Corrupción se escribe con K

Los populistas pueden llegar a admitir que la corrupción no es precisamente una virtud política, pero acto seguido agregan que es un tema menor o no es el problema fundamental, cuando no es un pretexto de los enemigos del pueblo para atacar a los gobiernos populares. Más sofisticados, sus intelectuales explican que la verdadera corrupción es el “régimen” como tal, habitualmente liberal y oligárquico. Aunque el argumento más sorprendente que escuché en boca de uno de los próceres del populismo de los años sesenta es que, efectivamente, en el populismo hay ladrones, pero está bien que así sea, porque “antes robaban los antinacionales, en cambio ahora robamos los nacionales”. De lo que se deducía que si se era “nacional”, si se pertenecía a ese ilustre y distinguido linaje patriótico, se estaba habilitado para robar. ¡Y después algunos se preguntan asombrados por qué los populistas en el poder son tan aficionados a robar! Sencillo: si los sacerdotes de la causa los bendicen o les dicen que robar tal vez no sea bueno pero tampoco es tan malo, ¿podemos sorprendernos que los muchachos se sientan liberados de culpa y actúen en consecuencia?

Se dirá que corruptos hay en todas partes, que la corrupción como tal no es patrimonio de una exclusiva fuerza política. Es verdad. Pero convengamos que se está más cómodo cuando el “pecado” es permitido o, sencillamente, no es considerado un “ pecado”, ni siquiera una falta.

Siempre recuerdo aquel dirigente político de Rosario cuando en tiempos del menemismo me contó con cierto tono burlón y resignado: “Si no fuera tan grave sería como para divertirse: salir con ellos a tomar un café, un inocente café y por el solo hecho de escuchar lo que conversan en la mesa, escuchar solamente, ya es motivo para estar incluido en un proceso por asociación ilícita”.

No todos en la misma bolsa

¿Todos son así? Por supuesto que no. Conozco y me consta la decencia de militantes, políticos y funcionarios, pero también me consta que no son los que llegan al poder o deciden. Por el contrario, como la experiencia populista criolla lo demuestra hasta el cansancio, suelen ser las víctimas y los sacrificados de estas despiadadas maquinarias de poder.

Es un argumento pobre y a veces algo tramposo decir “No todos son lo mismo”. ¡Chocolate por la noticia! Hasta en el infierno no todos son lo mismo. Pero en términos de ejercicio del poder, no en términos de conductas individuales, convengamos que algo pasa con una fuerza política sobre la cual, después de ejercer el poder durante casi un cuarto de siglo, una de las conclusiones importantes y a veces decisivas de su gestión es la corrupción desenfrenada.

El Estado como botín

De Menem a los Kirchner hay diferencias por supuesto, pero la coincidencia que recorre ambas experiencias es la corrupción, la certeza de que el Estado es un botín y que el poder es un excelente lugar para enriquecerse como jeques árabes o usureros patagónicos. “Practicamos la ética de la responsabilidad”, me dijo uno que había leído las solapas de Weber. Pobre Weber. El más lúcido sociólogo del siglo veinte en boca de un ladrón para justificar sus actos.

Otra anécdota tal vez explique mejor lo que trato de decir. Un dirigente peronista local, un hombre de bien que se reúne con dirigentes nacionales de su partido. Hay que forzar una reforma constitucional y para ello se impone apretar, extorsionar y sobornar a algunos políticos y funcionarios no convencidos acerca de la bondad de esa iniciativa.

Nuestro dirigente local se siente incómodo. No es un santo, pero él no se hizo peronista para comportarse como un gángster. La respuesta a sus dudas por parte de su jefe político puede incorporarse muy bien al manual de la buena causa populista. “Mirá pibe, hacete cargo de una vez por todas en qué lugar estás parado… si estamos donde estamos es por que somos unos hijos de puta y, además… ¿sabés una cosa?…no nos importa que nos digan que somos unos hijos de puta”. Impecable. Howard Hawks, John Huston, Francis Coppola, Quentin Tarantino, hubieran pagado lo que no tenían por filmar esa escena.

Volvamos al punto en el que la corrupción no es el problema principal o no es importante. En principio, en la agenda de un país los problemas suelen estar conectados y se los conjuga en plural, pero la aceptación de esto no habilita a afirmar que la corrupción es una anécdota menor, un detalle al que no hay que prestarle demasiada importancia. Y no lo habilita porque, entre otras cosas, estos argumentos salen de las usinas de los saqueadores de los recursos públicos.

De todos modos, algunos datos nos permiten afirmar que la corrupción no es tan inofensiva como pretenden los populistas. Habría que preguntarse por ejemplo, por qué los países con mejor desarrollo económico y equidad social tienen índices muy bajos de corrupción. Pienso en Finlandia por ejemplo. También es sugestivo que los países más pobres, más violentos, más atrasados exhiben niveles altísimos de corrupción. Pienso en Angola, Nigeria, Venezuela. Entre estos extremos hay diversas situaciones, pero en todos los casos lo que queda claro es que a la hora de evaluar resultados o hacer balances, la corrupción no es un dato menor.

Observemos otras constantes. La corrupción no es una aventura individual. No se trata de tomar medidas con un ladrón de gallinas o con quien se robó un vuelto al descuido. La corrupción de la que hablamos es sistémica, hay que pensarla como una red. Una red de intereses y complicidades. Su forma institucional es la banda. ¿Bandidos? Sí, bandidos. López, Báez, De Vido, Jaime, Uberti, Boudou, Ella y Él, no son Llaneros Solitarios.

Para que la corrupción se exprese como tal es necesario asegurar la impunidad. Jueces y políticos cómplices que miran para otro lado, no aplican la ley y destruyen los organismos de control. Para que la corrupción sea tal, importa un poder político concentrado y oscuridad, mucha oscuridad. La sombra, la penumbra es el clima ideal. Nada de división de poderes y de transparencia, esas artimañas y tonterías de los liberales vendepatria. Concentrar el poder… de eso se trata. Concentrarlo en mano del Jefe o de la Jefa. Lo mismo da. Eternos, para siempre y por siempre.

Para que la corrupción imponga su señorío también hace falta una sociedad cómplice o indiferente. Una sociedad resignada a convivir con lo peor. No hay sociedades virtuosas y políticos corruptos. Como dijera Galbraith alguna vez a un periodista argentinos: “Nuestros políticos no son mejores que los de ustedes, la diferencia reside en que nosotros no les dejamos hacer lo que ustedes les dejan hacer”.

Por lo tanto no está mal -por el contrario es deseable- que en los próximos comicios nacionales la corrupción sea el tema central. Que los argentinos decidamos si queremos convivir con ella o si deseamos mantenerla alejada como la peste. Debatir acerca de la corrupción es debatir acerca de lo que nos pasó, lo que nos está pasando y lo que nos puede llegar a pasar. Discutir la corrupción es discutir la legitimidad del orden democrático, la calidad del sistema republicano, la fortaleza y vitalidad de las instituciones.

Pero discutir la corrupción es también discutir acerca de lo que hacemos con los recursos públicos… lo que hacemos y cómo lo hacemos. ¿O es necesario recordar que la corrupción además de degradar instituciones y almas, enferma, hambrea y mata? Ya lo sé… ya lo sé… no es el único tema… pero en la Argentina que vivimos, en la Argentina de la Rosadita, de los bolsos revoleados en las puertas de algún convento, en la Argentina de las inmobiliarias y los hoteles de Calafate, en la Argentina donde los fiscales se suicidan, los jueces “legítimos” no pueden justificar sus fortunas, los políticos y los sindicalistas se llenan la boca criticando a la oligarquía pero compran estancias y cascos de estancias, en la Argentina donde una presidente intenta justificar sus millones de dólares presentándose como una abogada exitosa, en esa misma Argentina donde esa abogada exitosa sigue siendo la figura más representativa del peronismo, está claro que la corrupción inevitablemente debe ocupar el centro de la atención pública.

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