La Señora procesada. La causa se llama dólar futuro, pero a la vuelta del camino, no muy lejos de sus habituales lugares de paseo, la esperan otras causas, más visibles, más evidentes, más escandalosas. La Justicia decidirá si va a no a la cárcel. Como a cualquier ciudadana le cabe el principio de presunción de inocencia, pero, si es culpable, como cualquier ciudadana deberá ir a la cárcel, a celdas parecidas a las que ocupan sus amigos, compañeros y socios del alma: Lázaro Báez o Ricardo Jaime.
¿Puede ir presa una presidente? La respuesta se puede elaborar con otra pregunta más breve: ¿Por qué no? No recuerdo quién dijo que no es bueno para un país que una ex presidente esté entre rejas.
Si nos vamos a manejar con abstracciones generales es verdad que no es para enorgullecerse que la persona que en su momento fue elegida por una mayoría vista el uniforme a rayas de los presidiarios. Pero en términos históricos más concretos, muy bien podría decirse que entre la alternativa de asegurarle impunidad a quien cometió actos ilícitos o sancionar como corresponde, es siempre preferible sancionar, es más justo, más digno, más republicano, en definitiva. Dicho con otras palabras: ya es grave que una presidente robe, pero mucho más grave es que además quede impune.
Los argentinos sobre este tema ya tenemos una asignatura pendiente. Se llama Carlos Menem, el presidente peronista de la década del noventa. El hombre que desde hace rato debería estar entre rejas, aunque la complicidad K lo ha impedido. En este caso, no fue una victoria de la democracia que un mandatario corrupto, venal y temerario como Menem esté en libertad protegido por los fueros que sus compañeros peronistas decidieron respetar al pie de la letra.
Perú, en este caso, es un ejemplo aleccionador. Alberto Fujimori está entre rejas y condenado. Él y sus sicarios. Porque a juzgar por la información disponible, Fujimori no tenía ministros o colaboradores, sino sicarios y malandras.
¿Es más fuerte o más débil la democracia peruana porque Fujimori esté preso? Cada uno puede responder a este interrogante con la respuesta que mejor le parezca, pero no creo ser arbitrario si digo que hoy las instituciones de Perú son más sanas y creíbles, y lo son -entre otras cosas- porque fueron capaces de ponerle el cascabel al gato y hacer justicia.
Se dirá que Fujimori no es igual a la Señora. Obvio. Nadie en la vida, no sólo en política, es igual a nadie. Sin embargo, Fujimori y la Señora tienen en común que fueron presidentes y que están imputados por actos ilícitos. El futuro dirá si, además, a esa semejanza le suman el destino carcelario. Después son diferentes, incluso hasta en los delitos que cometieron, pero bueno es advertir, que lo que los une en este caso es más importante que aquello que los diferencia.
Menem tampoco es igual a “la que te dije”. Como le gustaría decir a algunos epígonos, sus relatos son diferentes porque también fueron diferentes los tiempos históricos en los que les tocó actuar.
¿Qué hay en común entre la Comadreja de Anillaco y la Señora? En primer lugar, la identidad peronista y la capacidad que ambos tuvieron para poner durante diez años a todo el peronismo a su servicio. En segundo lugar, el origen: los dos provienen de provincias pobres, atrasadas, provincias en la que ejercieron el poder como pequeños déspotas orientales, ambos habituados a vivir de la coparticipación federal y mantener a sus desgraciados pueblos sumergidos en el atraso y el clientelismo. En tercer lugar, la concepción del poder: neoliberal, uno; nacional y popular, la otra; lo que los conecta no fueron las consignas y las manifestaciones para entusiasmar y engañar incautos, sino la concepción del poder, la íntima convicción de uno y otra que llegaron al poder para quedarse para siempre. En cuarto lugar, la pulsión corrupta, el afán de enriquecerse como jeques árabes o “abogadas exitosas”.
El único problema en la Argentina, está claro, no son los Kirchner. Los K representan el pasado y un país que se estime a sí mismo no puede vivir del pasado o reducir su perspectiva histórica a una mirada anacrónica y melancólica sobre el pasado. Como cualquier país normal, los problemas de la Argentina están en el futuro. Los problemas y las esperanzas. Hoy, el futuro de la Argentina está situado históricamente: el próximo semestre. Y el problema del futuro político es que llega, más tarde o más temprano, pero llega.
Macri ha dicho que en el segundo semestre se reiniciará un ciclo de crecimiento, inversiones, caída de la inflación, empleo y hasta reducción de los precios en las góndolas. Ojalá no se equivoque. En lo personal tengo mis dudas, sobre todo porque en política y en economía, las buenas nuevas no se dan de la noche a la mañana. Lamentablemente, los tiempos de la economía y, especialmente, la percepción acerca de los beneficios no se parecen a los ciclos de los días.
Si alguien cree, o pretende hacer creer, que un día nos vamos a despertar y no habrá más inflación, los empresarios saldrán a la calle a buscar mano de obra y los sueldos van ser cada vez más generosos, se equivoca en toda la línea. Seamos realistas: en el segundo semestre, con suerte y mucho viento a favor pueden empezar a verse algunas tímidas y frágiles señales de recuperación. Esperar más sería tonto y esperar menos sería lamentable. Pero en principio no está de más advertir que no va a haber milagros.
El pasado existe, el futuro llega. Pero la política, tal como la vida, se juega siempre en tiempo presente. Lo que sucede es que pasado y futuro gravitan sobre ese tiempo presente. El futuro, se dice, necesita ajustar cuentas con el pasado, como el pasado se propone advertir al futuro, pero las decisiones se toman todos los días e inevitablemente se conjugan en tiempo presente.
Como esas esfinges de la mitología, la política es un rostro cuyos ojos miran con idéntica pasión, tal vez idéntico escepticismo, hacia las ruinas y escombros del pasado y hacia las cimas, las cimas y sus precipicios, del futuro.
Pasado y futuro se conjugan en el presente. Nos guste o no, estamos condenados o bendecidos para decidir siempre en tiempo presente. La lucha política está condicionada por las sombras del pasado y las luces inciertas del futuro, pero se libra en tiempo presente. En la Argentina, este tiempo presente está cargado de acechanzas e incertidumbres. A medida que el tiempo transcurre, el gobierno se ve sometido a reclamos, protestas y conspiraciones; también a renovadas adhesiones.
El kirchnerismo -pero no sólo el kirchnerismo- le declaró la guerra al gobierno. Incluso se la ha declarado antes de que asuma. Según su relato, Macri representa el retorno de la dictadura, pero para otorgarle a la fantasía más color y calor, Macri sería la encarnación del almirante Rojas, es decir, la Revolución Libertadora con sus fobias, sus afanes de persecución, sus ajustes de cuentas contra el pueblo.
A un relato históricamente arbitrario, muy bien se le podría oponer un relato antagónico de nulo valor histórico pero míticamente tan eficaz como el otro. Planteadas así las cosas y atendiendo a la realidad de un gobierno asediado por sindicalistas millonarios, políticos corruptos, estudiantina alborotada y empresarios insensibles, ¿por qué no identificarlo con el gobierno que entre 1963 y 1966 padeció desde antes de llegar al poder de la abierta y solapada conspiración de quienes en nombre de sus intereses corporativos, sus soterradas ambiciones políticas y sus alienaciones ideológicas no estaban dispuestos a soportar una jefatura progresista, democrática y honrada?
Repito: identificar a este gobierno con la Libertadora históricamente es tan equivocado como identificarlo con el gobierno de Illia. Pero como en estas latitudes, entre la leyenda y la historia los pueblos suelen preferir la leyenda (John Ford), no es desatinado suponer que la disputa simbólica por la identidad se libre entre estos dos mitos seculares de nuestra desasosegada y calamitosa historia política.