Habrá que seguir discutiendo

Una multitud salió a la calle el pasado miércoles para reclamar que los militares condenados por crímenes de lesa humanidad sigan en la cárcel o, para ser más riguroso, que no se beneficien con el “maldito” 2×1. Los analistas han admitido en diferentes registros que en la Argentina actual existe un gran consenso sobre este tema. ¿El “Nunca más” parece estar incorporado a la cultura política de los argentinos por encima de diferencias ideológicas, culturales y políticas? Puede ser, pero para ser más preciso, yo diría que este consenso existe en lo que podríamos denominar la opinión pública, es decir, entre quienes participan de diferentes maneras en la vida política argentina.

No estoy seguro que sobre este tema, “todos” los argentinos piensen lo mismo. Por lo pronto, el invisible pero existente e interviniente “Partido militar”, alrededor de un millón de votos según Horacio Verbitsky, piensa otra cosa. Tampoco estoy del todo seguro que la denominada mayoría silenciosa, esté totalmente de acuerdo con este consenso políticamente correcto acerca del “Nunca más”. Para ello, sería necesario organizar algo así como una consulta popular, iniciativa que por ahora no es necesaria porque sospecho que su resultado sería incierto, sobre todo en un país donde en las recientes elecciones generales más del noventa por ciento de la gente votó por Macri, Scioli y Massa, candidatos que con el tema de los derechos humanos tienen tanto que ver como yo con el oficio de coleccionista de caracoles en Madagascar.

Sutilezas al margen, lo cierto es que en las sociedades modernas, el peso de la multitud en la calle suele ser decisivo. Y por ahora está bien que así sea. De todos modos, la manifestación del miércoles deja algunas moralejas dignas de tener presente. Las multitudes que salieron a la calle no necesitaron de choripanes, camiones y colectivos para cumplir con lo que consideraban un alto deber cívico. En este caso, nadie podrá argumentar que los manifestantes eran gorilas, enemigos del pueblo u otras lindezas por el estilo.

Lo que el acto del 2×1 nos enseña es que cuando la sociedad estima que es necesario ocupar el espacio público para defender una causa justa no necesita de los camiones de Moyano, ni de los choripanes de Baradel, ni de los planes sociales de Pérsico, ni del rufianesco oficio de apretar y extorsionar a la pobre gente para que marche hacia donde no tiene ganas de marchar.

Pero lo que el miércoles enseñó para quienes quieran aprender de los hechos, es que una manifestación en defensa de los “derechos humanos” puede hacerse convocando a multitudes sin la presencia de Hebe Bonafini. Como los empecinados hechos se preocuparon en demostrar, la señora Bonafini, flamante y confesa integrante del partido kirchnerista, no fue a la marcha y hasta los niños admiten que con su ausencia nadie se perdió nada. Y si por el gusto de hacer especulaciones imagináramos un escenario en el que Bonafini estuviera presente, la estadística hubiera registrado la presencia de una persona más. Y no más que eso.

Esto quiere decir que los derechos humanos en la Argentina no tienen dueños, no tienen “sacerdotes” o sacerdotisas exclusivas encargadas de celebrar el culto. ¿Nadie es indispensable? La respuesta es obvia, pero en un país habituado al culto al líder o al jefe hay que insistir en ello: nadie es indispensable porque, como dijera Mark Twain, el cementerio está repleto de gente que se creía indispensable. Lo siento por los mesiánicos, aunque podría agregar, que en la vida democrática si bien nadie es indispensable, todos somos necesarios a la hora de defender la democracia o aquellos valores sin los cuales la convivencia social no sería soportable.

El poder de la gente común

En las sociedades de masas, no se puede hacer política sin atender a estas demandas de la opinión pública. Pero un político se equivoca si cree que la única referencia para verificar lo que ocurre en la sociedad la expresan estas manifestaciones. En la Argentina de más de cuarenta millones de habitantes no se puede ni se debe desconocer a esas mayorías silenciosas que también constituyen lo que se denomina la soberanía popular. Gobernar es también, o tal vez en primer lugar, prestar atención a lo que se denomina la vida cotidiana de la gente, esa trama de relaciones, interacciones que se organizan desde la sociedad civil.

El humor de la sociedad, se sabe, es variable. Esta manifestación del miércoles fue excepcional, pero también lo fue la que hace más de diez años se hizo contra el 2×1, aunque esta vez quien la lideró fue el “ingeniero” Blumberg. Y también entonces el Congreso hizo lo que la gente pedía, una reacción que alguna vez habrá que evaluar porque es la experiencia la que enseña que estas decisiones tomadas sobre “caliente” no suelen ser las más sabias.

Respeto el estado emocional de quienes declaran que la vida les resultaría insoportable si el destino los obligara a cruzarse en la calle con el responsable de la muerte de sus seres queridos. Claro que los respeto, con la misma intensidad que respeto el dolor y la impotencia de cualquier persona a quien le mataron un ser querido y un juez de Zaffaroni decidió dejarlo en libertad en nombre no de las garantías en las que todos estamos de acuerdo, sino de un “garantismo” tan perverso como injusto.

No ignoro las diferencias políticas entre los crímenes de lesa humanidad y los crímenes “comunes”, pero convengamos que para esa madre o ese padre, ese hijo a quien un delincuente mató a su ser querido, esa diferencia no le dice nada, por la sencilla razón de que el dolor no registra esas diferencias. La política podrá calificar la calidad de los crímenes, pero el dolor se resiste a admitir esas calificaciones.

Como ciudadano creo que los responsables de crímenes de lesa humanidad deben quedar en prisión. Pero también como ciudadano digo que son personas y como tales deben ser tratados. No me consta que los hayan sometidos a tormentos o apremios ilegales, una certeza que hay que insistir para poner las cosas en su lugar. Pero sí creo que debe ser atendida la situación de los mayores de setenta años y aquellos que padecen enfermedades graves. Habrá que ver caso por caso, pero si creemos que los derechos humanos valen para todos, hay que verlo.

La manifestación del miércoles enseña también que los derechos humanos en la Argentina son un tema muy serio, muy delicado para dejarlos en las manos exclusivas de las denominadas organizaciones de los derechos humanos. No ignoro su rol y algunos de sus méritos, pero tampoco ignoro sus vicios, sus obsesiones ideológicas, la identificación de algunos de ellos con estrategias totalitarias y, sobre todo, esa manía alienante de insistir en la mentira y el fraude de los 30.000 desaparecidos, sumado a la decisión de confundir terrorismo de Estado con genocidio, un deliberado golpe bajo emocional que, dicho sea de paso, termina por banalizar el verdadero horror de los genocidios.

Dudo de la vocación humanitaria de quienes salen a la calle por el 2×1 mientras sostienen un estruendoso silencio por los crímenes que desde el Estado se cometen en Venezuela. También dudo de la capacidad de indignación de quienes no han tenido ningún escrúpulo y ninguna vergüenza en haber convivido con Milani y haber admitido que sea designado por Ella comandante en jefe de las fuerzas armadas. El calor del debate y las agitaciones de la marcha callejera tampoco me hicieron perder de vista que mientras ello ocurría, el señor Scioli, el candidato de las mayorías nacionales y populares, lidiaba en la palpitante encrucijada erótica provocada por el dilema de un aborto y un acto de infidelidad, mientras el vicepresidente de la líder de la causa nacional y popular trajinaba por los tribunales. Reveladoras y sugestivas fotografías que dan cuenta de los diferentes pero exclusivos rostros de la causa K.

Digo, para concluir, que creo sinceramente que el fallo de la Corte fue un error. Pero nada más. Y esto lo digo porque, ingenuo o no, pretendo vivir en una sociedad en la que cometer un error o, sencillamente, opinar diferente, no signifique ser linchado o marchar a la hoguera.

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