Siempre regreso a la lectura de «Juvenilia», el delicioso libro escrito por Miguel Cané para evocar sus años en el Colegio Nacional de Buenos Aires. En 1962, en la escuela de mi pueblo me relacioné con «Juvenilia» y debo decir que, junto con «Corazón», los «Tres Mosqueteros», «Nuestra Señora de París» y las «Aventuras de Huckleberry Finn», constituyeron los libros de mi adolescencia, mi pequeña biblioteca a la que recurría con una fe y una curiosidad tal vez parecidas a las que iluminan al creyente cuando lee la Biblia para encontrar allí las respuestas a sus dudas y también las esperanzas que la vida cotidiana muchas veces nos niega.
«Juvenilia» fue un libro escrito por Cané cuando ya era un hombre mayor. Es un homenaje a la nostalgia, a una edad perdida para siempre, pero es también un homenaje a la educación de aquellos años y, particularmente, a un docente que, gracias a la memoria de Cané, hemos recuperado del anonimato o del olvido. Me refiero a Amadeo Jacques, el profesor que había llegado de Francia y a quien Bartolomé Mitre había designado director para que reorganizara el Colegio y lo pusiera a la altura de los tiempos.
En homenaje a Cané y a Jacques, una digresión si se me permite. El filósofo peronista José Pablo Feinmann cuestiona que «Juvenilia» haya sido un libro de lectura obligatoria en los colegios secundarios. Se pregunta por qué los mismos que impusieron «Juvenilia» después protestaron porque el peronismo impuso «La razón de mi vida». Como para completar su luminoso razonamiento, Feinmann acusa a Cané y a su libro de ser los responsables de «La noche de los lápices», la matanza por parte de sicarios de la dictadura militar de un grupo de estudiantes secundarios en La Plata. ¿Cómo es posible comparar un libro muy bien escrito con un plagio servil y rastrero? ¿Qué respuesta merece el señor Feinmann? Se me ocurren muchas, pero las resumiría en una exclusiva consideración: sólo a un peronista se le puede ocurrir una reflexión de ese tipo.
Volvamos a lo importante. Para los gobiernos de la segunda mitad del siglo XIX, la educación era una cosa seria. Los mejores recursos se destinaban a ella. La lucha contra la ignorancia era una causa nacional. Se trataba de educar a la elite dirigente, pero el programa alcanzaba a todos. Educar al soberano, como decía Sarmiento, incluía en primer lugar a los sectores populares, los beneficiarios inmediatos del saber. Para 1865, los hijos de los ricos sabían adónde ir a estudiar. Siempre lo habían sabido. Ahora el esfuerzo era asegurar la educación para todos. Y el «para todos» incluía en primer lugar a las clases populares.
Amadeo Jacques en la dirección del Colegio Nacional de Buenos Aires probaba que el gobierno estaba decidido a que los estudiantes se instruyesen con los contenidos más avanzados de su tiempo. Los capítulos más entrañables de «Juvenilia» son los que refieren a la relación de los estudiantes con ese profesor, lúcido, cascarrabias y exigente. Hay un capítulo en donde relata una clase en la que Jacques estaba particularmente inspirado. Los alumnos lo escuchaban como hipnotizados. En cierto momento, sonó la campana. La clase había terminado. Sin embargo, Jacques seguía hablando. Uno de los muchachos se acercó disimuladamente a la puerta y la cerró. Nadie se movió de sus bancos.
Jacques era tan sabio como exigente. Tenía motivos para serlo porque el primero que se exigía era él mismo. Nunca faltó a clase, nunca llegó tarde y, cuando algún profesor faltaba, él se hacía cargo de la clase. Sus arranques de mal humor eran célebres. Pero los alumnos se lo perdonaban. A veces, alguno quedaba con la sangre en el ojo y como consuelo a su individualidad herida decía: «Si no fuera Jacques». Pero, claro, era Jacques.
El capítulo más conmovedor del libro es cuando una mañana los estudiantes están asombrados porque ya es la hora del inicio de las clases y Jacques no ha llegado. De pronto, un alumno trae la noticia: Jacques había muerto. Todos los muchachos se precipitaron hacia la calle, hasta la casa del profesor amado. Uno a uno, en silencio y con los ojos llenos de lágrimas, van a desfilar ante sus restos, ante los restos del hombre que siempre les exigió el máximo, que nunca les hizo concesiones demagógicas y que los respetó como nadie los había respetado hasta entonces.
Leo «Juvenilia», leo esos pasajes, y me pregunto qué nos pasó a los argentinos para que hayamos retrocedido tanto en materia de educación. Me pregunto más de una vez dónde están los Jacques del siglo XXI y dónde están los alumnos que tenía Jacques. También me pregunto dónde están los gobiernos que dieron lugar a que hubiera un Amadeo Jacques o un Colegio Nacional como el que él dirigió.
Alguien dirá que los tiempos cambiaron y que no sólo es imposible retornar al pasado, sino que tampoco es deseable hacerlo. Lo sé. Sin embargo, nadie puede privarme de leer «Juvenilia» y reflexionar sobre lo que pasa con la educación, y en este caso en particular, con la educación media. Es cierto, los tiempos han cambiado, pero esa verdad general a veces no quiere decir nada. En la segunda mitad del siglo XIX, la elite dirigente se preguntó sobre la posibilidad de elaborar un gran proyecto educativo para construir una Nación. La respuesta que dio a ese interrogante fue formidable. La pregunta que nos debemos hacer en los inicios del siglo XXI es si la actual clase dirigente se propone algo parecido en materia educativa. Cada uno tendrá su respuesta. La mía es negativa.
Reivindicar al Colegio Nacional de Jacques no incluye la reivindicación de hábitos disciplinarios de aquellos años, pero sí la valoración de la disciplina. ¿Acaso es necesario decir que no hay educación sin disciplina y no hay educación sin profesores que enseñen y alumnos que aprendan? A la escuela se va a estudiar. La frase suena admonitoria, ha sido desgastada por más de un mediocre, pero no por ello deja de ser verdadera. A la escuela se va a estudiar, como a misa se va a rezar y a un baile se va a bailar. ¿Es tan complicado entenderlo?, ¿es tan difícil aceptar que los que enseñan son los maestros y los que aprenden son los alumnos?
Hay otro libro que acompañó mis años adolescentes. Me refiero a «Corazón», de Edmundo D’Amicis. Allí también se habla de un colegio y de una edad con la ternura de la nostalgia. Pero allí también se habla del estudio, de la disciplina y, sobre todo, de los estímulos a quienes se esforzaban por estudiar más y cumplir con sus obligaciones. En «Juvenilia», como en «Corazón», los jóvenes tienen derechos, pero también tienen deberes. No pretendo que los deberes de antes sean los de ahora, pero no hay ejercicio pleno de la libertad sin una relación difícil, exigente respecto de los alumnos.
Hoy, «Corazón» o «Juvenilia» no podrían escribirse porque no existen la escuela, el docente y los estudiantes que hicieron posibles esos maravillosos libros. Los tiempos han cambiado, claro, pero no estoy seguro de que debamos estar orgullosos de todos los cambios. El panorama de la enseñanza media huele más a decadencia que a progreso. Hay serias razones que la explican, razones que en más de un caso exceden el ámbito educativo y comprometen a la familia y a la sociedad. Todo esto es cierto. Como también es cierto que existen en la Argentina maravillosos recursos humanos. Se trata de convocarlos, pero para ello hacen falta gobiernos decididos y consecuentes, gobiernos que premien la inteligencia y la sabiduría, que tengan ideas de mediano y largo plazo con relación al país que aspiramos a tener. Miro a mi alrededor y no encuentro razones para ser optimista, aunque, como diría Antonio Gramsci, si la inteligencia nos obliga a ser pesimistas, tratemos por lo menos de sostener con la voluntad una mínima cuota de optimismo que le dé sentido a la existencia.