Donald Trump puede ser el nuevo presidente de Estados Unidos. No digo que lo será, digo que puede serlo. Los tiempos verbales en política suelen ser decisivos. Por lo pronto, el hombre ya es el candidato del Partido Republicano. Sus rivales, John Kasich, Marco Rubio y Ted Cruz fueron quedando a un costado del camino. Unos antes otros después. También quedaron fuera de competencia los severos y puntillosos intelectuales republicanos que convocaron a sus afiliados a no votar por Trump.
Picardías de la política. Los más interesados en que Trump sea candidato han sido los sinuosos operadores del Partido Demócrata, expertos en iniciar campañas para condicionar la voluntad del electorado en una u otra dirección; expertos en ventilar secretos de alcoba y de los otros. Los muchachos trabajaron sin pausa a favor de Trump. Gracias a estas abnegadas gestiones nos enteramos de la cantidad de infracciones de tránsito de la esposa de Cruz, los posibles amoríos juveniles de un santón como Rubio o alguna cana al aire de Kasich.
Sencillo. Los demócratas apuestan a que con Trump candidato republicano, Hillary Clinton gana las elecciones de orejita parada. Ojalá no se equivoquen. Como experiencia personal en estos pagos, recuerdo cuando los radicales en el gobierno apostaron por Menem porque suponían que Cafiero era un rival difícil de ganarle y el riojano era un impresentable. Lo lograron. Ganó Menem y después los radicales lo tuvieron que soportar diez años con reforma constitucional incluida.
Todos suponemos -o nos gusta suponer- que Clinton le ganará a Trump. Es lo que esperamos y deseamos. Dicho esto, advierto lo siguiente: salvo el caso de Obama, en los últimos años la opinión de quienes no somos norteamericanos respecto al resultado de los comicios, no coincidió con el voto mayoritario. Esto quiere decir que a los extranjeros que nos interesamos por la política norteamericana nos cuesta mucho estar en sintonía con lo que piensa esa América profunda que vota por Reagan, Bush padre o hijo o por un candidato como Trump.
En el caso que nos ocupa, Trump da una nueva vuelta de tuerca. Se trata de un candidato que con su impronta, sus desplantes y ocurrencias ha escandalizado a la burocracia política de los republicanos quienes están convencidos que con Trump no les espera otro resultado que la derrota. “El problema de Donald -ha dicho un veterano de las lides políticas republicanas- no son sus ideas sino su falta absoluta de ideas”. ¿Exagera? Más o menos. Después de todo, los Bush tampoco eran unos políticos creativos, sensibles y humanistas pero los dos ganaron, le ganaron con comodidad a los Demócratas más pintados.
¿Por qué Trump? Por muchas razones, pero sobre todo porque los republicanos no dejaron nada sin hacer para promoverlo a pesar de ellos mismos. Por lo pronto, su candidatura pone en crisis la propia legitimidad interna de la burocracia política republicana. También su presencia da cuenta de la crisis de liderazgos y, en particular, de la necesidad de amplias franjas del electorado de elegir la seguridad y desconfiar de la libertad.
Trump, en ese sentido, es una realidad pero también una incógnita. Los Republicanos de la guardia vieja están molestos por su performance pero, sin ánimo de ser beligerante con los perdedores, muy bien podría decirles que se lo merecen, que todos ellos han hecho lo posible y lo imposible para crear las condiciones favorables a la candidatura de Trump. Por oportunismo, por cálculo electoral, por diferenciarse de los Demócratas, todos, de una manera u otra han jugado con fuego. Pues bien, como consecuencia de sus picardías apareció un hombre que se tomó en serio esas consignas y las llevó hasta sus últimas consecuencias.
“No podemos permitir que el partido de Abraham Lincoln tenga un candidato de esta catadura”, dijo Mitt Romney. Él no lo podrá permitir, pero los votantes Republicanos lo permitieron. Para ese norteamericano que mira con hostilidad a los inmigrantes, que desconfía de los negros y de las mujeres desenfadadas, que no le gustan los homosexuales y a quienes cualquier propuesta progresista les pone los pelos de punta, Trump es el candidato que mejor los representa. Los observadores lo acusan de anacrónico. Dicen que expresa el pensamiento y, sobre todo, los prejuicios de aquellos yanquis que consideran que los dueños del país son por destino manifiesto los anglosajones, rubios y protestantes, es decir los Swap, ese linaje que dice provenir de los peregrinos que hace casi cuatro siglos llegaron en el My Flower, con sus ideas religiosas protestantes, su cultura del trabajo, su respeto a la ley, su individualismo acendrado, su visión de la libertad y su culto devoto a la propiedad privada.
¿Hoy los Swap deciden? No estoy del todo seguro. Estados Unidos en la actualidad tiene más de trescientos millones de habitantes, una población integrada por negros, latinos, homosexuales que salen a la calle y defienden sus posiciones, mujeres que intervienen en política y no padecen inhibiciones sexuales, jóvenes transgresores que se casan, se divorcian y de vez en cuando abortan. No, todo pareciera indicar que no hay lugar para los Swap, que los John Wayne han cedido su lugar a los Henry Fonda.
No hay dudas que hoy el modelo Swap es numéricamente minoritario, pero Trump además de Swap es otras cosas más. Es, por ejemplo, un proteccionista, un caudillo que opera con habilidad sobre los miedos, prejuicios y atavismos del norteamericano medio. Será un transgresor, un tipo que rompe con las reglas de juego, un personaje impredecible, pero no es un rara avis. En Estados Unidos, un multimillonario como él siempre es respetado, por buenas y malas razones.
Trump, además de transgresor, es autoritario. Y no lo disimula. Se enoja, insulta a periodistas, mexicanos y mujeres, amenaza con levantar muros y promete que Estados Unidos debe dejar de realizar tareas benéficas en el mundo y ocuparse de sus problemas internos. Dicho con otras palabras, es un populista en toda la línea y a tiempo completo, un populista conservador o de derecha pero populista al fin: vulgar, irracional, demagogo, atávico, antiliberal. Y multimillonario, un empresario exitoso, como le gusta a los populistas.
En noviembre, se sabrá a quién van a elegir los norteamericanos para presidente. Todos pensamos o queremos pensar que Hillary va a ganar, pero la verdad se sabrá cuando cuenten los votos. Por lo pronto, las cuentas no le dan a ella un número favorable. Según los entendidos, Clinton es la peor candidata que presentan los Demócratas en los últimos años. Yo no sería tan concluyente, pero lo que sí es cierto es que Hillary es visualizada por un sector importante de la opinión pública como una representante de la detestada burocracia de Washington, una típica operadora de la política que el norteamericano medio repudia, y una mujer cuya única y exclusiva virtud es la de ser esposa de Bill Clinton.
Esta última imputación, la de esposa de Clinton, habría que ponerla en tela de juicio. Hillary ha demostrado hasta con creces que es una política con vuelo propio. Equivocada o no, su perfil político no proviene de su condición de esposa. Curiosamente, en tiempos en que su marido era presidente, ciertos periodistas la acusaban a ella de ser la que decidía. No, Hillary no es una advenediza o -como los argentinos conocemos porque la hemos padecido- esas mujeres que el populismo instala como candidatas no por sus méritos políticos, sino por sus méritos de cortesana del poder. Esto quiere decir que Hillary no es Cristina; a diferencia de Ella siempre se legitimó en elecciones internas y allí aprendió a ganar y perder, a estar en el llano y a ejercer el poder, a criticar y ser criticada. No, no es Cristina. En todo caso, por estilo político, por concepción del poder, por ese modo de detestar a periodistas, jueces y opositores, Trump está más cerca de nuestro populismo criollo que de la tradicional derecha conservadora y liberal.