De la España de charanga y pandereta a la España de la rosca y el cocido

Finalmente, y después de casi trescientos días de cabildeos, idas y venidas e incluso sospechas de vacío institucional, Mariano Rajoy fue electo presidente de España gracias al apoyo de los legisladores de Ciudadanos y los cinco diputados del pequeño bloque canario, pero por sobre todas las cosas, gracias a la oportuna pero conflictiva abstención de la mayoría de los diputados del Psoe. Lo cierto es que España tiene nuevo gobierno, aunque habrá que revisar el carácter de las heridas políticas infligidas entre los diferentes partidos en todos estos agitados y para más de uno insufribles meses que incluyeron dos elecciones con la promesa de una tercera prevista para diciembre de este año.

Como escribiera un conocido periodista, “los españoles llevan meses esperando que el cadáver pestañee”. El cadáver por supuesto es el sistema político y muy en particular sus principales dirigentes empecinados en privilegiar sus disputas internas, sus mezquinas ambiciones de poder y sus afanes de gloria. La situación debe de haber sido insoportable para que finalmente se arribe a un mínimo acuerdo de gobernabilidad que la gente contempló con soberana indiferencia, entre otras cosas porque a ese acuerdo muy bien podrían haberlo hecho en diciembre del año pasado y privarles a los españoles de la desagradable contemplación de escenas bochornosas de canibalismo.

¿Alivio? Más o menos. Por lo pronto, el Partido Popular constituye un gobierno en minoría con un líder político sumamente desgastado y con la promesa de los principales partidos políticos de la oposición de hacerle la vida imposible. Antonio Hernández, dirigente del Psoe y uno de los artífices del destrabamiento institucional, le dijo al nuevo gobierno que “vigilaremos de cerca cada paso que dé y no olvide que está en clara minoría”. Palabras duras y necesarias pronunciadas por quien seguramente pagó un alto costo político para asegurar desde la oposición una gobernabilidad que todavía está en discusión.

El socialista Pedro Sánchez, que se quedó con la sangre en el ojo después de su renuncia a la presidencia del partido, no ha vacilado en correrse a la izquierda o al populismo -como mejor les parezca- y promete cobrarse una cuantas deudas con sus rivales conservadores pero sobre todo con sus adversarios internos, reparación que podrá realizar siempre y cuando pueda continuar en actividad, porque para más de un socialista, Sánchez es desde hace rato un honorable cadáver. Imputación que de todos modos no hay que tomarse muy a pecho ya que si bien la política es algo así como una máquina de picar carne, es también un oficio que puede asegurar la resurrección de los muertos como ironizara Winston Churchill con su habitual perspicacia para transformar un hecho biográfico dudoso en una excelsa virtud.

Por su lado, Podemos se afila los dientes para ejercer la oposición a lo que califica como el régimen neoliberal. Pablo Iglesias y sus muchachos ya han perdido el aura de redentores y angelitos tiernos e idealistas, pero insisten en presentarse como lo nuevo, una oferta que defienden con uñas y dientes y que para sostenerla, algunos de sus dirigentes no tuvieron escrúpulos en tomar distancia del régimen chavista de Venezuela, promesas que de todas maneras la derecha y el centro no les creen.

Mientras tanto, Ciudadanos se presenta como una incógnita, ya que si bien han aportado treinta y dos votos para que Rajoy sea presidente, no se los ve muy entusiasmados en su condición de partido político nuevo, en acompañar un emprendimiento cuyo destino es, en el mejor de los casos, un signo de interrogación. Ciudadanos es una de las opciones de regeneración política más estimulante de esta ya vieja España bipartidista, pero las expectativas que despierta distan mucho de ser mayoritarias y, además, una cosa es diagnosticar que el bipartidismo entre socialistas y populares esté desprestigiado e históricamente agotado y otra muy diferente es la relación de ese diagnóstico con la realidad de todos los días, una realidad en la que los hábitos, la inercia y las largas tradiciones se empecinan en ser más resistentes que todas las especulaciones teóricas que se elaboran en el mundo académico.

De todos modos, es positivo para la vida institucional de España que se haya elegido presidente y se salga de esa prolongada impasse que permitió a más de un periodista decir que con sus indecisiones y rivalidades facciosas el sistema político en su conjunto le está demostrando a la sociedad española que el orden puede existir sin necesidad de gobierno y, sobre todo, sin necesidad de políticos.

Humorada o no, lo real es que en este año el sistema político abierto después de la muerte de Franco padeció una de sus crisis más prolongadas y profundizó los rechazos y recelos que una mayoría significativa de españoles mantiene con los políticos. “Que se vayan todos” fue una consigna que empezó a circular en estos meses y algunos referentes culturales no tuvieron empacho en reconocer que el copyright era argentino, aunque se cuidaron muy bien de decir una palabra respecto a las consecuencias institucionales y políticas de esa consigna.

Rajoy, de todos modos, no ignora su debilidad, motivo por el cual a las pocas horas de asumir el poder decidió aplicar la fórmula de “mejor defensa es un buen ataque” e insistió en que, débil o no, su gobierno es legítimo y va a cumplir con todos y cada uno de sus compromisos, empezando por garantizar la unidad de España -lo que le puso los pelos de punta a los separatistas catalanes- para continuar luego con los compromisos adquiridos con la Unión Europea y sostener y ampliar lo que calificó como la visible recuperación económica y generación de empleo, una afirmación por demás controvertida, pero ya se sabe que en política siempre conviene golpear primero.

Rajoy no será carismático, carece del encanto y el brillo que en su momento tuvo Felipe González o la personalidad avasalladora y para algunos temible de Fraga Iribarne, pero el mejor consejo que se le podría dar a la oposición es no subestimarlo, porque es un gallego astuto, maniobrero, conocedor de los entresijos del poder y, además, sabe cómo moverse en esos territorios escabrosos y sembrados de trampas.

Declaraciones duras y beligerantes apenas asumió el poder, pero al otro día prometió acordar todo lo que sea necesario. El hombre sabe lo que hace y por qué lo hace. También sabe que gobernar es comprar problemas y que las dificultades más serias no las tiene con el Psoe o Ciudadanos, sino en el interior de su partido sometido a un torbellino de impiadosas disputas internas.

Y con Podemos, ¿cómo andan las cosas? Bien y gracias. Si a Macri en estos pagos se lo acusa de promover a la figura de Cristina Kirchner porque es la rival que más le conviene para ganar votos, a Rajoy se le imputa operar para confrontar con Podemos, porque en esa disputa una mayoría significativa de españoles lo va apoyar a él aunque sea tapándose las narices y cerrando los ojos. Podemos, en este caso, es el cuco que, en estos momentos, abre juego hacia el Psoe cuyos dirigentes “progres” tienen cargo de conciencia por haber contribuido con sus abstenciones a convalidar en el poder a un gobierno de derecha, calificación que hoy no se sabe muy bien qué quiere decir, pero que en el folclore psoísta tiene, para bien y para mal, un poderoso valor mítico.

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