Esperando los idus de octubre

En las elecciones previstas para el 22 de octubre se elegirán legisladores, pero todos sabemos que la decisión de fondo es si se está o no de acuerdo con este gobierno. Constitucionalmente, no debería ser así, pero en nuestro país es así nos guste o no. Por buenas o malas razones hemos cultivado la afición de vivir dramáticamente los avatares de la política. Esto significa que cada acontecimiento, cada episodio, cada conflicto, alienta un desenlace trágico.

Esta percepción de la realidad no es inocente, ni proviene de nuestro fogoso espíritu latino como alguna vez se dijera. La crispación, la exasperación política, la sensación de que caminamos al borde del abismo o que en cada diferencia se juega el destino de la humanidad o el de la nación, está alentada desde intereses y prácticas políticas muy concretas.

Que en la Argentina, ningún gobierno no peronista haya podido concluir su mandato constitucional no es azaroso o el producto de una suerte de incapacidad congénita de los no peronistas. Basta repasar las peripecias del último medio siglo para advertir que el peronismo no acepta, no concibe o no está dispuesto a reconocer que un país pueda ser gobernado por una gestión que no sea la de su signo. Este empecinamiento provoca consecuencias políticas y sociales visibles.

Los planes de lucha contra Frondizi e Illia, los catorce paros generales contra Alfonsín, las puebladas contra De la Rúa así lo testimonian. En todos los casos fueron gobiernos acosados por la furia corporativa y facciosa de un movimiento político decidido a recuperar el poder a cualquier precio. Contra Frondizi e Illia, se recurrió al argumento real de la proscripción, aunque como luego se supo, los líderes de estos sabotajes no perdían el sueño por el retorno de Perón y en más de un caso lisa y llanamente no querían que regrese.

El ser peronista

Perón finalmente volvió y ya sabemos los argentinos el precio que debimos pagar por ese retorno y, particularmente, el precio que pagaron los peronistas en esos lúgubres años en que los peronistas se dedicaron a asesinarse mutuamente en nombre de la misma causa y los mismos mitos.

En 1983, retornó la democracia, pero los hábitos facciosos de la política se mantuvieron intactos. Para esta fecha, no había proscripciones, pero ello no impidió que durante cinco años la oposición peronista hiciera lo posible y lo imposible para acorralar al gobierno. El control corporativo del movimiento obrero, las huelgas salvajes financiadas con los recursos saqueados de las obras sociales y la afiliación compulsiva (beneficios no por casualidad otorgados por dictaduras militares) permitieron y permiten alentar, promover y atizar conflictos hasta literalmente incendiar al país y deponer gobiernos.

Así lo hicieron en el pasado, así lo hacen en tiempo presente y así piensan hacerlo en el futuro si no controlan el poder. Ser peronista en los tiempos que corren significa enardecerse de ira, odio y furia porque, cuando son oposición, hay un treinta por cientos de desocupados, y luego, cuando son gobierno, hacerse los distraídos, mirar para otro lado o adulterar las cifras.

En estas elecciones, una vez más un gobierno no peronista intentará ser acorralado por una oposición que no disimula sus afanes desestabilizadores. Así lo dijeron al otro día de perder las elecciones y así lo siguen diciendo ahora. El actual gobierno es un enemigo del pueblo, un responsable del hambre y la miseria, un ajustador serial y compulsivo. Que todas las cifras indiquen que los ajustes más salvajes e injustos se hicieron bajo gestiones peronistas y que el año 2014 fue brutal, es un detalle que no importa porque en este juego perverso la verdad es lo menos importante y, en algunos casos, lo más molesto.

Hay señales de que la sociedad argentina algo está aprendiendo respecto de esta suerte de chantaje y extorsión política. Pero seríamos ingenuos si subestimáramos el poder que ejerce una oposición decidida a ir por todo y, en el camino, transformar cada conflicto en la madre de todas las batallas.

La ética vs. el estómago

“Corrupción o hambre”, parece ser la opción que el peronismo le presenta a los argentinos. Colocado en ese dilema, en el dilema de votar por la ética o el estómago, mayoritariamente la gente se inclinaría por las exigencias del estómago. El peronismo sabe o cree saber que en ciertos estratos de la sociedad la corrupción de los gobernantes no interesa demasiado, sobre todo si la moneda de cambio son planes sociales y otras prebendas por el estilo.

El otro factor que los favorece es que en el país hay problemas reales; la mayoría de ellos, proveniente de sus desastrosas gestiones. Entonces, resulta cómodo, sencillo y sobre todo lucrativo atizar el conflicto, arrojar más leña al fuego y presentar a la realidad económica y social del país como una calamidad extrema.

A decir verdad, el país no es muy diferente -y si algún cambio hay, es a favor- al que dejaron. Sin embargo, el coro de energúmenos lo presenta como el infierno o la antesala del infierno. Un Averno del que hay que salir lo mas rápido posible para marchar hacia el paraíso kirchnerista, cuyos beneficios paladean en la actualidad los vecinos de Santa Cruz y cuyas bucólicas y tropicales bondades en el orden latinoamericano disfruta el sufrido y humillado pueblo de Venezuela.

“Corrupción o hambre” es entonces la consigna cínica y procaz de nuestros populistas. La consigna posee su cuota de verdad, porque está claro que la corrupción en la Argentina en los últimos doce años fue escandalosa y esa plata que el kirchnerismo acumuló sin límites fue plata que se le sacó a la educación, la salud, la seguridad y las políticas sociales.

“Hambre”, como tragedia colectiva, no hay en la Argentina. Lo que hay es pobreza y marginalidad. Desocupación hay, por supuesto, pero los únicos desocupados recientes son “los Morsa” Fernández, los Julio de Vido o los Amado Boudou, personajes de los cuales se pueden decir muchas cosas menos que pasen hambre.

Lo seguro es que la región más acosada por las necesidades sociales es ese conurbano que, no por casualidad, el peronismo gobierna desde hace más de veinticinco años. El fraude perfecto. Responsables de la marginalidad y la pobreza, se presentan como los redentores de una realidad que ellos contribuyeron a crear y de la que se beneficiaron hasta el hartazgo.

Sin embargo, están haciendo todo para presentarse como los paladines de una Justicia Social en la que no creen, no han practicado, pero sí han disfrutado de sus réditos.

Para que ello sea posible, el objetivo es hacer de la más mínima diferencia una tragedia. Un hombre de más de noventa años se suicida y estamos ante un genocidio; una empresa se traslada, localiza a sus empleados o los indemniza y ganamos las calles y las avenidas de Buenos Aires denunciando al gobierno explotador y millonario.

Las elecciones de octubre serán una buena oportunidad para saber si los argentinos hemos aprendido algo de las experiencias vividas. Saber en definitiva si estamos dispuestos a ser un país normal con gobiernos ajustados a la ley, gobiernos de manos limpias y uñas cortas que no se propongan “la felicidad del pueblo” de la mano del líder providencial, sino hacer las cosas de la mejor manera posible y al concluir su mandato, volver a su casa sin pretender ser adorados como dioses.

“Algo anda mal en un país cuando el presidente cree que es el hombre más importante”, dijo alguna vez Illia, ese presidente que fue acosado sin misericordia por quienes luego se acurrucaron sin rubores y remilgos en las faldas de Onganía. Por el contrario, podríamos decir que un país anda bien cuando su presidente no inspira miedo, cuando gobierna desde la serenidad no desde la histeria; desde la mesura no desde la exasperación; desde el respeto no desde el agravio; desde la decencia, no desde el delito. Sobre estos temas, los ciudadanos deberíamos meditar a la hora de emitir el voto.

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