Fue el heredero más genuino de Hipólito Yrigoyen. Se parecía a su maestro en sus virtudes y en sus defectos. Austero, sobrio, íntegro, concebía al radicalismo como una religión laica fundada en la conducta. Como su maestro, rehuía la oratoria, practicaba el perfil bajo, el discreto segundo plano, desconfiaba de la exposición mediática y concebía a la política como un apostolado. Como su maestro, la política era su pasión excluyente, la política radical, se entiende. Sus amigos y sus adversarios también le decían el Peludo, los primeros con cariño, los segundos con sorna. Si la cueva de Yrigoyen era su casa de calle Brasil, la cueva de Sabattini era su modesta vivienda de Villa María, la misma que empeñó en una campaña electoral y en la que vivió durante décadas pagando el alquiler.
Su visión de la UCR no era muy diferente a la de Yrigoyen. Creía que el radicalismo era una fuerza regeneradora y democrática y la identificaba con la Nación. Su mirada organicista de la UCR no le impedía reconocer la legitimidad de sus adversarios políticos. Entendía a la UCR como un absoluto pero cuando ejerció el poder nunca persiguió a nadie, nunca intervino un sindicato, jamás declaró el Estado de sitio.
A diferencia de don Hipólito creía en los programas de gobierno y se preocupaba por entender las leyes de la economía. Su propuesta a favor de un modelo económico fundado en la actividad agropecuaria y la industrialización de la economía primaria es original y en más de un punto anticipatoria. A diferencia de don Hipólito era agnóstico y fue el único gobernador que se negó a jurar por Dios y los santos Evangelios. Esa actitud le valió el ataque de los poderosos sectores clericales de Córdoba, sobre todo cuando en la ceremonia de asunción dijo que se comprometía a defender la religión católica, apostólica y romana porque “me lo ordena la Constitución”. Agnóstico y masón, sostenía que un humanismo trascendente es aquel que en términos prácticos enaltece la condición humana.
Sabattini fue un gobernante que demostró que la buena gestión administrativa no está en contradicción con las transformaciones sociales, los emprendimientos económicos y las políticas educativas inclusivas. “Aguas para el norte, caminos para el sur, escuelas en todas partes” fue su consigna de gobierno. Siempre se lo consideró un auténtico representante de los chacareros de la pampa gringa, pero si se presta atención a la gestión de su gobierno, podrá apreciarse que sus miras eran más amplias, como corresponde a los verdaderos estadistas.
Como todo buen radical era levemente anacrónico. Para algunos eso era un defecto, para muchos era una de sus virtudes más encantadoras. No rehuía los desafíos del progreso pero tampoco compraba sin beneficio de inventario las ilusiones de un progreso lineal e indefinido. Desconfiaba de los cantos de sirena de un capitalismo avasallante y deshumanizado y de los vendedores de utopías que pretendían presentar al comunismo como una versión secular del paraíso.
Le tocó vivir un tiempo difícil, un tiempo de crisis, de derrumbe de valores, de guerras y muertes, un tiempo de ensayos totalitarios practicados por una derecha fanática y una izquierda totalitaria. La alternativa a esas encerronas que se practicaban en el mundo era un nacionalismo secular y democrático que tomara distancia del fascismo y del comunismo. En nombre de esas certezas siempre abogó por la paz y cuando el mundo se lanzó a la guerra propuso como su maestro la neutralidad.
Su nacionalismo era sincero y convincente. Era un nacionalismo democrático y pluralista. Don Amadeo era un político que creía en serio en lo que decía y esa fe la percibía la gente. Jamás comulgó con los predicadores de conquistas territoriales y superioridades raciales. El marxismo le resultaba indiferente, un invento extranjero. Repudiaba su materialismo, su antihumanismo y sus afanes autoritarios. No era un intelectual pero sabía de lo que hablaba y sabía lo que quería.
Su sensibilidad popular no la aprendió en los libros. Conocía el mundo de la pobreza porque la frecuentó diariamente como político y médico de campaña. Su consultorio siempre estuvo abierto a la gente pobre. No cobraba honorarios, los pacientes dejaban voluntariamente lo que podían en una urna que estaba en el patio. Su sala de espera era tan austera como él: tres o cuatro sillas y una mesa con revistas. Los gringos chacareros, los criollos de los ranchos, las peonadas, sabían que podían contar con él a cualquier hora y para cualquier emergencia.
Fue el primer político que usó la palabra “descamisado” para referirse a los pobres y reivindicar sus derechos. También fue el primer político que se definió como “el primer trabajador”, mucho antes de que un conocido demagogo lo imitara. No se enfrentó al peronismo en nombre del privilegio sino en nombre de los verdaderos intereses populares. Nunca discutió las bondades de las conquistas laborales, por el contrario las defendió incluso confrontando con algunos de sus correligionarios.
Como los viejos políticos criollos concebía la actividad pública como un servicio. Por su compromiso con la causa radical padeció persecuciones, cárceles y exilios. Nunca nadie lo oyó quejarse por su destino. Afrontó el cautiverio y el peligro con la misma entereza con que asumió las grandes responsabilidades públicas. En ese punto fue un hombre de una pieza. Integro en las buenas y en las malas.
Su austeridad republicana fue proverbial. Su casa era modesta como modesto era su estilo de vida. Por Villa María desfilaban las grandes figuras de la política nacional. El recibía a sus correligionarios en bata o con su sencilla chaqueta de médico. Su estilo era una fiesta para caricaturistas y humoristas. Se hablaba con cariño y a veces con desprecio del “Tano” de Villa María. Se decía que para visitarlo había que atravesar la cortina de peperina. Se fantaseaba acerca de la penumbra de los cuartos de su casa, de sus conversaciones secretas con el espíritu de Yrigoyen.
Muy de vez en cuando salía a caminar por la ciudad. A nadie le negaba el saludo o la palabra. Los vecinos lo veían a la tarde regando las plantas del pequeño jardín. A veces se sentaba en un sillón en la vereda a leer los diarios o a tomar mate. Ese hombre algo robusto, de rasgos nobles y frente despejada había sido el gobernador de la provincia de Córdoba entre 1936 y 1940. Para la mayoría de los historiadores el gobernador más importante del siglo y una de las figuras más importantes de la política nacional de su tiempo.
Sus anécdotas como gobernador honrado son proverbiales. Se levantaba a las cinco de la mañana y recorría las oficinas públicas. Cuando una vez encontró a un pariente suyo ocupando un cargo de planta le exigió que presente la renuncia. “Mientras yo sea gobernador no puede haber dos Sabattini viviendo del presupuesto”. ¡Qué lección para los gobernantes actuales! Almorzaba y cenaba como un monje. Un plato de sopa, dos papas hervidas y un café sin azúcar. El precio: sesenta centavos. “Es lo que puedo permitirme -decía- soy un médico de campaña”.
Cuando concluyó su mandato no se le ocurrió reformar la Constitución para reelegirse. Entregó el gobierno a su sucesor y se volvió a su casa. Le ofrecieron ocupar cargos legislativos pero los rechazó. Prefería predicar desde el llano. No era un ingenuo. Renunciaba a los honores, al boato, pero no a la política. Mientras vivió la UCR controló a la UCR de Córdoba y sus estrategias se proyectaron al orden nacional. Sus seguidores estuvieron a la altura de sus enseñanzas. Se llamaban Santiago del Castillo, Medina Allende, Arturo Illía. “ Por sus frutos lo conoceréis”, dice el Evangelio. Políticos y grupos de poder intentaron seducirlo. Lo tentaron con cargos, prebendas, honores, incluso la vicepresidencia de la Nación. Fracasaron en toda la línea. “Soy tan humilde que no tengo precio”, les decía a sus correligionarios. No exageraba ni mentía. Amadeo Sabattini era incorruptible.