Las peripecias de Turquía

VOLANTA: La vuelta al mundo

TÍTULO: Las peripecias de Turquía

FIRMA: Rogelio Alaniz

Hay buenos motivos para suponer que el fracaso de la asonada golpista perpetrada por un puñado de oficiales en Turquía, concluirá fortaleciendo el poder político de Erdogan, quien luego de conjurado el golpe de estado anunció su deseo de restablecer la pena de muerte, mientras que sus primeras decisiones prácticas incluyen despidos de jueces, fiscales y funcionarios, cesantías de alrededor de trece mil empleados públicos y un número indeterminado de presos que, según fuentes confiables, superas los setecientos.

Tan evidente es el fortalecimiento político de Erdogan, que algunos periodistas suspicaces han ensayado la teoría conspirativa del autogolpe, una consigna efectista para referirse a una maniobra política  elaborada desde el poder, consistente en alentar la asonada para luego reprimirla, ajustar cuentas con sus opositores internos y, de paso, presentarse ante la sociedad y la opinión pública internacional como un  héroe de las instituciones y un oportuno vengador de quienes en estos días murieron en la calle  .

Creíble o no, lo cierto es que los mismos que en las jornadas del viernes y el sábado, no vacilaron en pronunciarse a favor del Estado de derecho y en contra de la asonada militar, ahora observan con inquietud las decisiones políticas de un Erdogan cuyas tendencias autoritarias nadie desconoce, como tampoco se ignoran sus pretensiones de concentrar el poder en nombre de la causa del Islam, pero sobre todo en nombre de su propia causa, una pasión que este político manipulador, demagogo y tramposo, cultivó con esmero desde sus inicios políticos como alcalde de la ciudad de Estambul.

Erdogan está muy lejos de ser un republicano, pero no se puede desconocer que la fuente de legitimidad de su poder no proviene de la fortuna o el ascendiente religioso, sino de los votos, de las adhesiones que despierta este político que se ocupa periódicamente en destacar que su infancia fue pobre, que conoció los rigores de la pobreza desde niño y que hasta entrada su adolescencia se ganaba la vida como vendedor callejero, una afirmación que su adversarios aseguran que es por lo menos exagerada, pero que el pueblo llano, los habitantes de los arrabales de las grandes ciudades, le cree al pie de la letra.  

En este contexto, las posibilidades de un giro acelerado hacia el autoritarismo parecen ser tan evidentes que en estos días, y cuando aún en las calles de Ankara y Estambul el clima golpista no se terminó de disipar, los principales dirigentes de la Unión Europea –Merkel y Hollande entre otros- le recordaron a Erdogan que no se puede pretender integrar la UE con leyes como las de la pena de muerte; y que haber conjurado un motín militar no le otorga luz verde para hacer lo que se le dé la gana.

Que los militares  hayan sido derrotados no significa que el poder militar como tal esté derrotado, un poder que incluye el presupuesto más elevado de la nación, sólidas instituciones económicas, educativas y militares y una oficialidad prestigiada socialmente, conectada a través de relaciones familiares y comerciales con el establishment económico y en cuyas filas revistan los hijos de las clases altas, una calificada elite de poder prestigiada por el dinero, las tradiciones y la propia religión islámica.

Se dice, con ciertos fundamentos, que las diferencias entre los militares y Erdogan provienen del supuesto carácter laico de las fuerzas armadas, leales al legado de Ataturk, en tensión con las manifiestas inclinaciones islámicas de Erdogan, una afirmación verdadera en sus líneas más generales, pero que conviene matizar, ya que ni los militares son tan laicos como se dice, ni Erdogan es un fanático islámico, por más que en sus años juveniles haya militado en un partido extremista y que, incluso, haya pasado unas cuantas semanas entre rejas por repartir panfletos convocando a la violencia religiosa.

Si el destino geográfico de Turquía es estar a mitad de camino entre la cultura occidental moderna, ilustrada y laica, y la cultura islámica, tradicionalista e intolerante, algo parecido puede decirse de las ideas y prácticas de sus principales protagonistas: políticos, militares, religiosos y empresarios, todos tironeados por esa contradicción que en la mayoría der los casos la resuelven con sentido pragmático y atendiendo a las relaciones concretas de poder.

Capítulo aparte merece el tratamiento de la resolución der los reclamos autonómicos de los kurdos, reclamos que extienden más allá de la frontera de Turquía, pero que en el orden interno son un  factor periódico de violencia en el que los factores de poder políticos y militares enfrentados en estos días parecen estar de acuerdo en resolver por la vía de la represión.    

Los militares que intentaron tomar el poder no son fanáticos extremistas, seguidores de Hitler, imitadores de Tejero o nostálgicos de algún orden totalitario, como se los intentó presentar ante la opinión pública internacional. Por el contrario, son oficiales con sólida formación  profesional, habituados a las negociaciones con la elite militar y política de la OTAN y funcionarios convencidos desde los tiempos de Ataturk que las fuerzas armadas integran por derecho propio el sistema político y, en consecuencia, están habilitadas para intervenir cuantas veces lo consideren necesario.

En los últimos cuarenta años las fuerzas armadas condicionaron gobiernos y en algunos casos los derrocaron invocando el orden, los intereses de la patria, las tradiciones culturales y religiosas y, en todas las circunstancias, invocando el nombre de Ataturk, el prócer fundador de la Turquía moderna, el militar y político que separó la iglesia del estado, habilitó el voto de la mujer y reemplazó el orden religioso por un orden secular regido por el Código Civil, iniciativas que no le impidieron de todos modos reprimir a sangre y fuego toda disidencia y ser uno de los responsables del genocidio perpetrado contra los armenios.

Erdogan por su parte, ha demostrado ser un político astuto, más inclinado a privilegiar sus intereses de poder que las ideologías o los credos religiosos, una habilidad desarrollada a lo largo de los años y cuyas manifestaciones más eficaces se expresaron por primera vez cuando abandonó el partido islámico para fundar su propio partido político con el que llegó al poder hace más de diez años, lugar en el que se mantiene, ocupando los cargos de primer ministro entre 2004 y 2014 y el de presidente desde esa fecha hasta la actualidad.

Como político, Erdogan ha demostrado ser un maestro del equilibrio entre los diversos factores de poder, un dirigente dueño de un  inusual talento para llegar al corazón de las clases populares con  discursos efectistas, siempre dirigidos a los sentimientos y particularmente a las pasiones religiosas. No exageran quienes afirman que el golpe de estado reciente fue conjurado por la movilización callejera, las manifestaciones de cientos de  miles de personas que más que salir a defender las instituciones de la democracia salieron a defender a Erdogan y a los beneficios sociales que su presidencia les representa.

De todos modos, no conviene exagerar acerca del calor de las adhesiones plebeyas, porque sin el apoyo de un sector decisivo de la elite militar y económica, las manifestaciones callejeras se hubieran visto reducidas a la impotencia, cuando no disueltas por un  poder militar que en Turquía a lo largo de los años ha demostrado que no le hacen asco a la represión, incluso en sus versiones más duras y salvajes.

Lo cierto es que durante unas horas Occidente se mantuvo en vilo porque a nadie se le escapa que una interrupción institucional en Turquía impactaría de una manera negativa en una Europa que todavía no termina de reponerse del Brexit del Reino Unido y del atentado terrorista cometido por un fanático islámico en la ciudad francesa de Niza el pasado 14 de julio, aniversario de la revolución francesa de 1789, dato que seguramente el terrorista suicida tuvo en cuenta a la hora de arremeter con el camión sobre la multitud indefensa.

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