El G-20, su rol global y el interés argentino

El presidente Mauricio Macri demostró en China que un argentino puede participar de una cumbre del G-20 sin necesidad de hacer con los dedos la señal de la victoria -al estilo Kicillof-; o sin llamar la atención, como lo hiciera la ex presidente, decidida a impresionar a la platea con los costos de sus vestuarios o con su habitual y calculada impuntualidad.

La participación de Macri, que no eludió reclamo y críticas, mereció los elogios de los principales jefes de Estado, satisfechos por una Argentina que regresa al lugar de donde nunca debió salir, un regreso que va más allá de la presencia física y debe ser interpretado como la decisión de un país de integrarse al mundo real aprovechando sus ventajas comparativas y esforzándose por obtener beneficios del ciclo de crecimiento de larga duración que podría favorecer a nuestro país gracias a las nuevas configuraciones internacionales.

El G-20 es una realidad presente que ya dispone de su propia historia. Constituido casi a fines del siglo anterior, comenzó a gravitar en los acontecimientos internacionales a partir de la crisis de 2008, momento en el que sus actores se involucraron de lleno en el estudio, la evaluación y la toma de decisiones en un mundo de cambios acelerados. En realidad, para ser más precisos, históricamente a los orígenes del G-20 hay que rastrearlos en los años setenta y en instituciones como la Trilateral y empresarios e intelectuales que comenzaban a percibir que la Guerra Fría estaba llegando a su fin y se abría al futuro la exigencia de entender y gravitar en el proceso de globalización, acerca del cual es necesario, además, ir previendo sus despliegues y sus consecuencias.

Tal vez el disparador más significativo de lo que estamos hablando, ocurrió luego de la reunión de Richard Nixon con Chou en lai, la estrategia diseñada por Henry Kissinger y conocida con el nombre de “diplomacia del ping pong”. Fue a partir de ese momento que el imperio yanqui comenzó a articular sus relaciones económicas con China, rediseñar sus pequeñas y medianas empresas y transformar a los gigantes de Detroit, un proceso que revolucionó internamente la economía norteamericana y creó nuevas condiciones en el escenario internacional.

El derrumbe de la URSS también impactó en la lógica de los procesos económicos y financieros, no sólo porque representó un triunfo político del capitalismo, sino porque dio inicio a un proceso progresivo cuyo rasgo distintivo fue destinar recursos materiales e intelectuales a investigaciones, en sintonía con una economía competitiva en un mundo razonablemente pacificado.

El G-20, por lo tanto, no debe ser pensado como un equivalente de las Naciones Unidas o la suma de países decididos a defender sus intereses locales o como un bloque de países ricos decididos a sostener sus privilegios. Por el contrario, el rasgo decisivo, lo que distingue y le otorga al G-20 un rol estratégico en el siglo XXI, es ser un emergente genuino de esa nueva realidad que se llama globalización, una realidad cargada de acechanzas y oportunidades, pero por sobre todas las cosas, irreversible.

Alguna vez se dijo que desde los tiempos de Marco Polo o, para no irnos tan lejos, desde que un señor llamado Cristóbal Colón se lanzó con sus tres carabelas a descubrir un camino hacia Oriente y “encontró” de casualidad un continente, las características de la economía o, para ser más preciso, el rasgo distintivo del capitalismo desde sus orígenes, es la globalización, la conquista de un mercado mundial o la internacionalización de las relaciones económicas.

Los Estados nacionales y los mercados nacionales, las divisiones internacionales del trabajo, la constitución del mundo colonial y neocolonial, las revoluciones políticas y científico-tecnológicas, las guerras mundiales y la Guerra Fría, fueron modalidades de un proceso histórico cuyo rumbo es la internacionalización.

Resulta evidente para los observadores que las formidables innovaciones científicas y tecnológicas, el despliegue del capital financiero y la emergencia de los gigantes asiáticos, contribuyeron a acelerar este proceso cuyas idas y venidas y sus inevitables contradicciones no alcanzan a torcer un rumbo histórico de la humanidad que abre un horizonte infinito de posibilidades, con su carga, claro está, de tensiones y zozobras.

A decir verdad, y contemplada desde una perspectiva más amplia, la historia del mundo es la tendencia a la expansión, un proceso que los historiadores datan hace unos setenta mil años con la llegada del homo sapiens a lo que luego se conocerá como Australia, una presencia que da cuenta no sólo de una voluntad viajera y exploratoria en los orígenes mismos de la humanidad, sino que define la propia condición humana a partir de su capacidad intelectual para crear los instrumentos materiales y espirituales que hicieran posible la conquista del mundo.

O, para no irnos tan lejos, muy bien podemos referirnos a los dieciséis mil o veinte mil años que nos separan del momento en el que los primeros cazadores recolectores ingresaron a lo que es hoy América del Norte, proceso que en algunos miles de años se extenderá a la actual Patagonia.

Sin duda que en los últimos trescientos años este proceso se aceleró en forma geométrica, una realidad que percibieron los economistas y políticos más lúcidos de su tiempo, aunque quien la expresó en su momento con más claridad fue Carlos Marx en ese folleto conocido como “El Manifiesto Comunista”, un texto impecablemente escrito, en el que su trascendencia no está tanto la propaganda en favor del comunismo y la dictadura del proletariado, como en la descripción del notable proceso de expansión del capitalismo, su capacidad para trascender las fronteras nacionales. Es un estudio sorprendente por su clarividencia, al punto que más de un observador ha dicho que en realidad lo que Marx describe en ese libro no es el capitalismo de su tiempo sino el capitalismo contemporáneo, con su capital financiero, sus multinacionales, sus innovaciones y su sorprendente capacidad para objetivar las relaciones económicas y revolucionar las relaciones sociales.

El G-20 es un emergente institucional de este proceso histórico. Su propia constitución es un acto consciente de plasmación de esos objetivos. Allí participan los países con las economías más poderosas, pero también aquellos que disponen de grandes reservas energéticas, o que gravitan regionalmente, o que cuentan con mercados significativos. Sus propósitos también están formulados con claridad: reforzar la transparencia y la responsabilidad de controlar los mercados; mejorar las regulaciones; promover la integridad de los mercados financieros; reforzar la cooperación y coordinación y reformar las instituciones financieras. Se trata, en definitiva, de disponer de una masa crítica que atienda las nuevas relaciones históricas y que se haga cargo de ellas.

La Argentina ocupa legítimamente su lugar, un espacio que no proviene de la concesión graciosa o de algún acuerdo pampa en la trastienda, sino del reconocimiento de nuestra gravitación regional y el rol de país proveedor de alimentos, una oportunidad que, con las diferencias del caso, no es muy diferente a la que supimos conquistar después de la batalla de Pavón y que dio lugar a setenta años de prosperidad sostenida e instalar a un país -que para mediados del siglo XIX había sido calificado como un desierto- en una de las principales economías del mundo.

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