El maridaje de la izquierda con la corrupción

Tal vez uno de los datos culturales más significativos del siglo XXI es la admisión de que la izquierda es corrupta. Los acontecimientos de Brasil y Venezuela, las escabrosidades de Michelle Bachelet en Chile, las denuncias nunca desmentidas acerca de la constitución de las Farc como el tercer cártel mundial del narcotráfico e incluso los bochornosos y pantagruélicos episodios de corrupción perpetrados por el régimen kirchnerista en nombre de la causa nacional y popular.

En lo personal, puedo dar testimonio de la bancarrota moral de la última revolución hecha con los íconos de la izquierda. Me refiero al sandinismo nicaragüense cuyos máximos exponentes nunca dejaron de reconocerse como marxistas leninistas, lectores voraces de Marta Harnecker, simpatizantes incondicionales de la revolución cubana, de la soviética e incluso de la de Corea del Norte.

Los jefes guerrilleros, los principales comandantes sandinistas, siempre estuvieron convencidos de que el pueblo de Nicaragua debía devolverles los sacrificios hechos por ellos en la montaña luchando con un fusil en la mano contra la dictadura de Somoza. Para ellos entonces las casas residenciales en los barrios distinguidos, para ellos los autos de alta gama, para ellos las mejores mujeres y para ellos todos los privilegios. Esta tendencia, este síntoma estaba presente mucho antes de la célebre piñata, el momento en que los sandinistas sin antifaces ni máscaras se asumieron como lo que eran: una banda de ladrones convencidos en que su militancia guerrillera los habilitaba para todo. Daniel Ortega en ese sentido no es la excepción, sino la manifestación más genuina.

En otra escala, más en estilo europeo si se quiere, la corrupción de los socialistas españoles, las picardías de sus colegas franceses, por no recordar ese monumento pornográfico a la corrupción que fue el Partido Socialista Italiano también merecen destacarse, aunque, para ser sinceros, hay que admitir que el premio mayor se lo llevan cómodos los comunistas del este europeo.

A modo de disculpa, podrá decirse que en todos lados se cuecen habas y, con una cuota de cinismo, puede agregarse que los izquierdistas son tan humanos como cualquiera y, por lo tanto, pueden ser seducidos por el demonio luciferino de la corrupción. También se podría elaborar una línea de defensa diciendo que la derecha es mucho más corrupta que la izquierda, objeción que en principio yo refutaría recordando que la izquierda siempre se presentó como un modelo político y social superior a la derecha, una superioridad histórica pero también ética.

Señalaría, por último, que a los fines de este debate, no acepto este argumento tan típico del peronismo criollo cuyos exponentes cuando se ven entre las cuerdas se defienden diciendo que ellos puede que sean corruptos, pero quienes los acusan también lo son. Conclusión: puede que la derecha sea corrupta, pero en esta nota no estamos hablando de la derecha, sino de la corrupción de la izquierda y de la novedad de esa corrupción, ya que por un motivo o por otro siempre se consideró que los izquierdistas podían ser radicalizados, extremistas, fanáticos o totalitarios, pero básicamente honrados, personas que creían en lo que postulaban y a esa fe la testimoniaban con el ejemplo y en más de un caso jugándose la vida.

Admitamos en principio que los hechos corruptos existen. Lo del Partido de los Trabajadores en Brasil es escandaloso y lo de Venezuela es lo mismo pero un poco peor. Al kirchnerimso lo aparto por un rato de la lista porque sinceramente creo que la corruptela del régimen K obedece más a una lógica de la derecha populista perpetrada por tipos que nunca dejaron de ser de derecha o por lo menos nunca fueron de izquierda. Lo del PT es diferente. Lula, Dilma o el señor Dirceu pertenecen a la tradición de la izquierda, virtud que no puede atribuirse a la Señora argentina que lo máximo que puede pretender es a ser considerada una abogada exitosa.

Dicho esto, habría que preguntarse qué pasó para que la izquierda del siglo XX, considerada por más de un ensayista o historiador como la continuidad de los cristianos primitivos por la fe con la que vivían su causa, el testimonio que daban y los sacrificios que fueron capaces de asumir, se degradase en una versión corrupta más de la historia.

No hay una sola respuesta a este interrogante, pero tratemos por lo menos de plantear la complejidad del problema. En primer lugar, la tradición honorable de la izquierda fue cierta, pero no hay que exagerar demasiado. El stalinismo, por ejemplo, además de criminal y totalitario fue muy corrupto; algo parecido puede decirse del maoísmo y para no ser injusto con la historia, lo mismo puede decirse de los actuales comunistas chinos, quienes han renunciado a muchos de los íconos de la izquierda, menos el modo en que la izquierda concibe la construcción del poder, es decir, como una estructura totalitaria, sórdida, siniestra y criminal.

Otra hipótesis a explorar es la que intenta explicar lo sucedido a partir del derrumbe del comunismo. La admisión del fracaso de estas experiencias revolucionarias, la certeza explícita o no de que la revolución como acto redentor y fundador de una nueva humanidad no existe más o tal vez no existió nunca. ¿Qué hace una izquierda que no cree más en la revolución y que en el mejor de los casos sabe que por un período histórico más o menos prolongado no habrá salida revolucionaria? Una respuesta es empecinarse en recitar las consignas de siempre como loros mientras se convierten en sectas delirantes; la otra es resignarse a convivir con lo inevitable, adaptarse a las nuevas condiciones, lo cual sería lo más sensato, pero esta respuesta deja abierta una puerta a la posibilidad de corromperse, porque para una izquierda sin épica revolucionaria, sin proyectos históricos, sin fe en los cambios, una de sus alternativas es la de corromperse. Dicho con otras palabras, una izquierda sin revolución reemplaza la épica por el relato y el ascetismo revolucionario por la corrupción. Ya que no podemos cambiar la sociedad, vamos a disfrutarla, piensan los más cínicos que, casualmente, son lo que llegan al poder.

Seguramente alguien objetará que es necesario establecer una diferencia entre la izquierda totalitaria y la democrática. Las diferencias políticas son evidentes, pero si admitimos que ambas son visiones históricas legítimas de la tradición de izquierda, que ambas por caminos diferentes establecieron en su momento que aspiraban a una sociedad diferente a la capitalista, debemos admitir también que ambas se han corrompido, entre otras cosas porque ambas han renunciado de hecho a sus objetivos finales, los objetivos que explicaban su existencia. “Nosotros no renunciamos a nada”, dicen. Objetivamente lo han hecho, porque la revolución no está en el horizonte histórico de la izquierda, ni de la reformista ni de la marxista leninista.

Agotado el paradigma clásico de la izquierda, la alternativa que se ofrece es el populismo, con su cuota de nacionalismo, estatismo, demagogia y corrupción. El populismo es culturalmente anticapitalista, pero sobre todo es antiliberal. No existe una sola versión del populismo, pero hay algunos rasgos generales que lo hacen reconocible. Sin revolución en la agenda, a la izquierda no le queda otra alternativa que refugiarse en los brazos musculosos y peludos de sus tradicionales enemigos.

A modo de conclusión, diría que el problema no está en primer lugar en las ideologías, sino en las prácticas sociales de quienes dicen adherir a ellas. Liberales, cristianos, conservadores, izquierdistas disponen de marcos teóricos virtuosos, pero no son las ideas las que fracasan sino los hombres que en nombre de esas ideas ceden a los arrullos del poder. ¿Soluciones? No es fácil enumerarlas, pero la que está más a mano, la única que con realismo asume este desafío es la que fundó la tradición liberal: al poder y a los hombres del poder hay que controlarlos; el paradigma vale para todos, y ahora descubrimos que también vale para la izquierda y los izquierdistas.

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