¿Hacia dónde marcha Catalunya?

Pobres catalanes y pobre España. Para el 1º de octubre está convocado un referéndum que los separatistas califican de revolucionario y justo y los españoles de ilegal y fascista. Se anuncian tiempos difíciles. Más allá de las frases exitistas y de las amenazas, todos saben que las complicaciones son cada vez mayores. Los más exagerados hablan de guerra civil, los más moderados dicen que no es para tanto, pero a todos la imagen de dos trenes de frente circulando por la misma vía es la que les parece más representativa.

Los catalanes hace rato que vienen batiendo parche con su autonomía que ahora ha derivado en secesión lisa y llana o “desconexión” como dijeron el viernes pasado. Hace tres años hablaban de un referéndum no vinculante. No pudieron o no lo dejaron hacerlo. Ahora -según los “españolistas”- entre gallos y medianoche sacaron una resolución que le otorga al referéndum carácter de vinculante: “Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República Catalana”, titulan el decreto que sus adversarios no han vacilado en calificar de “engendro”. Más institucionalista, un político “español” les recordó que ser democrático significa no sólo votar sino respetar las leyes y, muy en particular, la Constitución Nacional.

Palabras más, palabras menos el Partido Popular, Ciudadanos y el Psoe se han opuesto terminantemente a lo que califican como un acto sedicioso o un golpe de Estado. Aseguran que los separatistas violan la Constitución, la misma que ellos aprobaron en su momento. Exigen que se aplique ya el artículo 155 de la Constitución Nacional, el que reclama el cumplimiento forzoso de las obligaciones contraídas. De allí a decir que van a mandar las tropas hay apenas un pasito.

Alfonso Guerra, uno de los pocos patriarcas que quedan del socialismo español, no vaciló en decir que el único franquismo que sobrevive en España es el de los nacionalistas catalanes. Rosa Diez y Fernando Savater opinan en términos parecidos. Ambos tuvieron que lidiar con el terrorismo vasco y saben muy bien de lo que están hablando. ¿Qué pienso yo? No creo que mi opinión importe mucho, pero si Savater, Guerra, Albert Rivera, Gabriel Albiac, Pedro J. Ramírez, Stanley Payne, Felipe González, entre otros, se oponen al separatismo, a mí sinceramente no me cuesta demasiado coincidir con ellos.

Liberales, conservadores, incluso socialistas le reclaman a Mariano Rajoy que ponga mano dura. Nadie entiende muy bien qué quiere decir en términos prácticos y en 2017 “poner mano dura”. En 1934, por ejemplo, al nacionalista catalán Lluís Companys se le ocurrió proclamar el Estado catalán. El engendro duró ocho horas. Pero en 2017 se sospecha que no hay condiciones para una intervención tan veloz y efectiva.

¿Qué hacer entonces? Presumo que los protagonistas se han ido metiendo en un pantano del cual no saben muy bien cómo salir. Jordi Pujol, el astuto, legendario y corrupto “catalinista” sintetizó en una frase la estrategia secesionista: “Primero paciencia y después independencia”.

Pero por su parte, el presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont dice que está dispuesto a negociar. ¿Qué hay para negociar después de la decisión secesionista del viernes pasado? No lo sé. El Tribunal Constitucional declaró ilegal el referéndum, pero los separatistas afirman que nada ni nadie les puede negar el derecho a la autodeterminación. Además -señalan- las únicas leyes que en la actualidad ellos reconocen son las de los organismos internacionales. A lo que modestamente agrego: siempre y cuando les convengan. Porque en estos temas de legalidad, estos nacionalistas e izquierdistas sostienen una visión utilitaria, demasiado utilitaria de la legalidad.

Los separatistas tampoco las tienen todas a su favor. Por lo pronto, según las mediciones, la mitad de los catalanes están en contra de la “desconexión”; es más, consideran que es un salto al vacío y un verdadero acto de irresponsabilidad política que sólo acarreará más desgracias.

Entre los simpatizantes del referéndum no todos piensan lo mismo. Ada Colau, por ejemplo, la alcaldesa de Barcelona, observa que fiel a su linaje democrático no se opone al referéndum, pero no comparte la secesión. Incluso entre los secesionistas, las diferencias no son menores. También allí las discrepancias entre derecha e izquierda, progresistas y conservadores, están presentes y en algunos casos parecen ser irreconciliables.

Sí es verdad que existe una abrumadora mayoría de catalanes que se queja del maltrato de Madrid, es decir, del gobierno nacional. Ese malestar para los entendidos es el que alienta a los sectores más radicalizados. Ese malestar es real y más allá de exageraciones parecería que hay buenos motivos para que exista.

Después están las picardías de los políticos. Empezando por los nacionalistas que durante años se dedicaron a extorsionar al gobierno central para obtener más recursos y beneficios. Rajoy, Zapatero y algunos otros deberían haber tenido presente aquel consejo de Bismarck acerca de la tentación de sobornar a los díscolos: “Quien quiera comprar a un enemigo nunca tendrá dinero suficiente”.

En el camino se permitió que se jugara con el chiche del nacionalismo. Y ya se sabe que cuando ese “diablito” se pone en marcha después es muy difícil pararlo. Entre el tradicionalismo, la demagogia y la corrupción, el nacionalismo fue ganando terreno, incluso a pesar de algunos nacionalistas que querían jugar a la secesión pero sin ir demasiado lejos.

Mientras tanto, desde “España” la animosidad contra un separatismo irresponsable, injusto e infame, fue creciendo. Políticos, intelectuales y periodistas no vacilan en asegurar que los caudillos catalanes alientan la secesión como coartada para rehuir las responsabilidades por los numerosos episodios de corrupción en los que están comprometidos. Para entender este punto de vista, pensemos -con las diferencias políticas y geográficas del caso- a los Kirchner alentando la secesión de Santa Cruz para no rendir cuentas del saqueo cometido mientras fueron gobierno.

Más allá de estas imputaciones, de la denuncia acerca de que los nacionalistas catalanes más que promover la secesión lo que hacen es huir hacia adelante, en lo que importa insistir es que en el cotidiano catalán la noción de que son un país diferente está instalada con mucha fuerza. En efecto, las críticas a España fueron creciendo en agresividad y violencia, al punto que desde Madrid se habla de una verdadera “hispanofobia”.

En Catalunya todos hablan español porque lo aprendieron en sus casas, porque es una tradición y porque les guste o no España tiene mucho que ver con ellos, pero en ningún lugar del mundo este idioma, el castellano, como les gusta enfatizar, ha sido tan ninguneado. Los catalanes reivindican sus propios símbolos y sus propias tradiciones. Y lo hacen de manera beligerante. Al idioma español sólo lo usan para los turistas porque serán nacionalistas pero no estúpidos, sobre todo cuando de lo que se trata es de ingresos económicos. Pero el idioma catalán es de hecho obligatorio para toda persona que quiera quedarse a vivir en cualquiera de las ciudades o pueblos catalanes.

Los niveles de agresividad varían, pero son fuertes y, sobre todo, han ido creciendo alentados por políticos, intelectuales e izquierdistas que suponen que son muy modernos y muy avanzados atizando versiones del nacionalismo, muchas de ellas rayanas con el racismo y el fascismo.

Llama la atención, de todos modos, y seguramente será motivo en su momento de algunos cuantos proyectos de investigación académica, que una región moderna, rica, cosmopolita, culta y urbana aliente nacionalismos que la globalización creía haber superado.

Por último, además de criticar al nacionalismo catalán, correspondería criticar el fracaso del nacionalismo español, el fracaso de un Estado que no logra o tiene serias dificultades para afianzarse y consolidar la Nación. Sobre este fracaso ha corrido mucha tinta y seguirá corriendo. Es de esperar, todos lo esperamos, que no corra sangre.

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