Certezas del presente; incertidumbres del futuro

 

Habría que preguntarse si el gobierno nacional no incurrió en un error de apreciación y en una suerte de pecado de optimismo al anunciar que en el segundo semestre del corriente año adquirirían visibilidad los beneficios de su gestión. El interrogante es apenas un ejercicio intelectual, porque sospecho que ya se sabía que de la noche del 30 de junio a la madrugada del 1 de julio no iban a producirse hechos extraordinarios.

Analistas políticos estiman que fue una torpeza de los operadores oficiales poner fecha a un bienestar económico y social muy difícil de lograr, entre otras cosas, porque en la economía la magia no existe y, además, las percepciones de la sociedad acerca de esos hipotéticos beneficios son diversas. Por lo tanto, a nadie en su sano juicio se le puede ocurrir que de un día para el otro una sociedad sensibilizada por las malas noticias y los consabidos recelos, descubra de pronto que ingresa jubilosa a la estación de la alegría y la felicidad.

El gobierno nacional ha demostrado cierta torpeza a la hora de administrar lo que se denominan políticas comunicacionales, pero corresponde preguntarse si el anuncio acerca de las bondades que nos aguardarían en el segundo semestre fue un error o un eficaz recurso publicitario que le permitió salir del paso en un momento en que los tarifazos, la inflación y las señales de recesión económica parecían imponerse.

La experiencia enseña, por lo pronto, que los serios y a veces inquietantes dilemas de la política no se resuelven con propaganda y consignas emotivas, más allá de los efectos coyunturales que en ciertas circunstancias pueda provocar una publicidad acertada o inspirada. En definitiva, lo que la historia se empeña en aleccionar es que las gestiones de gobierno se resuelven por la vía de la política, y es en el territorio de la sociedad y en el espacio de las instituciones donde la gobernabilidad se juega a diario.

En países con cultura democrática estabilizada no es necesario ingresar al Paraíso de la justicia social para garantizar la gestión, pero en la Argentina, esta verdad merece ser relativizada, sobre todo cuando quien gobierna es una coalición que no dispone de mayorías parlamentarias, ni ejerce un control territorial amplio, y, de paso, su identidad política no es peronista, grave falta en un país donde los peronistas han establecido el principio de que sólo ellos pueden gobernar y que todo presidente que no pertenezca a su signo es algo así como un intruso que debe ser tratado como tal.

Sin embargo, a pesar de todos estos inconvenientes visibles, da la impresión de que la coalición liderada por Macri se las ha sabido ingeniar para superar las dificultades de un gobierno en minoría e intrigar con la habilidad necesaria para fracturar a un peronismo cuyos principales dirigentes realizan esfuerzos denodados para tomar distancia de la pasada gestión, esfuerzos que hasta el momento les permite sobrevivir políticamente con cierta decorosa dignidad, pero no alcanzan para plantearse una estrategia que vaya más allá de los rigores de la actual coyuntura.

Una elemental máxima política enseña que históricamente una minoría bien organizada y con objetivos claros puede imponerse a una mayoría dispersa y sin estrategia efectiva de poder. Traducir este aforismo político a nuestra realidad cotidiana no es sencillo, pero en principio convengamos que Cambiemos hoy dispone de algunas certezas de poder que la oposición peronista carece, salvo que alguien suponga que los delirios obsesivos de personajes como D’Elía, Esteche, Mariotto o Vaca Narvaja sean una alternativa política para la sociedad.

Por el contrario, lo que parece imponerse en la oposición es un peronismo recluido en sus bases de sustentación -gobernadores, intendentes, caciques sindicales- que negocian beneficios y espacios de poder a cambio de apoyar leyes y otorgar cuotas de consenso al gobierno de Cambiemos. Es probable que el peronismo histórico no esté dispuesto a jugar ese rol los próximos años, pero lo que importa entender es que este peronismo no apoya a Cambiemos porque es generoso o porque ha renunciado al poder, sino porque no le queda otra posibilidad, ya que el macrismo se revela como un dispositivo de poder más efectivo de lo que ellos suponían. Y, por otra parte, porque saben que por un tiempo les toca pagar el precio del estropicio dejado por un gobierno al que podrán etiquetar como kirchnerista, pero ninguna de esas argucias lingüísticas podrá disimular que durante sus doce años de gestión contó con el apoyo -en más de un caso incondicional- de todas las estructuras del peronismo.

A veces con impotencia, a veces con resentimiento, dirigentes peronistas consideran que el gobierno de Macri se vale de los recientes episodios de corrupción perpetrados por la gestión K para distraer a la opinión pública de los problemas reales de la sociedad, la mayoría de ellos creados por la administración macrista a la que no vacilan en calificar de gorila, antipopular, neoliberal y otras lindezas por el estilo.

En política, ya se sabe, nadie regala nada, y en los entreveros sociales las faltas de uno suelen ser las virtudes del otro. Si bien el peronismo se esfuerza por presentar a los episodios de corrupción como hechos del pasado que, en el mejor de los casos, deben ser juzgados con la mayor discreción por los jueces; en la sociedad, esta partición entre lo que hicieron los Kirchner y lo que hace Macri no existe como tal o, por lo menos, no existe como el peronismo pretende que se perciba.

Ocurre que hoy la escandalosa corrupción kirchnerista no es una realidad a conjugar en tiempo pasado, motivo por el cual en el imaginario social los escándalos cometidos por las primeras espadas del kirchnerismo son testimonios a repudiar y de los que hay que apartarse lo más rápido posible.

Para el peronismo histórico, la tarea del momento es sobrevivir a los escándalos de sus compañeros K, especulando con algunas alternativas que les brinde el destino, el azar o los propios errores del oficialismo. La especulación incluye, por supuesto, lo que los peronistas más beligerantes califican como la “estrategia helicóptero”, una manera un tanto vulgar -y tal vez un tanto fascista- de referirse al momento del derrumbe político del gobierno presidido por Fernando de la Rúa. La impotencia política y el porte desestabilizador y autoritario se expresa en esta consigna alentada públicamente por una minoría intensa y ruidosa, minoría que se ha juramentado hacer lo posible y lo imposible para desplazar a las leyes de la política por las leyes de la guerra.

Es verdad que las tribulaciones e interrogantes que suscita el presente político se resolverán finalmente en el campo de la economía, pero a esta afirmación convendría relativizarla, ya que si bien en última instancia es la economía la que hace inteligibles los procesos históricos, esta última instancia está mediada por las vicisitudes de la política, la capacidad de un gobierno para manejar las variables que le brinda el poder para asegurar el control social, más allá y más acá de las oscilaciones, a veces leves a veces brutales, de la economía.

El PRO sigue siendo, de todos modos, una esperanza y una incógnita; la posibilidad del inicio de un nuevo ciclo histórico o la recaída en una nueva frustración nacional; el emergente legítimo de una transición escabrosa o el breve paréntesis de una Argentina con un inevitable destino de signo populista. Sus contradicciones, incertidumbres y vacilaciones pueden ser la clave de su fortaleza o el signo de su debilidad: Conservadores por origen y progresistas por necesidad; porteños por nacimiento y práctica política, constituyen al mismo tiempo la administración que más concesiones ha hecho a los reclamos de las provincias; partidarios de los hechos, pero aferrados a las necesidades de la retórica; indiferentes a temas como los derechos humanos, pero comprometidos a sostener una continuidad que probablemente muchos de sus dirigentes en su fuero íntimo rechazan; liberales o neoliberales por convicción y perfil de clase, pero desarrollistas y proteccionistas por conveniencia política; descreídos de la política tradicional pero involucrados de lleno en los avatares, enredos e intrigas de la política…

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