Theresa May, ¿la nueva Margaret Thatcher?

Theresa May, será a partir de este miércoles la nueva primera ministra del Reino Unido de Gran Bretaña, la segunda mujer, luego de Margaret Thatcher, que comparte este honor en representación del Partido Conservador, la formación política en la que esta profesora de geografía egresada de Oxford e hija de un pastor anglicano, milita desde su primera juventud, aunque recién en 1997 pudo acceder a la Cámara de Comunes por el distrito de Naidenhead, iniciando así una carrera política en la que le tocó asumir responsabilidades parlamentarias y, a partir de 2010, ministeriales.

La próxima residente en 10 Downing Street tiene en la actualidad sesenta años, se desempeñó hasta hace unos días como ministra del Interior y los periodistas, con su habitual costumbre de establecer semejanzas y parecidos, la comparan con Margaret Thatcher, no sólo por sus condición de mujer, sino por la firmeza de su carácter y sus posiciones conservadoras en las que se combinan con notable maestría el típico tradicionalismo de los tories con convicciones modernizantes, entre las que se incluyen cuestiones ambientales y de género.

Los periodistas no son los exclusivos responsables de esta comparación con Thatcher, porque los biógrafos de May aseguran que ella misma se ocupó en alentar esta comparación, y al respecto todos recuerdan que cuando asumió -de esto hace casi veinte años- como diputada, lo hizo vestida con el clásico vestuario de su antecesora, detalle que luego confirmó, para disipar dudas al respecto, declarándose admiradora de Thatcher, apellido al que luego agregó el de Ángela Merkel, la enérgica y severa política conservadora de Alemania.

May -en realidad Theresa Brasier, casada con Philip May en 1980- será la sucesora de David Cameron, luego de que éste anunciara su renuncia como consecuencia de los resultados del brexit, es decir, del referéndum por el cual el Reino Unido decidió -por una diferencia mínima de votos- salir de la Unión Europea. En el camino quedaron candidatos de la talla de David Gove, el alcalde de Londres, el controvertido y carismático Boris Johnson, y su última competidora, Andrea Leadsom, la candidata a la que no se le ocurrió nada mejor que acusar a su rival de no estar en condiciones de ser primera ministra porque no fue madre, una imputación que despertó hacia May insospechadas y masivas solidaridades compasivas.

La renuncia de Johnson a ser el candidato de los conservadores llamó la atención de la opinión pública, porque se trata del dirigente que con más entusiasmo y también con más recursos emocionales y demagógicos, bregó a favor del brexit a contrapelo de la mayoría de los dirigentes del Partido Conservador. Johnson tiene en la actualidad algo más de cincuenta años, fue alcalde de Londres durante dos períodos y se ha destacado por sus actitudes y declaraciones burlonas y en algún punto escandalosas para un conservador típico. Nacido en Nueva York y nacionalizado luego en Gran Bretaña, estudió en Eton, la casa de estudios de donde salieron diecinueve primeros ministros. Johnson advirtió que por ahora declinaba los honores de primer ministro, pero que no renunciaba a seguir prestando servicios a su país y a su partido, una manera elegante de decir que sigue en carrera.

Posiciones parecidas sostuvo el extremista de derecha y dirigente del Ukip, Nigel Farage, quien también con las prevenciones del caso decidió dar por ahora un paso al costado, aunque se ocupó de dejar en claro que lo hacía no porque estuviera arrepentido del brexit, sino porque considera que, por ahora, su tarea estaba cumplida.

Donde los resultados electorales impactaron con fuerza y, para algunos observadores de manera devastadora, fue en el tradicional Partido Laborista, cuyo máximo dirigente, Jeremy Corbyn, está a punto de pasar a cuarteles de invierno impugnado por la mayoría de los dirigentes de su partido que lo responsabilizan de no haber sabido llegar con un discurso atractivo a las tradicionales bases obreras del partido que, como se sabe, mayoritariamente votaron para salir de la UE aterrorizados por la posibilidad de un aluvión inmigratorio -particularmente de Europa del este- pudiera despojarlos de sus empleos.

El brexit también cavó sus propias grietas en la sociedad británica, tal como lo demuestra la polarización entre jóvenes a favor del mantenimiento del país en la UE y los denominados viejos, masivamente inclinados a apoyar la salida de Europa. En ciudades como Londres, o en regiones como Escocia e Irlanda, el brexit fue rechazado, pero no ocurrió lo mismo en las zonas rurales y, para asombro de muchos, en los populosos distritos obreros.

Tal como se manifiestan los hechos, pareciera que el brexit no sólo impactó sobre la opinión pública mundial y particularmente europea, sino que se ha transformado en una suerte de cementerio de aspiraciones políticas, ya que, por un motivo u otro, luego de los comicios, sus principales propagandistas renunciaron o dieron un paso al costado en sus pretensiones, aunque la primera manifestación de contrariedad, e incluso de inquietud, la expresaron muchos de quienes votaron por esta opción, algunos de los cuales hicieron saber su arrepentimiento por haber favorecido una decisión cuyas consecuencias parecen imprevisibles para el Reino Unido.

May, como la mayoría de los políticos conservadores y laboristas, estuvo en contra del brexit, pero por cautela o astucia mantuvo un perfil bajo, motivo por el cual, luego de la polvareda que levantaron los acontecimientos, quedó posicionada como una de las probables sucesoras de Cameron, el hombre que en su momento la llevó al ministerio y que apoyó la mayoría de sus controvertidas decisiones en materia de seguridad y migraciones.

Su posición en contra del brexit no significa que vaya a desconocer la decisión del electorado, aunque todo hace prever que se tomará todo el tiempo que otorgan las leyes para dar curso al proceso de separación de la Unión Europea (UE), un proceso para el que la ley -el famoso artículo cincuenta- contempla un plazo máximo de dos años con posibilidad de renovación, siempre y cuando los veintisiete países miembros así lo consideren.

“El brexit es el brexit”, dijo May, para dejar en claro cuál va a ser su actitud en la materia, una declaración oportuna porque no fueron pocos los que supusieron que atendiendo a su posición a favor de la permanencia del Reino Unido en la UE, ella iba a esforzarse por desconocer este mandato considerándolo, por ejemplo, como no vinculante o deslegitimado por vicios en el propio proceso electoral.

Los acontecimientos hablarán en el futuro, pero lo que ahora resulta imposible de obviar son las consecuencias inmediatas y, en particular, los perjuicios que el brexit le provoca a la economía y las finanzas del Reino Unido, perjuicios que alcanzan también a su institucionalidad, ya que como es de público conocimiento, los principales líderes de Escocia y de Irlanda han manifestado -cada uno con su tono y atendiendo a sus propias reivindicaciones regionales- disidencias con esta decisión.

Desde el punto de vista económico y financiero, el horizonte está cargado de acechanzas e incertidumbres, ya que no son exagerados los pronósticos de quienes afirman que gracias a lo sucedido, Gran Bretaña podría llegar a perder su condición de segunda plaza financiera en el mundo, aunque el síntoma más evidente de los tiempos que se avecinan, lo manifiesta la caída de la libra esterlina y los valores de la bolsa. Como para completar este panorama inquietante, las agencias de riesgo crediticio bajaron la calificación de la deuda soberana y las cámaras empresarias advirtieron que, tal como se presentan los hechos, no les quedará otra alternativa que revisar sus planes de inversión y empleo.

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