La sombra de un beso

Ocurrió hace muchos años, demasiados para mi gusto. De ella recuerdo el pelo castaño, los ojos marrones y ese gesto, esa expresión que se dibujaba en su boca que, según el momento, podía ser de asombro, de miedo o de tristeza. También recuerdo que a veces sus ojos se encendían de alegría y entonces su sonrisa era fresca, traviesa, casi infantil.

Nos conocimos en una vieja casona de 4 de Enero, que ahora fue demolida. Creo que aquella tarde alguien nos presentó; creo que ella estaba con un amigo o algo parecido y yo no sé bien qué estaba haciendo en ese lugar, pero al respecto eso no debería sorprenderme porque en aquellos años yo nunca sabía muy bien por qué hacía determinadas cosas.

Hablamos de las cosas que se hablaban en aquellos años cuando la política y la revolución se conjugaban en el mismo tiempo. Tomábamos mate en el patio, nos reíamos de nuestras propias ocurrencias y, en algún momento, recuerdo que ella contó un cuento de Mario Benedetti. A mí, Benedetti me pareció siempre deplorable, pero no sé por qué un cuento de él contado por ella resultaba interesante o, tal vez, ella era interesante, a pesar de Benedetti.

Esa noche hubo un baile en esa misma casa. En aquel tiempo, a esas reuniones donde el vino barato se mezclaba con las canciones de protesta, se las llamaba «peña». Recuerdo que ella estaba allí; espléndida, divertida, dueña de sus veinte años, de su libertad, de su belleza. Yo estaba, como siempre, cerca de la barra, tomando vino, hablando de bueyes perdidos con los amigos, pero de a ratos la miraba y pensaba que era muy hermosa y muy lejana.

En algún momento, ella se acercó a la barra y entonces nos saludamos. Se rió y me hizo un comentario sobre Benedetti; yo le dije lo que pensaba de Benedetti y se quedó seria. Entonces, para no ofenderla no se me ocurrió nada mejor que regalarle un anillo de plata, un sencillo y casi vulgar anillo de plata. Hasta el día de hoy nunca supe de dónde salió ese anillo y por qué se me ocurrió regalárselo, pero así eran las cosas en aquellos años

Esa noche la fiesta duró hasta tarde. Yo me quedé con los amigos tomando vino en el patio de naranjos; ella se fue con su novio de entonces, aunque después me enteré que ése no era su novio, pero de eso me enteré después y no viene al caso hurgar en intimidades porque, como diría Oscar Wilde, «siempre me gustaron los hombres con futuro y las mujeres con pasado».

Después pasaron muchos años; a veces, fuimos amigos; a veces, no. Creo que en algún momento ella se fue de Santa Fe; creo que se fue a Brasil o a algún lugar parecido; lo cierto es que por muchos años no tuve noticias suyas. Sin embargo, en algunas tardes de otoño, cuando el crepúsculo bañaba con un color lila las aguas de la laguna, me acordaba de ella y ese recuerdo era tibio y suave como un almohadón de plumas y oscilaba en la memoria como oscila la luz del faro sobre las olas de la Setúbal.

Lo demás no importa, lo demás es historia conocida. Basta con saber que hoy a la siesta, mientras dormía o creía que dormía, alguien ingresó al cuarto, se acercó a mi cama y antes de que me despertase me rozó los labios con un beso. Cuando desperté, sentí en los labios el recuerdo del beso. Pensé que había soñado hasta el momento en que vi en la mesa de luz el viejo anillo de platino.

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