Jaimito y las maestras Ciruela

En un jardín de infantes de la localidad de Ciudadela, a las maestras no se les ocurrió nada mejor que ilustrar las escenas protagonizadas por maestros y policías (habría que agregar barras bravas y militantes K) con dibujos que según sus palabras los propios niños recrearon. Como para ubicar el contexto, recordemos que se trata de chicos de tres y cuatro años. Los dibujos a los que pude tener acceso representan a policías malos garroteando a maestros buenos.

Según los argumentos de las maestras, argumentos coincidentes con los militantes que salieron a defenderlas, el objetivo “pedagógico” apunta a que los chicos conozcan lo que pasa en la calle; o que expresen en el aula lo que ellos ven por televisión en su casa. En este último caso, conviene tener presente que las escenas de la televisión se reprodujeron el domingo a la noche fuera del horario de protección al menor, pero más allá de ese detalle cronológico, no deja de sorprender que niños de tres años estén hasta las once de la noche siguiendo atentamente las informaciones de los noticieros televisivos. En lo personal, situaciones “ejemplares” de este tipo sólo las he registrado en los relatos de Salinger, pero sinceramente no creo que los niños del jardín de infantes de Ciudadela sean inesperados retoños del autor del “Cazador oculto”.

Hubo más voces que se levantaron para defender la decisión de las maestras. Se dijo que no es justo que los chicos vivan en un frasco de gomina, es decir, al margen de lo que sucede a su alrededor. Pero el argumento más típico, el que mejor representa a sus emisores, el que da cuenta de su singular sensibilidad, es el que advierte a la sociedad que no se debe subestimar a los niños, que los niños son más inteligentes y más perspicaces de lo que los mayores suponen. Y una de las pruebas de ese singular talento presente en la más tierna infancia la expresan esos dibujos en que chicos de tres años perciben, con implacable y súbita lucidez, el rol represor de la policía de Macri y la labor abnegada, pacífica y angelical de los maestros, particularmente de esa suerte de seguidores de Mahatma Gandhi que se hicieron presentes con sus excelentes modales y su delicado tono de voz en la plazoleta del Congreso.

Como comprenderán mis resignados lectores, me asiste el derecho a discrepar con ese relato motivado por intenciones tan puras y tiernas. Pienso, en primer lugar, que ese lunes a la mañana los chicos no tenían la menor idea de lo que había ocurrido el domingo a la noche en el Congreso porque -y disculpen que subestime a los niños- es muy probable que a esa hora hayan estado durmiendo o a punto de dormirse, y en un país en el que más del cincuenta por ciento de los adultos se jacta de no saber ni de querer saber nada de política, no creo andar mal encaminado si se me da por sospechar que algo parecido puede ocurrir con niños de tres años.

Y si los chicos no tenían la menor idea acerca de la garroteada propinada por la feroz policía a los mansos maestros, ¿de dónde sacaron ellos esas imágenes truculentas? Otra vez pido que me disculpen que haga de Sherlock Holmes o Hércules Poirot, pero por más vueltas que le dé al caso, no queda más alternativa que deducir que fueron las candorosas maestritas las que les contaron a los chicos los horrores ocurridos en Plaza Congreso, horrores que incluyen la presencia de un presidente de la Nación que, como todo el mundo sabe, es un multimillonario decidido a defender a todos los multimillonarios de la Argentina y a reprimir con palos, gases o algo peor a quien no esté de acuerdo con tan benéficos objetivos. Como para que a la labor pedagógica no le falte nada, las maestritas se tomaron el trabajo de dibujar en el pizarrón algunas posibles escenas callejeras en las que los policías cumplían el rol del Lobo Feroz, mientras el rol de Caperucita Roja les corresponde a los maestritos, con el apoyo de campo de sus inofensivas barras bravas de Excursionistas, sus atribulados militantes K y el enjundioso Baradel. Objetividad pedagógica que le dicen; lecciones aprendidas luego de aceleradas lecturas de Paulo Freyre.

O sea que si mis deducciones no van mal encaminadas, los chicos no improvisaron ni crearon nada, simplemente se limitaron a cumplir las órdenes de sus maestras; y los más expeditivos redujeron toda su labor a copiar las escenas dibujadas en el pizarrón. A esa operación de “ordeno y mando”, a esa lección de realismo político, las maestras de Baradel lo denominan “proceso de aprendizaje”. Proceso no muy diferente al que con parecido entusiasmo didáctico, sus colegas de Ctera usan para explicar que en realidad con sus prolongadas y recurrentes huelgas los chicos no pierden clases, sino que aprenden, aprenden a luchar por causas justas, aprenden a defender los derechos de los trabajadores y aprenden a ser nacionales y populares. Encantador. Encantador y maravilloso.

Ahora bien, en el tren de dejar liberada la imaginación a las fantasías más audaces, supongamos que mientras la maestra explica las bondades de Baradel y los horrores de los Bullrich -Esteban y Patricia, lo mismo da- en un momento dado Jaimito levanta la mano y con su infalible cuota de mala leche pregunta: “Señorita… en lugar de dibujar lo que usted nos ordena, ¿puedo dibujar el momento en que los maestros insultan a los policías y muchos de ellos los patean en los tobillos, y los policías soportan los golpes callados porque, como usted muy bien nos dijo, los policías están para eso: para recibir patadas y escupitajos de los maestros del señor Baradel?

Y envalentonado por la pregunta de Jaimito, Carlitos, con sus tres años recién cumplidos, pregunta: “Seño… ¿por qué si los policías son malos y los manifestantes, buenos, el informe oficial del paro del jueves pasado da dos policías internados y el único manifestante con un chichón fue el que se ocasionó como consecuencia de un tropezón después del tercer porrón de cerveza?”.

La maestra se esforzará para salir como puede de lo que considera una verdadera provocación gorila y seguramente esa noche comentará con sus “compañeros” acerca del gorilismo genético de ciertos niños que ya desde la cuna manifiestan un odio infinito hacia las verdaderas causas nacionales y populares.

Confidencias de alcoba al margen, lo que se desprende de estas viñetas escolares son algunas lecciones que convendría tener en cuenta. En primer lugar: educación y politización facciosa son términos antagónicos; sobre todo si los destinatarios son chicos de tres años. En segundo lugar, un recordatorio elemental en homenaje a Nietzsche: no existen hechos, existen interpretaciones: la interpretación de la maestra que los policías son los cucos, y la de Jaimito y Carlitos, que en realidad los “malos” de la película son los maestros de Baradel, sus amiguitos de la barra brava de Excursionistas y su corte de centuriones de signo K. Una pequeña consideración al margen. No puedo exigirles a chicos de tres años que piensen como adultos de treinta años, pero sí tengo derecho a exigirles a las maestritas de Baradel que no se comporten como chicos de tres años.

En un plano más académico -perdón por la palabra- habría que recordarles a estas maestras y a los manipuladores de todo pelaje, que la obsesión por politizar a los niños es un privilegio exclusivo de los nazi-fascistas y los comunistas, es decir de los regímenes totalitarios que asolaron el siglo veinte y cuyos actuales y desprevenidos reclutas intentan practicar con desigual suerte en el siglo XXI.

Sin ir más lejos -y con todo respeto creo que nuestras maestritas de Ciudadela renguean por ese lado- en la primera mitad de los años cincuenta -aunque para ser más preciso, diría que desde la segunda mitad de la década del cuarenta- en las escuelas primarias y en los colegios secundarios también estaban preocupados por politizar a los niños y a los adolescentes con palabras generadoras, estimulantes y piadosos mantos de luto obligatorio. Y no me pidan ejemplos, porque son tan evidentes que darlos sería un imperdonable acto de redundancia.

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