Nostalgias

Estacionó el auto sobre calle Mendoza, a mitad de cuadra, casi al frente de donde en otros tiempos hubo un bar donde los santafesinos disfrutaban de la buena cerveza. Caminó en dirección a San Martín; estaba nublado, aunque desde el oeste se percibía una luminosidad que hacía pensar que en algún momento saldría el sol después de casi un semana de días con llovizna y humedad.

Desde la calle -desde Mendoza, se entiende-, distinguía con nitidez el edificio viejo del correo; la mole deteriorada por los años fue alguna vez fue considerado el mejor edificio de la ciudad. Caminó por Mendoza, cruzó la peatonal apenas transitada por algunos madrugadores, pasó ante otros viejos bares que en otros tiempos fueron considerados los más importantes de la ciudad y, después de cruzar otra calle y un cantero y de pasar por el frente de lo que había sido la terminal de ómnibus y ahora no era más que una melancólica playa de estacionamiento, llegó hasta la puerta del correo, una puerta giratoria, enorme, solemne.

Pensó que debía estar algo viejo porque, cada vez que caminaba por la ciudad, recordaba lugares, sitios, esquinas que ahora no estaban, que habían desaparecido; pensó que existía una ciudad real y una ciudad que sólo a él le pertenecía, que sólo para él tenía significado, una ciudad que sobrevivía por debajo o por arriba de esa realidad cotidiana, de aquello que por comodidad podría llamarse la ciudad real.

En el correo tuvo la sensación de caminar por un edificio fantasma. Un empleado de ésos que un lunes por la mañana están de mal humor, como suele estar la mayoría de los empleados públicos del mundo un lunes por la mañana, no tanto porque no les gusta el trabajo que hacen, como que no les gusta la vida que llevan, la vida que eligieron o la vida que, sin proponérselo, ya es la suya y ya no existen demasiados motivos ni muchas ganas para cambiarla.

Le entregaron una encomienda y supo enseguida, antes de abrirla, que eran libros y que a esos libros los mandaba ella desde Buenos Aires. Caminó por la vereda ancha del correo, cruzó la plazoleta y se dirigió al bar que está entre la peatonal y la cortada.

Siempre le gustaron los bares con poca gente, con mesas marrones y sillas sólidas; siempre prefirió la penumbra del bar y recordó haber leído, no hacía muchos días, que a una mujer hay que conquistarla en un bar con poca gente. Y, entonces, le vino a la memoria un bar de Buenos Aires, un bar de calle Florida, Richmond, para ser más preciso, un viernes por la tarde, cuando estuvo con ella y hablaron de bueyes perdidos porque en estos casos lo que importaba no era hablar, sino estar juntos, mirarse, descubrirse y saber que lo más importante no estaba en el bar, sino en el lugar adonde irían luego, más tarde.

Se acomodó en una mesa al lado de la ventana. Disfrutó de la soledad y del silencio, porque desde siempre consideró que un bar que merece ese nombre se distingue por la penumbra, por la luz que llega discreta desde algún lugar, y por el silencio. Recordó que en una oportunidad había conversado con un viejo amigo acerca de la imposibilidad de estar en un bar desde que los televisores y los partidos de fútbol ganaron el centro de la escena. El bar necesita de la discreción, sostuvo, entonces, no del bullicio o de los gritos que rompen ese clima confidente, necesario no sólo para estar con una mujer, sino también para compartir momentos con un amigo, o para estar sencillamente solo, con un libro, con un diario o simplemente mirando la calle, observando como un francotirador o algo parecido el movimiento de la calle a esa hora de la mañana, a esa hora de un lunes nublado de junio.

Le pidió al mozo un cortado y se dispuso a mirar los libros recibidos. Abrió un sobre blanco con la letra de ella y vio una foto de Simone de Beauvoir tomada en 1978. Simone está sentada a la mesa de un bar; su expresión es triste o, tal vez, cansada. Aún no se ha muerto Sartre, pero ella sabe que no falta mucho para la ceremonia del adiós. En un primer plano, lo que se distingue es una botella de cerveza y dos vasos, lo que permitiría pensar, al primer golpe de vista, que no está sola.

Las manos están como encimadas y apoyadas en unas hojas blancas que apenas se distinguen y que muy bien podrían confundirse con una servilleta; arriba de las hojas, entre las hojas y la mano, se distingue una lapicera, lo que permite pensar que al momento de la fotografía estaba escribiendo, si bien esa hipótesis no se conciliaría con el otro vaso a medio llenar que está a la derecha; aunque, si se presta más atención a la foto, puede advertirse que el otro vaso es más pequeño y puede que, en lugar de cerveza, esté lleno con agua, con lo que podría aceptarse la idea de que al momento de tomarse la foto Simone estaba sola escribiendo en un bar; que, si la penumbra que oficia de telón de fondo en la foto no fuera tan cerrada, ese bar muy bien podría ser Les Deux Magots, el bar donde hace unos meses él estuvo con ella un sábado por la tarde nublado y lluvioso, muy parecido, si se quiere, a este lunes en el que él está sentado a la mesa de un bar ubicado en la esquina de la peatonal y la cortada mirando la foto de Simone de Beauvoir y acordándose de ella.

En la encomienda hay dos libros. Son los que él quiere leer desde hace unos meses pero no los encuentra en las librerías de la ciudad. El autor es un alemán que vive en Inglaterra desde hace años y se llama W.G. Sebald. Los dos libros tienen la correspondiente dedicatoria de ella y él mira durante un rato la tapa amarilla de uno y la tapa oscura del otro pensando que a la siesta iniciará la lectura de uno de ellos, pero pensando que sería deseable -ésa es la palabra- compartir la lectura con ella, un deseo que él sabe imposible, razón por la cual toma el teléfono celular. Cuando escucha la voz de ella llama al mozo y pide otro cortado.

 



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