El reciente fallo de la Corte Suprema de Justicia podría muy bien ser considerado el hecho político más significativo de los últimos tiempos. La polémica abierta alrededor de las consecuencias del fallo y el ruido y la furia promovidos por quienes sin disimulos alientan la consigna catastrofista de «cuanto peor, mejor» pusieron en un segundo plano la representación real y efectiva del funcionamiento de un sistema político fundado en la división de poderes.
Podrá discutirse la calidad del fallo, sus probables consecuencias económicas y sociales o el mayor o menor perjuicio que le produjo al Gobierno, pero lo que el episodio puso en perspectiva es que por primera vez en muchos años un fallo de la Justicia -en este caso adverso al Gobierno- no era descalificado desde el poder. Para expresarlo en otros términos, el Poder Ejecutivo no desconocía la legitimidad del Poder Judicial.
¿Le importa a la sociedad este «detalle»? Debería importarle. Para la Argentina populista las cuestiones institucionales parecieran estar alejadas de los dolores reales de la gente, pero la experiencia enseña que muchas veces las peripecias escabrosas de la vida cotidiana se deciden en los ámbitos aparentemente lejanos del poder.
¿Podría postularse, por lo tanto, que Cambiemos se propone el desafío de instalar en el sentido común de la sociedad que los temas «abstractos» de la libertad, del ejercicio responsable de los derechos, son bienes culturales prácticos? El futuro tendrá la última palabra, pero por lo pronto es posible sostener que políticamente hablando Cambiemos, más que una certeza, es una posibilidad y seguramente una esperanza puestas en manos de la sociedad.
Es verdad que no es sencillo poner en funcionamiento un Estado devastado por el clientelismo, la corrupción y el saqueo; tampoco se cambian del día a la noche vicios políticos internalizados, mucho menos cuando existe una oposición que, más allá de sus matices, está convencida, con mayor o menor entusiasmo, de que quienes hoy están en la Casa Rosada son intrusos que más tarde o más temprano deberán ser desalojados de un lugar que históricamente no les corresponde.
¿El flamante gobierno podrá concluir con éxito su mandato? Tampoco hay respuesta a este interrogante más allá de los deseos y la voluntad de iniciar una experiencia que por razones de moderación discursiva no sería adecuado calificar de fundacional, pero sí como el esfuerzo político práctico de cumplir con una asignatura pendiente de la democracia. Por lo pronto, los resultados electorales del año pasado alientan un moderado optimismo. Se votó por un cambio o, si se quiere, se votó en contra de un régimen políticamente autoritario y corrupto, culturalmente populista y económicamente irresponsable.
Pro llegó al poder liderando una coalición tal vez más por necesidad que por convicción. Se trata de un partido nuevo, tan nuevo que muy bien podría presentarse como el primer partido del siglo XXI. Hijo de la crisis de 2001, encontró su lugar en la política que, en otros tiempos, hubiéramos catalogado como conservadora y de derecha. ¿Importa decir que estas calificaciones hoy se revelan incapaces para dar cuenta de la naturaleza real de los procesos políticos?
Tal vez en el futuro los intelectuales sistematicen esta experiencia, pero lo cierto es que este estilo de concebir la política se despliega desde percepciones que se proponen achicar la distancia entre gobernantes y gobernados, despojar a la política del faccionalismo y de la retórica anacrónica, recuperar el concepto de administración, los hábitos de eficiencia y gestión, y concebir la política como el arte de la negociación y el acuerdo.
Se trata del tránsito conflictivo, complejo, riesgoso, de un orden autoritario a un orden republicano, de un liderazgo carismático a un liderazgo institucional; se trata de crear las condiciones para hacer funcionar la economía capitalista. ¿Y la teoría? Ya habrá tiempo para eso, aunque a quienes parecen estar tan preocupados por esta mirada práctica de la política habría que recordarles que no fue Macri precisamente el que inventó la consigna «Mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar».
La insistencia en concebir la política como actividad despojada de palabrerías devaluadas se asienta paradójicamente en la convicción, nunca enunciada explícitamente, de la primacía de la política, la certeza de que mientras el poder democrático y la sociedad no acuerden acerca de un conjunto de reglas de juego no hay posibilidad de asegurar el crecimiento, el desarrollo y la inclusión social.
Si la división de poderes funciona, si la relación con las provincias empieza a adquirir el tono federal avasallado en los últimos años, si el clima de libertades se mantiene, hay motivos para suponer -a pesar de las tormentas con sus truenos y relámpagos- que se transita por la buena senda.
A estos datos de la realidad habría que sumarle un hecho que de tan evidente pareciera que no se le presta la debida atención: el poder político no produce miedo, no provoca, no azuza el conflicto. Macri no se cree un Dios infalible, tal vez porque presiente que, como dijo Arturo Illia: «Un país está en problemas cuando su presidente se cree la persona más importante de la nación».
La afirmación de la esperanza incluye un adiós a las utopías. La esperanza se afirma desde la normalidad, la normalidad institucional, política y cotidiana, una normalidad que se extiende hacia el mundo. La presencia de Macri en China se ubica en esa línea, en la decisión de insertar al país en el orden internacional que se está forjando y en las condiciones de la globalización, y halla en el G-20 el espacio institucional que se proyecta hacia los confines del siglo XXI y en el que la Argentina legítimamente aspira a estar presente.
Los argentinos votaron a Macri para que sea su presidente los próximos cuatro años. Ese mandato institucional importa hacerlo realidad más allá de aciertos y errores. El aprendizaje democrático exige, en primer lugar, el aprendizaje de las reglas de juego. Al gobierno se lo puede apoyar o, como dijera don Amadeo Sabattini, galoparle al costado. En todos los casos, importa mirarse en el espejo del pasado reciente para recrear otra cultura política, más austera, más realista, más decente, más humana si se quiere. El orden como prioridad y objetivo, la aspiración legítima de todo gobierno, el orden como condición de los cambios, con la advertencia de que, como muy bien dijera el caballero que cité en su momento, los cambios deberían realizarse «en su medida y armoniosamente».