El reciente atentado terrorista perpetrado en el aeropuerto de Estambul, seguramente no tiene nada que ver con el brexit del Reino Unido o con el resultado de las elecciones en España el pasado domingo o con el crecimiento de los populismos, pero una mirada más atenta y no necesariamente conspirativa puede permitirse establecer relaciones visibles e invisibles entre estos diversos acontecimientos.
Por lo pronto, el referéndum británico puso en debate la pertenencia de este país a la Unión Europea, debate que incluye cuestiones económicas y financieras, pero también culturales y políticas, un entramado conflictivo del cual sería un error suponer que solamente afecta a los británicos. Es verdad que el Reino Unido fue uno de los socios más reticentes de la UE y sus principales dirigentes -conservadores, liberales, laboristas- siempre se preocuparon por establecer distancias y afirmar la tradicional independencia británica del resto de Europa; pero no es menos cierto que lo sucedido en el reciente referéndum era previsible y esa previsibilidad acecha a otros miembros de la UE porque, importa saber, la crisis actual es una crisis que va más allá de cuestiones locales y pone en juego la identidad misma de la Unión Europea.
El referéndum del Reino Unido resolvió su separación de la Unión Europea, pero hasta tanto se tramite ese complicado procedimiento, lo que ya está instalado en la opinión pública es el reclamo separatista a través de un referéndum de Escocia no de la Unión Europea sino de Gran Bretaña. A ello se le debe sumar el riesgo cierto del éxodo de los bancos hacia Alemania, por lo que Londres dejaría de ser la segunda plaza financiera del mundo, con todos los perjuicios que ello representa.
Contra las suposiciones más habituales, el impacto del brexit en las elecciones de España provocó reacciones que podrán calificarse de conservadoras, en tanto un porcentaje significativo del electorado decidió a último momento respaldar a los partidos tradicionales en desmedro de la opción populista y de izquierda expresada por Podemos. El miedo a reiterar una experiencia parecida a la del Reino Unido explica esta conducta, un miedo que, dicho sea de paso, parece impregnar también a los propios británicos, muchos de ellos arrepentidos de haber votado una opción que más que una apertura al futuro empieza a ser vivida como un salto al precipicio.
Por lo pronto, políticos e intelectuales ingleses se interrogan acerca de las consecuencias de una decisión y, sobre todo, la pertinencia de convocar a un referéndum para decidir temas de trascendencia que a la hora de decidir exige informaciones que el elector habitual desconoce o percibe a través del cristal empañado de sus prejuicios. La “cultura” del referéndum se transforma así en el recurso preferido de demagogos y oportunistas, un recurso que más que ver con las virtudes de la democracia directa suele ser la alternativa de los manipuladores de turno interesados en reducir la complejidad de lo social a alternativas simplificadas.
Ocurre que más allá de los problemas que afectan a Europa, sus ciudadanos saben que en última instancia todavía tienen mucho para perder y, por lo tanto, no pueden darse el lujo de apostar a soluciones que en lugar de resolver sus actuales dificultades las pueden agravar en toda la línea. De todos modos, la reacción electoral española no puede disimular las reales dificultades, el rechazo que genera la llamada burocracia de Bruselas, las tensiones que provoca el paro, la disconformidad de los jóvenes con un orden político que parece no ofrecer futuro y el drama palpitante, conflictivo que produce la inmigración, drama que impacta principalmente en las clases populares, quienes con los prejuicios del caso estiman que los extranjeros los despojan de sus puestos de trabajo.
Son estas sumas de carencias y temores los que explican la emergencia de los denominados populismos europeos, la mayoría de ellos corridos a la extrema derecha y portadores de un discurso que atiza las diferencias raciales, reclama el retorno a las identidades locales y regionales y coloca en un primer plano como enemigo al integrismo de signo musulmán.
Como observa con su habitual precisión el historiador Loris Zanatta, Europa no tiene retorno al pasado porque los cambios en las sociedades son irreversibles, pero los reclamos por la afirmación de la identidad, de una identidad afianzada en tradiciones, historias comunes y recelos a lo extraño, son cada vez más fuertes y constituyen una realidad que necesariamente habrá que atender antes de que se constituya en el pretexto de los diversos nacionalismos neofascistas para ganar el corazón de las clases populares.
De todos modos, no se deben perder de vista los logros obtenidos por la Unión Europea en materia de crecimiento económico, apertura cultural y, sobre todo, afianzamiento de la paz, porque al respecto se debe tener presente que entre los ideales de los forjadores de la UE estuvo puesto en un primer plano el establecimiento de un acuerdo estratégico entre las grandes potencias de Europa con el objetivo de impedir la emergencia de rivalidades que en el siglo veinte desembocaron en dos guerras mundiales.
Habría que señalar a la hora del balance que entre los objetivos de la Unión Europea -objetivos que en alguna medida se transformaron en logros- merece señalarse la superación de diferencias de larga data como la planteada entre católicos y protestantes o los recelos entre diferentes localismos. Como contrapartida, no se puede perder de vista que el fin de la guerra fría y el propio derrumbe del comunismo representaron un cambio histórico cuyas consecuencias aún no se terminaron de asimilar. Asimismo, la Europa de los Estados de bienestar con sus políticas sociales inclusivas, no ha desaparecido pero ya no es la misma, situación que genera una oleada sucesiva de disconformidades y necesidades a las que el nuevo orden aún no ha encontrado el camino adecuado para satisfacer.
La creación de un espacio económico más amplio que las tradicionales fronteras nacionales, respondió a las necesidades de un capitalismo globalizado y la constitución de un mercado que le permita competir en un mundo en el que los centros de gravitación económica y financiera empezaban a trasladarse desde el Atlántico hacia el Pacífico. Como suele ocurrir en todos los procesos de transformación, los logros obtenidos incluyen inevitablemente perjuicios o la emergencia de nuevos problemas. La Unión Europea no fue ni es la excepción a este principio histórico, pero lo que la sabiduría económica y hasta el sentido común se esfuerzan por destacar es que los problemas vigentes, los graves problemas vigentes, no se resuelven retornando a un pasado o aferrándose a un nacionalismo o localismo tan decadente como reaccionario.
El atentado terrorista y suicida en Estambul, tampoco es ajeno a esta crisis en la medida que Turquía es, por un lado, el más occidental de los países musulmanes pero, al mismo tiempo, es considerada como la barrera natural contra el terrorismo islámico y el refugio de las masas de inmigrantes que huyen de los horrores de la guerra en Siria, el espantajo que aterroriza a amplios sectores de la población europea.
Turquía puede ser la barrera contra los flujos migratorios, pero tal como se presentan los hechos, su situación parece ser más de la una víctima que la de un factor de contención. Asediada por los fanáticos musulmanes y el nacionalismo kurdo, Turquía necesita cada vez más de Europa, pero Europa parece estar cada vez más lejos de ella y, sobre todo, de esa suerte de imán que este desdichado país ejerce sobre diferentes profetas de la violencia.
La “cultura” del referéndum se transforma así en el recurso preferido de demagogos y oportunistas, un recurso que más que ver con las virtudes de la democracia directa suele ser la alternativa de los manipuladores de turno.
Asediada por los fanáticos musulmanes y el nacionalismo kurdo, Turquía necesita cada vez más de Europa, pero Europa