De Donald a Hillary

Que un personaje como Donald Trump sea candidato a presidente de los EE.UU. por uno de los partidos históricos, es un tema que hoy desvela a politólogos, periodistas e intelectuales en general, quienes no terminan de entender cómo es posible que un energúmeno que transforma a John Wayne en un adocenado bailarín de comedias musicales esté a punto de llegar a la Casa Blanca, de la mano del voto popular.

Personalmente, pienso que tan interesante como indagar en los vericuetos de la personalidad de este empresario multimillonario, es interrogarse acerca de por qué millones de norteamericanos están decididos a votar a un candidato que promete el retorno al aislacionismo, reivindica el proteccionismo económico, condena la globalización con la energía de un militante de base del populismo criollo, se define como un ultranacionalista, asegura que si gana la presidencia expulsará a más de diez millones de inmigrantes indocumentados, promete levantar un muro para impedir la entrada de mexicanos, se comporta con las mujeres como un macho cabrío y su concepto acerca del rol de los medios de comunicación en la sociedad no difiere demasiado del de Cristina Kirchner.

Es evidente que algo anda mal en este país para que Trump sea un candidato con chances reales de acceder al poder. Por lo menos eso es lo que piensa o siente un sector mayoritario del denominado voto blanco, particularmente esa clase media y media baja que no se resigna a admitir que un negro o un mexicano vivan mejor que ellos. Esa “Norteamérica profunda” conservadora, racista y violenta hoy encuentra en Trump al candidato que buscaban, el candidato que simplifica las realidades complejas que los exceden, que instala chivos expiatorios a la medida de sus prejuicios y resentimientos y el hombre que reivindica un país fundado en mitos reaccionarios y anacrónicos.

Particularmente, algo anda mal en el histórico Partido Republicano, el mismo que allá lejos y hace tiempo contó entre sus filas a un hombre como Abraham Lincoln; un malestar que se expresó, entre otras cosas, en la renuncia a este partido de, por ejemplo, el brillante periodista conservador, George Will y el historiador especializado en temas de Medio Oriente y discípulo de Bernard Lewis, Daniel Pipes.

En la misma línea, algo anda mal en un partido cuando en la tribuna que anuncia la máxima candidatura, las figuras más relevantes son, por ejemplo, el sheriff del condado de Maricopa, Arizona, Joe Arpaio o un adusto Rudolph Giuliani, mientras que la familia Bush brilló por su ausencia, el gobernador del Estado anfitrión de Ohio, John Kasich, se excusó de estar presente en la convención y Ted Cruz se animó a hablar, pero en ningún momento dijo que los republicanos debían votar por Trump, motivo por el cual fue despedido con una ensordecedora silbatina.

Atendiendo a estos “detalles”, es que más de un observador supone que Hillary Clinton dispone de grandes posibilidades de ganar en las elecciones previstas para noviembre, una especulación previsible, aunque al respecto habría que recordarles a los optimistas que ilusiones parecidas alentaron en su momento los candidatos republicanos, quienes daban por hecho que un personaje como Trump no tenía ninguna chance, especulación que luego la realidad se encargó de desmentir con todas las letras.

Trump se presenta como el abanderado de las viejas y nobles causas norteamericanas supuestamente arriadas por una conspiración de burócratas de Washington, inmigrantes amigos de lo ajeno y políticos que desde hace años no hacen otra cosa que capitular ante China, la Unión Europea y los grandes enemigos de los EE.UU. Trump hoy será resistido por la vieja guardia del Partido Republicano, pero estos veteranos halcones de la política deberán admitir que el empresario es una consecuencia, tal vez indeseable, de sus estrategias políticas de, por lo menos, los últimos veinte años.

¿Es Trump una flor exótica en los jardines republicanos? Está claro que alguna cuota de verdad hay en el bagaje discursivo de este señor que se presenta como la encarnación histórica de su país, pero la sintonía con cierto mal humor político de la coyuntura no descarta que en lo fundamental este caballero esté equivocado o exprese a los sectores más reaccionarios y decadentes de la sociedad.

La insistencia del candidato republicano de presentar un país hundido en la mediocridad, resulta más un recurso publicitario que un dato de la realidad de un país que más allá de sus luces y sombras sigue siendo la primera potencia del mundo, un atributo que incluye poderío militar, poderío económico, poderío intelectual y poderío científico y tecnológico.

En una reciente entrevista, el periodista de New York Times, Thomas Friedman, matizaba esta afirmación diciendo que la clave del “éxito” histórico de EE.UU. fue la educación de vanguardia para todos, al apertura de las fronteras a los inmigrantes que incorporaron cultura del trabajo, el desarrollo de una poderosa infraestructura expresada en carreteras, ferrocarriles, vías aéreas y navegables y un nivel excelente de investigación científica. Sobre la base de ese capital histórico, Friedman admite que en más de un ítem se registran retrocesos o estancamientos, pero al mismo tiempo, todavía el país sigue estando en la vanguardia.

Hechas estas consideraciones, conviene insistir en que no es arbitrario o caprichoso especular con una victoria de Hillary Clinton. A diferencia de Trump, Hillary no sólo exhibe una experiencia excepcional en los vericuetos del poder, sino que en la convención celebrada en Pensilvania, contó con el apoyo de todo el partido, incluyendo la de su principal competidor, el socialista Bernie Sanders, quien como contrapartida logró imponer en la plataforma demócrata muchas de sus reivindicaciones.

Intelectuales, artistas, periodistas, apoyaron a la primera mujer candidata a la Casa Blanca en la historia; pero el respaldo más consistente y emotivo fue el del presidente Barack Obama, quien no vaciló en afirmar que Hillary es por lejos la candidata con más experiencia y recursos intelectuales para aspirar a la presidencia. No exagera. Hillary demostró que, además de primera dama, podía ser una política lúcida, aguerrida, hábil y con una visión realista de las realidades internas y externas del poder.

Según los expertos en imagen, Hillary es calificada por un sector del electorado como una dirigente respaldada por el denominado establishment político, es decir, la burocracia de Washington considerada por los voceros de la América profunda como la bestia negra de la política yanqui. Como suele suceder en política, la virtud, según se mire, puede ser al mismo tiempo el defecto. La pertenencia al núcleo real de la política le otorga a Hillary previsibilidad y perspectiva histórica, atributos de los que Trump carece, pero esa misma pertenencia contamina su imagen con todas las inevitables objeciones y suspicacias que despierta la práctica política y sus visibles e invisibles relaciones con el poder.

Trump precisamente especula con ese costado crítico de Hillary. Y lo hace apoyándose no sólo en las tradiciones conservadoras de su país, sino en los recursos retóricos preferidos por el populismo contemporáneo, al punto de que muchas de sus consignas en nada tienen que envidiar a las agitadas por los líderes populistas europeos como Marine Le Pen, Víktor Orban, Wert Wilders y el previsible Vladimir Putin, un político a quien Trump no vacila en ponderar.

Para América Latina, la victoria de Trump provocaría cambios que no conviene subestimar. El candidato insistió en sus últimas declaraciones con que sus aliados lo serán más allá de la naturaleza del régimen político, lo que traducido a nuestro idioma quiere decir que le dará exactamente lo mismo tratar con sistemas democráticos o dictaduras bananeras, un realismo cínico que de consolidarse significaría desde el punto de vista histórico un retroceso en el campo de las relaciones políticas, salvo que alguien suponga que la defensa del Estado de Derecho y los derechos humanos carecen de relevancia.

 

Esa “Norteamérica profunda” conservadora, racista y violenta hoy encuentra en Trump al

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