Ganas de joder

Mi tía Cata tenía un dicho para referirse a quienes molestaban innecesariamente o a quienes por diferentes motivos habían hallado en el oficio de fastidiar una satisfacción o sencillamente una manera de estar en el mundo. Un modo gratuito si se quiere de jorobarle la vida al próximo : “Ganas de joder”. La frase adquiría resonancia por el tono y la expresión del rostro y el movimiento de los brazos colocados “en jarra”.

“Ganas de joder”. Que me disculpen los más sentimentales pero ésa fue la frase que se me vino a la boca para calificar el paro decretado por la CGT el pasado jueves. Pobre tía Cata. Los que a ella le colmaban la paciencia tenían un único y exclusivo argumento a su favor: lo hacían gratis y por cuenta propia. En el caso que nos ocupa, cobran y encima pretenden hacernos creer que lo hacen porque están preocupados por los pobres o por la defensa “histórica” de los intereses de los trabajadores, una consigna que atendiendo la trama de lo real podría traducirse como la defensa histórica de sus propios intereses, o de sus exclusivos bolsillos.

Si el presidente no mintió, el paro, la “jodita” de los muchachos, nos salió a los argentinos alrededor de quince mil millones de pesos. Escucharon bien: 15.000 millones de pesos, el módico precio a pagar para hacernos creer que los “compañeros” están preocupados por los pobres. ¿A título de qué? A título de nada. O a título de resolver las diversas y escabrosas pulseadas gremiales y políticas entre burócratas y aspirantes a burócratas, entre sindicalistas millonarios y aspirantes a sindicalistas millonarios; entre los que lucran en silencio y casi no se les conoce el rostro y los que lucran gritando como energúmenos en los palcos donde periódicamente el populismo celebra sus rituales.

“Se me salió la cadena” fue el delicado argumento del señor Omar Viviani para justificar una de las pocas frases sinceras y sentidas que esta típica expresión del sindicalismo criollo dijo en su vida. Apegado al poder y a los beneficios del poder, Viviani fue menemista, duhaldista, kirchnerista, cristinista y cuando el sol empezó a calentar en otros nidos inició su astronómica rotación hacia alguna de las recicladas y percudidas versiones del populismo. Supuesto representante de los peones de taxis, el caballero es propietario de una flota de autos que administra y explota con mano de hierro y desarrollando una ávida y morbosa habilidad para encontrar renovadas fuentes de ingresos a costa de sus representados.

El hecho mismo de que se ponga en discusión el éxito del paro demuestra que la única contundencia de la que se pueden jactar los caciques sindicales es la de sus matones y sus cuentas corrientes.

¿Fue un éxito o fue un fracaso el paro? Los capos de la CGT aseguran que fue “contundente”; los voceros del gobierno dicen lo contrario. ¿A quién creerle? Supongamos que en un ejercicio de ecuanimidad y atendiendo a los datos contradictorios de la jornada arribemos a la conclusión de que la verdad está a mitad de camino, es decir, que el acatamiento a las medidas de fuerza fue importante en algunos sectores, pero en otros, la actividad laboral fue normal.

La discusión sobre este tema podría prolongarse hasta la madrugada en infinitas y monótonas mesas de café, pero el hecho mismo de que se ponga en discusión el éxito del paro demuestra que la única contundencia de la que se pueden jactar los caciques sindicales es la de sus matones y sus cuentas corrientes.

Es curioso el criterio selectivo de derechos y deberes que domina el repertorio de populistas e izquierdistas. Se marcha a la huelga porque es un derecho constitucional y en nombre de ese derecho los Baradel y Yasky de turno pueden pasarse el año entero de huelga, pero lo cierto es que los compañeros, que son muy exigentes y puntillosos para ejercer derechos, no demuestran el mismo entusiasmo a la hora de responder por los deberes. Derecho de huelga sí y hasta el exceso, pero ni una palabra acerca de las violaciones contra la libertad de trabajo o la libertad de circulación.

Conozco los argumentos a favor de esa “licencia” que se toman los populistas y la izquierda. El pueblo, la revolución, la causa nacional y popular se justifican a sí mismas, disponen de su exclusiva legalidad que opera con autonomía y si es necesario en contradicción con la adocenada y despreciable legalidad burguesa. Dicho con otras palabras: como nuestra causa es tan justa, estamos habilitados a hacer lo que se nos da la gana. Si nos conviene somos más constitucionalistas que Alberdi, pero del constitucionalismo sólo nos hacemos cargo de los derechos que protege, pero no de los deberes que exige.

A modo de consuelo, nos queda la morbosa satisfacción de saber que somos los únicos habitantes del planeta que practicamos el hábito de la huelga general. “Sean eternos los laureles que supimos conseguir”. Desde 1983 a la fecha esta suerte de gimnasia huelguística se celebró cuarenta veces. No hay una prueba ni un indicio ni una señal que permitan suponer que esas huelgas lideradas desde Vandor a Ubaldini, desde Lorenzo Miguel a Moyano, desde Barrionuevo a las sanguijuelas de los Yasky y los Baradel, hayan mejorado la calidad de vida de los trabajadores. Pero los paros generales se siguen decretando para desestabilizar gobiernos, extorsionar empresarios y tener de rehenes a los trabajadores. Ganas de joder.

Se suele decir que los paros son algo así como luces rojas para cualquier gobierno y que los caciques sindicales recurren a ellos cuando la presión de las bases se hace insoportable. Se suele decir que a los dirigentes sindicales, incluso los más corruptos, por un camino o por otro no les queda otra alternativa que representar los intereses de los trabajadores porque su legitimidad y sus recursos mal que bien provienen de allí. Se suele decir que una sociedad moderna es una sociedad con sindicatos. Se suele decir que la burocratización e incluso la corrupción de los dirigentes gremiales es inevitable, aunque a la hora del balance los servicios sociales que prestan son superiores a los perjuicios que ocasionan. Se suele decir…

Sabemos que el mundo no es perfecto y los dirigentes sindicales no están obligados como la heroína de Joan Manuel Serrat a bañarse todas las noche en agua bendita. Viva entonces la resignación disfrazada de realismo y convivamos con los vicios, imperfecciones y pústulas de la vida. Viva la muerte y vivan las cadenas, ese artefacto que los matones sindicales manejan tan bien.

Sin embargo… sin embargo, ninguna de esas fintas verbales a las que son tan aficionados los populistas, alcanzan a justificar lo injustificable. Que los sindicalistas argentinos constituyen el sector social más desprestigiado del país y están bizarramente evaluados como los más corruptos de América Latina -una calificación que supera con creces a los mexicanos, que ya es mucho decir- demuestra que a pesar de todas las fintas verbales del populismo, la gente, como se dice, no come vidrio.

Convengamos que al galardón de encabezar la lista de corruptos, los compañeros lo vienen ostentando desde siempre. En homenaje a la memoria, recuerdo ese acierto político de Alfonsín en 1982 cuando denunció el pacto sindical-militar. Curioso. Nunca supe si lo pudo probar jurídicamente, entre otras cosas porque esos pactos pampa no se filman ni se escriben, pero lo cierto es que los argentinos creímos sin vacilaciones en la consistente verdad de ese maridaje entre militares represores y sindicalistas ladrones.

Desde 1983 a la fecha, muy bien podría decirse que en este tema no hay nada nuevo bajo el sol. Hoy como ayer, estos sindicalistas no resisten una investigación a su patrimonio, tampoco una auditoría al manejo de las obras sociales ni una inspección al destino de las cuotas que le sacan a sus resignados afiliados. Hoy como ayer, la retórica acerca del “pueblo” y los “trabajadores” no es más que la coartada para concentrar poder y enriquecerse como jeques árabes. Hoy como ayer, incendian y roban con las estrofas de la marcha peronista como música de fondo. Ganas de joder.

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