espectral. Frank Sinatra era mi única compañía. A la altura de bulevar, las luces modificaban el panorama, pero la sensación de ciudad abandonada, de ciudad desierta, seguía presente. Tres o cuatro muchachos sentados en uno de los canteros parecían muy entretenidos tomando un porrón; en una estación de servicio dos taxistas conversaban en voz baja; en la esquina de la Universidad una prostituta fumaba y miraba para todos lados, como si tuviera miedo de algo o de alguien.

En avenida Freyre la soledad era absoluta. Pasando General López, la ciudad volvía a oscurecerse y, a la altura del parque Sur, la única luminosidad era la de las estrellas. Comencé a recorrer la avenida a muy baja velocidad, casi a paso de hombre. A mi izquierda, la línea de sombra de la arboleda; a mi derecha, el parque, y más allá el lago, iluminados por una luz espectral y vacilante.

Creo que a ella la vi caminando por la vereda casi a la altura del Centro Cívico. En realidad, lo que alcancé a distinguir fue un vestido blanco, largo y el cabello oscuro que le llegaba casi hasta al cintura. No sé por que se me ocurrió parar el auto y bajarme. Ella iba caminando muy despacio y en su manera de desplazarse, en el movimiento de su cintura y de sus brazos, adiviné algo que me atrajo.

La seguí durante un rato. Todo parecía irreal: la oscuridad, la leve luminosidad del cielo, el silencio y la soledad de la noche. En algún momento, ella dobló hacia la derecha y empezó a caminar en dirección al lago por entre los lapachos, los sauces y los pinos. Yo hice exactamente lo mismo. No sé si se le cayó un pañuelo o lo dejó caer a propósito, lo que sé es que lo recogí y lo guardé en el bolsillo.

Llegó a la orilla del lago sin que pareciera afectarla el barro de su margen. A mí tampoco me preocupó embarrarme los zapatos. No sé por qué me acerqué a ella, no sé si le dije alguna palabra; lo que sé es que, cuando estuve casi a su lado, se dio vuelta como si me hubiera estado esperando. Lo que recuerdo es que su rostro era delgado y pálido y que la leve luz que llegaba del cielo afilaba sus rasgos. Lo que recuerdo es que movió los labios y nunca sabré si lo que vi fue una sonrisa o una mueca. No sé si dijo algo o yo creí escuchar algo. Lo que sé es que extendió la mano como para acariciarme y lo que vi oscilando a la altura de mis ojos fue una garra…

Me desperté transpirando no sé si por el calor o por la pesadilla. La casa estaba a oscuras, pero a los pocos minutos regresó la luz. Pensé en el sueño y hasta pensé en sus posibilidades literarias, pero enseguida algunos detalles me llamaron la atención: el auto estaba estacionado en la puerta de casa y, que yo sepa, su lugar debía ser el garaje. Cuando me acerqué al auto descubrí que mis zapatos estaban embarrados y yo no había salido de casa en todo el día. Algo inquieto metí la mano en el bolsillo para sacar el paquete de cigarrillos, pero no fueron los cigarrillos los que llamaron mi atención, sino un pañuelo blanco, creo que de de seda, muy pero muy parecido al que levanté del suelo cuando ella caminaba hacia el lago.

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