Fue en el mes de febrero, es decir, hace apenas cinco meses, y en París hacía frío, mucho frío, como ocurre siempre a esa altura del año. Creo que era un día de semana, pero no estoy seguro. Lo que sé es que estaba nublado, que lloviznaba de a ratos y y que yo estaba con M. haciendo tiempo en un café de Montparnasse, porque a las tres de la tarde nos habíamos citado con Juani en el bar del hotel Meridien, un hotel de cinco estrellas levantado casi al frente del edificio de departamentos donde Juani vivía desde hacía muchos años con su esposa y su hija.
Yo lo había llamado por teléfono a media mañana y, después de los saludos y de todas esas cosas, me había dicho que se estaba recuperando y que podíamos encontrarnos en el Meridien. Me aclaró, para que no me asustara, que era un hotel de lujo, uno de los más caros de París, y que cuando lo visitaban algunos amigos de Helvecia, Rincón o Santa Rosa, los recibía allí y les hacía creer que era el living de su casa y que los mozos, silenciosos y circunspectos, que servían y recorrían las mesas, eran sus esclavos.
Estaba sentado a una mesa en uno de los costados del inmenso bar de ese hotel que se había transformado en su sala de recepción. A decir verdad, lo noté algo avejentado; una boina vasca le protegía la cabeza del frío y, a pesar de que estábamos en un lugar calefaccionado, seguía con la bufanda y el sobretodo. Él ya estaba tomando un café y nosotros pedimos dos cortados.
De lo primero que hablamos fue de eso, de su enfermedad. En realidad, quien habló fue él; nosotros nos limitamos a escucharlo. Nos dijo que efectivamente tenía cáncer, pero que el tratamiento había sido muy bueno y que, si no surgían complicaciones imprevistas, en setiembre estaría en Santa Fe para saludar a los amigos y recibir el doctorado honoris causa de la UNL.
Por supuesto que hablamos de nuestra ciudad, de Santa Fe. Me preguntó por Roberto, por Jorge, por Raúl, por Marilyn. Me entregó unos recortes de diarios para que se los diera precisamente a Raúl. Yo lo escuchaba hablar y me sorprendía su fe. Lo suyo no era una confianza ingenua; el realismo de Juani era descarnado, pero se tenía fe, y a pesar de que durante toda la reunión hablamos de su enfermedad (y eso era una señal de que no se trataba de un resfrío o de una gripe porque, si no, nunca se habría permitido hacer de su estado de salud el centro de la conversación), él creía, estaba seguro de que de esa prueba saldría bien parado.
Mientras lo escuchaba hablar, yo recordaba que hacía unos años, también en París y también en pleno invierno, me había dicho que nadie sabía a ciencia cierta cuándo llegará la hora de morirse. Recuerdo que eso me lo dijo mientras tomábamos unos whiskies en su departamento, acompañados por su esposa y su hija, y un rato antes de que nos fuéramos a cenar a un comedor.
Recuerdo que entonces, en el comedor, me había preguntado por los precios de las casas en Santa Fe y lo que más me había llamado la atención era que parecía interesado en regresar, aunque, en cierto momento, como alguien que supone que habló de más o se tomó licencias que no correspondían, dijo que él nunca regresaría.
Esa misma noche volvimos a su casa y nos quedamos conversando hasta tarde. Su mujer ya se había ido a dormir, pero nosotros seguíamos hablando de amigos comunes, de algunos lugares de Santa Fe, de cierta gente de Rincón, de una pista de baile por avenida Blas Parera. Hacía muchos años, más de treinta, había al lado de esa pista un boliche, y en ese boliche, una mujer, tal vez la hija del patrón, de la que Juani se había enamorado, o creía estar enamorado, y a la que visitaba todos los fines de semana. Se tomaba el «cinco» en la esquina de la cancha de Unión, bajaba cerca del Jockey Club y de allí se iba caminando hasta el boliche.
Y hablamos también del Gordo Z. y de Marcelo, y de un cabaret que funcionaba cerca de la terminal. Y yo lo escuchaba hablar y recordaba que hacía muchos años, más de veinte, Juan Manuel me había prestado su primer libro de cuentos, y yo lo había leído de un tirón, sentado a la mesa de un bar ubicado en al esquina de San Gerónimo y bulevar, fumando y tomando lisos. Después, leí otros libros y todos sus poemas, y entonces, Tomatis, Leto, Pichón Garay, el Gato pasaron a ser protagonistas míticos de la ciudad, de una ciudad que ahora descubría a través de la literatura, a través de las palabras de Juani, del hombre que conversaba conmigo en un departamento de París, en Montparnasse.
En algún momento nos fuimos del hotel Meridien. Recuerdo que M. nos sacó unas fotos y luego yo les saqué algunas a los dos, allí, en la vereda del hotel, en pleno barrio Montparnasse, cerca de la estación de trenes y al frente de su departamento, la casa en la que vivía desde hacía muchos años con su mujer y su hija.
Ahora tengo las fotos en mis manos; él está allí con un libro bajo el brazo, con su gorra vasca y el sobretodo marrón, avejentado pero sonriente. Golpeado por los rigores de la enfermedad, pero entero. Yo estaba convencido de que, efectivamente, para la primavera de este año lo iba a ver por Santa Fe. En ningún momento se me ocurrió que esa tarde sería la última, que esa tarde nos estábamos despidiendo para siempre.
Creo que él tampoco lo imaginó, aunque ahora, recién ahora, advierto su insistencia para sacar las fotos, esas dos fotos que ahora tengo en mis manos, en las que él, en una está conmigo, y en la otra con M., paciente, resignado, aprensivo, ignorando que es una despedida, pero insistiendo en que, por un motivo o por otro, era importante que esas fotos salieran, tal vez porque presentía (no estoy seguro, pero en estos temas nadie lo está) de que era la última vez que se sacaba una foto con dos santafesinos, M. y yo, en París.