Del menemismo al kirchnerismo

Tal vez el mejor indicio para indagar acerca de los vasos comunicantes entre menenismo y kirchnerismo lo haya brindado Carlos Vladimiro Corach, cuando dijo con su proverbial desenvoltura que si Kirchner hubiera ganado las elecciones en 1989 habría hecho lo mismo que Menem y, si en 2003 Menem hubiera llegado al poder, no hubiese vacilado en presentarse como un abanderado de la causa nacional y popular y un defensor insobornable de la causa de los derechos humanos.

A ninguno de los dos, Carlos Saúl y Néstor, les hubiera costado demasiado identificarse con una posición u otra. Para ambos, se trataba de ser prácticos, de adivinar, olfatear o percibir el signo de los tiempos y adecuarse en consecuencia. Esa maleabilidad ante los acontecimientos, ese talento para adecuarse sin culpas a posiciones antagónicas o diferentes a las que sostuvieron en otro momento, puede atribuírselas a una virtud personal, pero también es legítimo interpretarla como una condición ideológica, condición que en particular distingue al peronismo.

En efecto, sólo en el peronismo se registran y son posibles decisiones políticas que en cualquier otra fuerza provocarían escisiones irreparables. Sólo en el peronismo se puede ser, sin culpas ni remordimientos, clerical y anticlerical, de derecha y de izquierda, conservador y progresista, liberal y estatista, reaccionario y revolucionario, víctima y verdugo. Esa singular versatilidad no tiene que ver con el pluralismo, la tolerancia y la amplitud ideológica, sino con una cínica vocación de poder, una suerte de todo vale a la hora de someterse al becerro de oro del poder.

Menem llegó al poder después del derrumbe del Muro de Berlín y el colapso hiperinflacionario que precipitó la renuncia de Raúl Alfonsín. Su conversión al neoliberalismo fue una consecuencia y una exigencia de la gobernabilidad. Kirchner asumió la presidencia luego de la crisis de 2001 en un país incendiado por las manifestaciones piqueteras, una escandalosa transferencia de ingresos en perjuicio de los sectores más débiles de la economía, los reclamos para que se vayan todos y una fenomenal crisis de autoridad política.

A favor de Menem, podría decirse que en 1989 no disponía de margen para ensayar otra cosa. Lo hizo a su manera, con corrupción y banalización política y cultural, pero no le fue mal. O por lo menos no le fue tan mal. Tuvo el tino de contar con algunos colaboradores brillantes que le permitieron transitar por un territorio que parecía desconocer la propia identidad peronista. Durante diez años ganó elecciones y cosechó adhesiones populares, incluidas las adhesiones de quienes fueron considerados los enemigos históricos del peronismo.

A Kirchner, tampoco le quedaban muchas alternativas en 2003. Y dispuso de la habilidad y la inspiración necesarias para aprovecharlas al máximo. Los argentinos reclamaban en esos tiempos un presidente con autoridad, y Kirchner sabía mucho de esos temas. También se exigía una respuesta al endeudamiento y la solución que urdió en su momento no sé si fue justa, pero fue ingeniosa. Sin creer en nada, se lució impulsando la constitución de una Corte Suprema de Justicia que no necesitaba ser de lujo para brillar por contraste con el adefesio montado por el menemismo. Por último, el golpe de gracia lo dio con los derechos humanos, presentándose como el político que por primera vez desde 1983 se ocupaba de un tema al que todos sus predecesores habían ignorado o evadido. Ni la Conadep, ni el juicio a las Juntas militares significaban algo para este político decidido a aprovechar las necesidades de la coyuntura a fin de quedarse con todos los atributos de una causa que, para él, hasta ese momento no había representado nada.

A Menem lo favorecieron las privatizaciones y en particular los recursos que éstas le brindaron. Contó para ello con el asesoramiento y en algún tramo la conducción de un economista controvertido pero brillante como Domingo Cavallo. Con las diferencias del caso, a Kirchner lo favoreció una excepcional coyuntura económica. Y con las diferencias del caso, podría decirse que Lavagna fue a Kirchner lo que Cavallo a Menem.

Menem liberal, Kirchner nacional y popular. Y cada uno lo fue sin renunciar a su identidad peronista; es más, sometiendo al peronismo a su voluntad. ¿Es necesario decir que el supuesto liberalismo de Menem y la imaginaria militancia nacional y popular de Kirchner fueron más decisiones oportunistas que reales convicciones? ¿Importa señalar que ni uno ni otro creyeron demasiado en estos paradigmas? Y si efectivamente creyeron, siempre fue muchísimo más importante para ellos la cuestión del poder, del ejercicio efectivo del poder, concebido además como aventura personal y familiar.

Al menemismo no le fue mal, pero no terminó bien. Menem en la actualidad es casi un paria de la política y si alguna modesta relevancia adquirió en los últimos tiempos fue más por reacción al kirchnerismo que por reconocimiento de sus inexistentes virtudes. A los Kirchner, tampoco les fue mal en estos doce años, pero a juzgar por las noticias no sería arriesgado opinar un final no muy diferente al de Menem.

En lo personal, Menem y Kirchner no se parecen en nada. Sin embargo, hay una identidad que los reconoce: la concepción del poder. No es un detalle, un capítulo menor de sus biografías políticas una obviedad al estilo “todo político se relaciona con el poder”. En el caso que nos ocupa, el poder es una pasión exclusiva y excluyente. Es su única verdad y a ella se subordinan todas las demás consideraciones.

La sed de poder explica la adhesión incondicional al liberalismo o a la causa nacional y popular; la sed de poder explica la concentración de todos sus atributos en sus personas; la sed de poder es la clave para entender cada una de sus decisiones políticas, llámese reforma constitucional, derechos humanos, planes sociales; la sed de poder explica sus aciertos y sus decisiones más desafortunadas.

La convertibilidad programada por Cavallo no fue una decisión desafortunada; por el contrario, podría pensarse como la respuesta posible del capitalismo argentino a las exigencias de la globalización económica y financiera. Si fracasó y se agotó no es porque ése fuera su inevitable destino sino porque Menem decidió sostener su reelección y luego su rereelección, iniciativas que exigían la dilapidación de recursos.

Kirchner, en sus inicios, también se propuso ser sensato. Se jactaba de haber estudiado economía como autodidacta para evitar ser manipulado por un ministro. Sin embargo, tuvo el tino de apoyarse primero en Lavagna; y luego, prometiendo respetar cierta racionalidad económica, los famosos “gemelos” que dieron tanto que hablar. Todo muy lindo en los papeles, salvo un detalle decisivo: los Kirchner pretendían quedarse en el poder hasta el fin de los tiempos. Esa pretensión exigía plata, mucha plata, comprar conciencias y comprar voluntades en una escala multimillonaria. Y no hay racionalidad económica ni gestión pública ordenada, con semejante desmesura.

A los Kirchner, los traicionó el destino llevándoselo a Néstor al país de las sombras. Pero Ella incentivó esa pasión hasta más allá del límite. Como Menem, pretendió la re-reelección pero fracasó en toda la línea. Como Menem, dispuso de la habilidad o la astucia de entregar el poder antes de que le explotara en las manos. Virtud o vicio. Ambos le entregaron a sus sucesores la bomba de tiempo.

El otro lazo que une a unos y otros es la corrupción. Ambos, los Menem y los Kircnner, fueron corruptos sin escrúpulos y sin culpas. Podrá registrase alguna diferencia en el estilo de corromper o de robar; pero en lo fundamental, la pasión por corromper y corromperse fue su rasgo más distintivo. Ambos cedieron a la sensualidad del poder en sus versiones más frívolas y casquivanas. Fueron egoístas, mezquinos y miserables. Carecieron de estilo, grandeza y, por supuesto, patriotismo. El destino no fue injusto con ellos: a ambos les asignó el lugar de los canallas. Podrán ampararse en fueros, en chicanas jurídicas, en maniobras leguleyas, pero se hace muy difícil, por o decir imposible, desconocer lo obvio.

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