Las PASO, reflejo de un país que valora la fuerza del voto

Para el futuro queda abierto debatir si las PASO son o no útiles para fortalecer la democracia y el sistema de partidos políticos. Por lo pronto, están vigentes y, a juzgar por la participación ciudadana, la estima social que han despertado parece ser alta, envidiable, si la comparamos con países de larga tradición democrática en los que la indiferencia o la apatía electoral parecen ser las constantes.

Tal vez nos resulte anómico que elecciones primarias se transformen de hecho en una suerte de plebiscito nacional o algo así como una primera vuelta, pero al respecto convendría relativizar estas conclusiones, entre otras cosas porque en un marco más o menos equilibrado de relaciones de fuerza, la batalla política final se dará en los comicios previstos para el 22 de octubre.

Lo valioso de la experiencia electoral de ayer es que la voluntad de las urnas despejó las presunciones institucionales más sombrías en un país donde las elecciones «intermedias» fueron la antesala del fracaso de gobiernos de signo no peronista. Dicho con otras palabras, los resultados electorales apuntan a desterrar la «solución helicóptero», alentada por los sectores más extremos de un populismo que no se resigna a admitir la existencia de otra opción política que no sea la de su signo.

Si las tendencias electorales que se registraban a la hora de cerrar esta nota se confirman en el orden nacional, hay una victoria del oficialismo, con definiciones abrumadoras en los grandes centros urbanos y un resultado de un sugestivo valor simbólico en Santa Cruz, una provincia devastada por la corrupción y la dilapidación de recursos en la que Cristina Kirchner y sus hijos evaluaron que no resultaba prudente ir a votar.

En todas las circunstancias y más allá de las oscilaciones de los votos, Cambiemos consolida su poder político, en una performance que de todos modos deberá convalidarse en octubre y que en todos los casos es más una responsabilidad que un cheque en blanco. Observaciones al margen, esta victoria de Cambiemos no deja de ser notable, atendiendo a las tradiciones institucionales argentinas al respecto. A esto hay que sumarle, la actitud concreta de un electorado decidido a respaldar, a darle la oportunidad a un gobierno que debe desarrollar su gestión en un contexto de excepcionales dificultades económicas, financieras y sociales, y en un campo de relaciones de fuerza desventajoso (y que, más allá de los resultados parciales, seguirá siendo desventajoso).

Una Argentina decidida a aprender de las lecciones de su propia historia se está consolidando en estos años. Somos testigos de un cambio histórico singular alrededor de valores políticos, culturales y económicos que, con los matices del caso, muy bien pueden inscribirse en las tradiciones del liberalismo democrático. El país está cambiando, los argentinos estamos aprendiendo; los fracasos, los sinsabores, los dolores de un tiempo pasado parecen haber dejado sus lecciones.

Curiosamente, la victoria nacional de Cambiemos no debería leerse como la derrota política de Cristina Kirchner, que intentará seguir ejerciendo su liderazgo político apoyada en su ascendiente en el conurbano bonaerense. Por paradojas de la política, ese liderazgo más que una satisfacción para el peronismo es un problema, y en cierto sentido una celada o una trampa.

El kirchnerismo, como fuerza política, apenas supera el 10% en el orden nacional. Su aliado político territorial tal vez el más importante en el orden nacional es el gobernador de Formosa, Gildo Insfrán, con quien coincide en el modo de concebir el ejercicio del poder.

La pregunta a hacerse en este caso es si la elección que ha hecho en la provincia de Buenos Aires le permitirá liderar al peronismo. No hay una respuesta definitiva a este interrogante. Por un lado, no se puede desconocer de manera tajante la posibilidad de una Cristina decidida a ejercer una oposición en clave republicana, renunciando a la confrontación destituyente iniciada el mismo día que Macri asumió la presidencia. Algunas pistas del último tramo de la campaña alientan esta especulación: un comportamiento más moderado, menos confrontativo, menos ostentoso, alguna señales de autocrítica, cierta gestualidad con la que intenta presentarse como menos ríspida, menos provocativa .

Artimaña o estrategia, en esta campaña el kirchnerismo se las ingenió para ocultar sus rostros más cuestionados. Personajes como Amado Boudou, Aníbal Fernández, Julio De Vido estuvieron ausentes y la propia Cristina Kirchner decidió hacer una campaña en la que el único «detalle» que faltaba para «angelizar» su imagen era la de presentarse como Elisabet.

A esta suerte de promesa podemos creerle o no, pero en principio no se puede negar la posibilidad de un populismo decidido a ajustarse a las reglas de juego de la democracia. Como contrapunto, queda abierto el interrogante acerca de si Cristina sería capaz de reinventarse políticamente a sí misma, hacer lo que nunca hizo ni quiso hacer desde que ocupó el centro de la escena.

Menem, por lo pronto, no fue capaz de hacerlo. Ocurre que para el peronismo la relación con el poder es el Ejecutivo. Por tradición, mitología y formación ideológica, a los populistas les cuesta muchísimo pensarse como opositores, una desgracia que en todo caso se debe corregir lo más rápido posible.

Lo que vale para el populismo en general, vale para Cristina en particular. Es muy difícil que liderazgos como el de ella puedan adaptarse al ejercicio de una oposición republicana. Esto exigiría un equilibrio virtuoso entre la crítica y la colaboración, una paciente y laboriosa actividad parlamentaria, una predisposición al acuerdo, una apertura a lo diferente. Cuesta imaginarse a Cristina Kirchner en ese rol, pero la política también es el arte de la novedad y el desconcierto.

También Cambiemos ha ido consolidando sus liderazgos. Liderazgos abiertos, democráticos, republicanos, ajenos a las ensoñaciones mesiánicas y la pretensión despótica de eternizarse en el poder. Con un presidente que dispone de la excelente virtud de no inspirar miedo sino confianza. Y a su lado, políticos y gobernantes cuyas expresiones más significativas -no las únicas- son ejemplares. Como Elisa Carrió, una dirigente que hoy es la verdadera fiscal de la república y que ha hecho una gran elección en Capital. O como María Eugenia Vidal, cuyo temple, lucidez y talento los argentinos hemos podido apreciar en estos últimos días, durante el cierre de campaña. O el diputado Mario Negri, dueño de una garra de político de raza que exhibió cuando defendió la dignidad de un Parlamento al que se intenta convertir en un aguantadero de malandras.

Avanza la noche y más allá de las oscilaciones de las encuestas y los anuncios y proclamas, los argentinos podemos permitirnos una moderada felicidad porque hemos aprobado la asignatura más importante y valiosa de la democracia: aprender a votar, apreciar los valores del pluralismo y la moderación, del esfuerzo y la inteligencia, de la justicia y la libertad.

Con las primeras mesas escrutadas, el resultado mismo de los comicios parece un tributo al equilibrio de poderes. De esta nueva Argentina, que con dolores y esperanzas se empecina en nacer, no hay dueños exclusivos o patrones soberbios. Hay un soberano que es el pueblo y hay una sociedad que empieza a dejar de lado las sombras de las pesadillas y los delirios de la alienación.

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