Ceremonia

Juan Angel vive en Colastiné desde hace muchos años; vive solo, alguna vez lo acompañó una mujer, pero por motivos que nunca se supieron ella lo abandonó y, si mal no recuerdo, en una ocasión le dijo a un amigo común que debía haber estado muy loca para haber aceptado vivir con él y que uno de los pocos actos sensatos de su vida fue haberlo dejado.

Juan Angel se jubiló cuando aún no había cumplido los cincuenta años. Después de haber estado dos o tres veces internado, una junta médica decidió pasarlo a retiro y, como a pesar de su estilo un tanto ceremonioso y formal siempre supo mantener un cierto sentido del humor, le dice a los vecinos, cada vez que le preguntan de qué vive, que recibe una jubilación de locura.

La casa en la que vive es lo que se dice modesta, pero tiene una galería amplia y en el extremo hay un asador con dos o tres parrillas de diferentes tamaños y todos los utensilios que hacen falta para asar. En lo que vendría a ser la cocina comedor hay un ventanal que da al patio desde donde se distinguen los árboles y, más allá, el camino que en los días de sol parece una sinuosa cinta que se pierde en la última línea de árboles, cerca del río.

Esa casa hace muchos años fue de su amigo Roque, alguien que hace muchos años fue un personaje de la noche santafesina y que se fue de la ciudad de un día para el otro -sus enemigos dicen que perseguido por los acreedores, pero parece que se fue amenazado por las Tres A, o por lo menos eso fue lo que dijo- y le dejó la casa a Juan Angel que en ese entonces vivía en una pensión de mala muerte ubicada en General López al fondo, cerca de la estación de trenes o de ese lugar que en alguna época había sido la estación de trenes.

Desde entonces a la fecha, Roque vuelve a Santa Fe cada dos o tres años y nunca se quedó más de una semana. Por supuesto que cuando regresa para en lo de Juan Angel y si por él fuera no vería a nadie, pero por un motivo o por otro siempre la noticia de que ha llegado circula entre los amigos y entonces nosotros lo vamos a ver porque Roque, en algún momento fue el maestro o el gurú de muchos de quienes en ese entonces recién estábamos descubriendo que la vida era algo más interesante que despertarse, comer y dormir.

Según dice él mismo, regresa para visitar a un hijo que vive en Paraná, pero nadie tiene constancias de que sea cierto, porque nunca nadie lo vio con ese hijo y nadie supo que alguna vez haya sido padre, aunque en esos temas nunca es conveniente asegurar nada de manera tajante. Lo que sí se sabe es que Roque vivió unos años en Inglaterra, después se instaló en Amsterdam en donde pudo vivir gracias a su condición de exiliado y en la actualidad creo que vive en Lisboa, en donde asegura que van a terminar sus días.

El único contacto que mantiene en Santa Fe es con Juan Angel, un amigo que en realidad no lo fue tanto cuando vivía en Santa Fe pero, por esas cosas de la vida, cuando se fue le dejó la casa y además, según me cuenta Juan Angel, no sólo que se escriben de vez en cuando, sino que en una oportunidad él viajó a Amsterdam a visitarlo con pasajes que lo más probable es que se los haya enviado Roque, porque la jubilación de Juan Angel apenas le alcanza para vivir con lo justo en Colastiné.

Si la noche anterior no se emborrachó, Juan Angel se levanta muy temprano porque dice que a esa hora, a la hora en la que la luz de la madrugada es todavía indecisa y las estrellas brillan en silencio a lo lejos, es cuando más puede producir. La última vez que estuve en su casa -hace de esto dos semanas- llegue a media mañana y estaba terminando de traducir un poema de Manuel Bandeira, un poeta que según él es el más importante de la poesía brasileña, aunque si mal no recuerdo, algo parecido me dijo en otro momento de Drummond de Andrade y, obligado a hacer memoria, también recuerdo, que una noche de enero, que hacía mucho calor y nos habíamos quedado en la galería tomando vino después de haber comido una boga asada, me comentó que el mejor poeta de todos los tiempos era Augusto Federico Schmidt, un elegante y distinguido diplomático conservador que allá lejos y hace tiempo supo ser amigo de Arturo Frondizi.

Esa mañana, repito, lo esperé a que termine de traducir el poema de Bandeira y mientras él trabajaba me dediqué a fumar, cebar mate y mirar algunos borradores de sus propios poemas, una licencia que Juan Angel me permite porque somos amigos y porque sabe que me interesa mucho su poesía y, muy en particular, la que está escribiendo en los últimos tiempos.

A mi modesto juicio la poesía de Juan Angel debe ser una de las más importantes que se está escribiendo en estos momentos en la Argentina; esta verdad la sabemos un puñado de amigos y dos o tres críticos importantes de Buenos Aires y nadie más, tampoco creo que sea necesario que alguien más se entere, en tanto Juan Angel, como yo, creemos que la tarea del poeta no es la de transformarse en un best sellers, sino en escribir y esperar que sean los lectores los que descubran esa obra.

Cuando terminó de hacer lo suyo, nos pusimos a conversar y en algún momento nos fuimos caminando hasta la ruta o, para ser más preciso, hasta la carnicería que está en la ruta, para comprar unas costillas y un par de botellas de vino, porque esa ceremonia -la de recibir a un amigo con un asado y un vino- Juan Angel la respeta desde los tiempos en que Roque vivía en Santa Fe y cada visita era el pretexto para un asado.

Después del asado seguimos conversando en el comedor, rodeados de las artesanías que el mismo fabrica y de la inmensa biblioteca cuyas estanterías ocupan casi toda la pared, pero en algún momento me dijo que lo disculpase pero que iba a ponerse a trabajar, una observación que en el caso de Juan Angel no me molestó para nada, porque sé que la hace de buena fe y en nombre de la poesía, la única pasión a la que Juan Angel le ha sido fiel.

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