Si el humor estuviera permitido en estos temas, podríamos tomarnos la licencia de postular que las murgas que estuvieron en la calle el pasado 24 de marzo fueron alentadas por Macri y sus secuaces, ya que si ésa es la oposición que pretende suplantarlo resulta evidente que lo más sensato, lo más razonable e incluso lo más progresista es Macri.
Convengamos que los manifestantes se esmeraron en hacer todo lo necesario para desprestigiar la causa que dicen defender. Desde Hebe Bonafini a Baradel, desde Aníbal Fernández a Máximo Kirchner, los muchachos no se privaron de nada. Tan elocuentes fueron sus manifestaciones, que hasta habría lugar para postular que más que una manifestación en homenaje a la memoria fue una manifestación en homenaje al sinceramiento.
La catarsis se inició unas horas antes con las declaraciones de Bonafini anunciando lo que para muchos argentinos es más que obvio: ella desde hace rato no tiene nada que ver con los derechos humanos. Como para despejar cualquier duda al respecto, calificó de asesina a la gobernadora Vidal y enfatizó, por si a alguien no le quedó en claro, que es kirchnerista. Todo ello condimentado con ese lenguaje escatológico al que nos tiene habituados esta distinguida señora. En el camino, cayó en la volteada la propia Estela de Carlotto. También, en este caso, podemos tomarnos la licencia de postular que con sus imputaciones, Bonafini le hizo un enorme favor político a Carlotto, porque a nadie se le escapa que después de estos insultos la titular de Abuelas adquirió la condición de lady, un status que no es difícil de adquirir si el contraste es Bonafini.
Una pregunta a hacernos es qué nos pasó a los argentinos. O por qué los argentinos somos capaces de transformar el oro en barro o la virtud en pecado. Si los puntos de referencia son los derechos humanos y los pañuelos blancos de las Madres, Bonafini no es un error, Bonafini es un horror. Ese horror responde a varias causas, pero la marca en el orillo que exhibe se escribe con la letra K.
El rasgo más destacable de la manifestación del 24 de marzo es que Macri fue más mencionado que Videla. Interesante. Se convoca a un acto para repudiar a la dictadura militar que tomó el poder en 1976, pero los manifestantes aprovecharon la ocasión para insultar al actual presidente. A esa grosera manipulación de la historia y de la política, los manifestantes la califican como “Memoria”.
Menciono hechos históricos. Los españoles con la guerra civil, los alemanes con el nazismo, los franceses con la ocupación vivieron tragedias iguales o superiores a las nuestras. Lo dicho puede extenderse con las diferencias del caso a Chile y Uruguay. Sin embargo, en estos países las fechas conmemorativas se “estatizan” y no dejan lugar a la manipulación política y mucho menos a ese hábito desenfrenado de ciertos argentinos de salir a la calle creyendo que la ocupación de la plaza opera como un talismán mágico que nos lava de culpas y pecados. O despierta la ilusión que esa multitud de, por ejemplo, 50.000 personas, el uno por ciento de los argentinos, es la sagrada voluntad del pueblo. En España, Francia y Alemania las tragedias se superan a través de procesos educativos serios y mediante la gestión de una clase política dirigente “sabia y prudente”.
Muchos de los manifestantes no habían nacido o eran niños en 1976, por lo que su “memoria” no pareciera ser el resultado de una experiencia directa, sino de una asimilación indigesta de consignas. Otro porcentaje importante de esos manifestantes no tuvieron reparos en votar en 1983 al candidato de la amnistía, en aceptar o consentir el indulto menemista y en convivir sin decir esta boca es mía con Milani. Tampoco parece conmoverlos demasiado que en los tiempos de la dictadura militar sus jefes espirituales se dedicaban a hacerse millonarios gracias a los beneficios prodigados por esas leyes de la dictadura. Cabría recordar, por último, que cuando Él y Ella eran amos y señores del feudo de Santa Cruz la fecha del 24 de marzo se borró del calendario para no lastimar la delicada sensibilidad de los jefes militares de la región.
Insisto en que los muchachos que salieron a la calle este 24 de marzo no se privaron de nada y se dieron todos los gustos: reivindicaron la lucha armada, exhibieron el ansiado helicóptero, insultaron al gobierno y condenaron a la democracia. De todo se puede decir de ellos, menos que no sean sinceros. Podemos discutir sus consignas, pero lo que está fuera de discusión es que expresan lo que creen, lo que siempre creyeron.
Particular entusiasmo exhibían los manifestantes portando un cartel en el que nos recordaban el número de desaparecidos: 30.000. Un abogado local, un tanto analfabeto, un tanto imbécil, y a quien la presencia de Bonafini lo conmueve hasta las lágrimas, decía orgulloso que la cifra de 30.000 desaparecidos es tan Argentina como Maradona, Evita y Gardel. Oportuna y sensible comparación. Muy argentina por supuesto. Una obvia información al respecto: Maradona, Evita y Gardel existen o existieron. Los 30.000 desaparecidos son un número. Y además un número mentiroso. He leído por allí un esfuerzo por justificar este fraude hablando de compatibilizar la verdad “real” y la verdad simbólica. Lo real serían los 8.000 desaparecidos y lo simbólico los 30.000. Los esfuerzos teóricos por compatibilizar lo incompatible pueden ser nobles o patéticos. En el caso que nos ocupa, ninguna conceptualización teórica logra disimular la diferencia contundente entre la verdad y la mentira.
Advierto asimismo sobre los riesgos reales de jugar con los símbolos y los mitos. Como lector, admito los mitos en la literatura y disfruto de Homero y Pavese, de Lovecraft y Proust, pero no ignoro que el juego de trasladar la mitología a la política fue la afición preferida de los nazis.
Si algo diferencia la política de la religión y de la brujería es su afán por trabajar lo real, por lidiar en el campo de lo concreto. Podemos permitirnos las licencias de la fantasía, la ficción y los “sueños”, pero la política se instituye precisamente para ponerle límites a todas esas inspiraciones.
Yo lo siento por los que sinceramente creen en ello, pero 30.000 desaparecidos es una cifra mentirosa. Podemos permitirnos alguna oscilación en las cifras, pero entre 8.000 y 30.000 no hay un oscilación, hay un abismo, un abismo en el que se precipitan los fanáticos y los manipuladores, un abismo que diferencia la verdad de la mentira.
Una pregunta pertinente podría formularse en los siguientes términos: qué ocurre con ciertos sectores de nuestra sociedad que necesitan aferrarse a una mentira para sostener sus creencias. Ocho mil desaparecidos en un tragedia en cualquier parte del mundo, pero pareciera que a nuestros muchachos ese número no les alcanza. Tampoco parecía alcanzarles en su momento a ciertos operadores, no tan fantasiosos e inocentes, que viajaban a Europa portando esa cifra con la esperanza más procaz que utópica de obtener recursos económicos para el desarrollo de sus actividades.
Lo sucedido el 24 de marzo de 1976 fue una tragedia. O, como dijera creo que Ernesto Sábato: estábamos sumergidos en una pesadilla, la pesadilla del régimen peronista de Isabel y despertamos en el infierno de los militares. A ese infierno no hace falta agregarle más leños y más fuego. Con los que tiene alcanza y sobra. Sin embargo, en la izquierda y en el populismo existe la pulsión de acentuar con trazos gruesos la dimensión de la tragedia. El problema es que esos trazos más que profundizar la realidad la deforman y transforman a la tragedia en farsa. Esa farsa entre grotesca y siniestra fue la que los argentinos contemplamos el pasado 24 de marzo.