Donald Trump y el western republicano

Los personajes de Woody Allen están convencidos de que los republicanos tienen una enfermedad cerebral que explicaría muchas de sus conductas. Es muy probable que quienes detestan a Donald Trump estén dispuestos a abonar esta hipótesis preferida de la progresía liberal.

Yo lo siento por los progres, pero con Donald Trump podemos estar de acuerdo o en desacuerdo, lo que no podemos desconocer es una presencia que proviene o regresa de una de las tradiciones que incluyen leyendas y mitos que contribuyeron a formar la nación, una épica que halla en el western una de sus expresiones más trascendentes.

El western habla del pasado, claro está, pero el pasado vivido como un ideal de conducta y un modo de organizar a la sociedad. Precisamente, la principal promesa de Trump es retornar a una América idílica poblada de hombres valientes decididos a enfrentar a enemigos tenaces, enemigos que pueden estar representados por el indio, el negro o el mexicano. Ese enemigo puede disponer de varios rostros, pero en todos los casos ese enemigo, para el imaginario republicano, es imprescindible. Se me ocurre que Guillermo Moreno adheriría sin vacilar a ese ideario.

Al ensayista inglés Philip French se le atribuye haber establecido la diferencia entre el western republicano y el western demócrata, una calificación que French se preocupa por matizar, pero que sintetiza en los términos de dos emblemas de la política norteamericana: John Kennedy y Barry Goldwatter, una contradicción que la podríamos trasladar a los tiempos de Carter y Reagan, Bush y Clinton, Obama y Trump.

Una aclaración es pertinente. Estamos incursionando en el territorio de los mitos. «En el Oeste, cuando la leyenda se convierte en realidad, publicamos la leyenda.» El mito. Lo hemos visto hacerse realidad en muchas películas. El hombre solitario que se forja en condiciones adversas, el hombre que nunca duda sobre el lugar que le corresponde al bien y al mal, el hombre duro, austero, justo y poseedor de una singular sabiduría popular.

En ese escenario de pueblos con callejones sometidos a un sol implacable, con salones poblados de vaqueros sedientos, jugadores tramposos y prostitutas cariñosas y valientes; en ese escenario de espacios inmensos, de llanuras y colinas que la cámara de John Ford transformó en obras de arte, los gestos son esenciales porque marcan las diferencias.

John Wayne en Río Bravo pateando la escupidera en la que un hombre burlón ha arrojado unas monedas para que un Dean Martin alcohólico y humillado se arrastre hacia allí. Pedagogía republicana. Un demócrata seguramente hubiera tratado de explicarles a los burlones o al propio Martin los beneficios de la compasión o los perjuicios del alcohol. A estos dilemas, Wayne los resuelve con una patada.

John Wayne -siempre él- decide defender al pueblo de Río Bravo; no es el Gary Cooper de A la hora señalada intentando convencer a los vecinos. Wayne lo defiende y punto. Hace lo que corresponde porque decide, no delibera. «El bueno de Gary -dicen que dijo Wayne para referirse a Cooper- otra vez se dejó engatusar por los comunistas de la costa este.» Típico.

James Stewart, en El hombre que mató a Liberty Valance, se esfuerza por predicar las virtudes del derecho, de la alfabetización. «Si quiere defender esos principios, deberá hacerlo con una pistola en la mano», le dice Wayne. Pero Stewart es el que triunfa. Aparentemente. Será senador, gobernador, se quedará con la chica y además vivirá muchos años. Wayne es el derrotado. Pero sin Wayne, Stewart no hubiera sido nada.

La leyenda dice que Stewart mató a Liberty Valance, pero todos sabemos que el que mató a Liberty y el que le salvó la vida a Stewart para que pueda realizar su destino liberal fue Wayne. La razón la posee Stewart, pero a Liberty Valance no se lo derrotaba con la Constitución, sino con un balazo certero disparado en el momento y en el lugar adecuado. Primero Hobbes. Después Locke. Y en ese orden.

Wayne le explica a un Stewart atribulado e indeciso que él mató a Liberty Valance. «Fue un asesinato a sangre fría -admite-, pero yo puedo vivir con ese crimen.» Stewart hubiera sido incapaz de convivir con esa culpa, pero sí acepta beneficiarse de esa muerte. Y otra vez Wayne que se pierde en las sombras, reprochándole a Stewart: «Usted habla mucho y piensa mucho». Meditar en esa frase: es casi un programa vital de un western republicano.

Matices más o menos, creo que Trump es la encarnación del western republicano; el cowboy que reclama un enemigo a aniquilar, un pasado a defender, un prejuicio a disfrutar. Consignas simples y efectivas. ¿Como un balazo? Como un balazo. Alguna vez dijo Charles de Gaulle de Lyndon Johnson: «Es un vaquero que nacido en la tierra del ranch y del Colt se abrió camino a balazos hasta su oficina de sheriff». Bien ahí, Charlie.

Tal vez no sea casualidad que el emblema viviente del western, Clint Eastwood, haya apoyado a Trump. Y lo hizo con una frase que todo republicano con sangre en las venas firmaría sin vacilar: «Realmente vivimos en una generación de maricas». Desde los tiempos de Harry el sucio, ciertas cuestiones para Eastwood están fuera de discusión

Sin embargo, en este «duelo al sol», será John Ford quien se va a ocupar de dar la última palabra. Año 1950. Los directores de cine se reúnen porque algunos de los socios -con Cecil B. de Mille al frente- reclaman la cabeza de Joseph Mankiewicz. John Ford escucha y en cierto momento pide la palabra. Habla con su estilo sentencioso, apenas moviendo los labios, con su parche negro en el ojo izquierdo y masticando un pequeño cigarro: «Me llamo John Ford y hago películas del Oeste. No creo que haya nadie en esta sala que sepa mejor lo que quiere el público americano que Cecil B. de Mille. Pero no me gustas CB. No me gusta lo que representas y lo que has estado diciendo esta noche». Sin ánimo de plagiar a nadie: ¿es necesario decir que a mí tampoco me gusta lo que dice y representa Trump?

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