La tragedia de los postergados

Sin exageraciones podría decirse que en la Argentina el reclamo por la aparición con vida de Maldonado es unánime. En este punto los argentinos curiosamente estamos unidos. Por diferentes motivos, tal vez, pero unidos. Al respecto, nunca se insistirá demasiado en decir que poco importa lo que piensa, lo que siente o lo que dice Maldonado. Es una persona y como toda persona su derecho a la vida es absoluto. Lo que vale para Maldonado vale para cualquier persona con independencia de su religión, el color de su piel, su ingreso económico o su nacionalidad.

La desaparición de Maldonado puso en un primer plano fortalezas y debilidades. La fortaleza de una sociedad decidida a no aceptar el crimen y la debilidad de una cultura política oportunista y tramposa. También se incorporaron debates que merecen darse. El caso de los mapuches y sus reclamos es un ejemplo: ¿qué hacer con ellos? ¿Qué hacer con sus reclamos? ¿Qué hacer con ese artículo de la Constitución que le otorga identidad a los denominados pueblos originarios?

Imposible agotar en un artículo una polémica extensa y compleja. Por lo pronto, algunos puntos de partida puedo permitirme sugerir. En principio, sostengo que aquello que vale para Maldonado vale para los mapuches y los aborígenes en general. Sus derechos no provienen de su condición de «indios» o de su pasado, sino de su condición de personas. Sus derechos son los derechos de todo ciudadano. Suena a obvio, pero hay que decirlo para refutar a los que por motivos racistas o de clase intentan negárselos, pero sobre todo para polemizar con quienes suponen que la fuente de sus derechos nace de la pertenencia a una tribu y no de la pertenencia a la condición humana.

Es verdad, sus padecimientos sociales provienen de la pobreza y la marginalidad, una pobreza y marginalidad no muy diferente a la de muchos criollos o a la de los millones de argentinos que, según las estadísticas, oscilan entre la desesperanza de la miseria y los abismos de desolación de la indigencia. Sacarlos de ese lugar es una de las enormes deudas pendientes de los argentinos y en particular de su clase dirigente. Puede que las políticas sociales deban incluir diferencias nacidas de la historia, pero en todos los casos lo que no se debe perder de vista es que el drama de la indigencia afecta a todos por igual. No es el «privilegio» de una tribu, una etnia; es en toda caso la tragedia de los postergados, los excluidos, los explotados o como mejor quieran denominarlos, una tragedia que no hace distinciones de orígenes.

Respeto la Constitución nacional, pero como ciudadano puedo permitirme disentir con algunos de sus enunciados sin que ello signifique rebelión o desacato. En particular no comparto la denominación de «pueblos originarios». Como dijera un antropólogo con cierto tono de humor, si queremos ser coherentes con este enunciado, la «originalidad» exclusiva pertenece a Adán y Eva. Pero para no irnos tan lejos, digamos que la historia de la humanidad es la historia de ocupaciones, invasiones, derrotas y victorias, encuentros y desencuentros. No hay pueblos «originarios», históricamente hay pueblos emergentes que a través de procesos complejos se despliegan a lo largo de la historia.

Los derechos de los denominados indígenas son tales no por su condición de indígenas, sino de hombres, de personas. Reivindicar con las mejores intenciones políticas una condición biológica está más cerca de las ideologías racistas que de posiciones progresistas. Postergar al individuo en nombre de la comunidad o la tribu es regresivo y en un punto reaccionario; postular el retorno al pasado atribuyéndole virtudes mágicas o redentoras es negar la historia con sus contradicciones y sus cambios.

La realidad de las diferentes tribus existentes en nuestro país es diversa como diversos son sus reclamos y las metodologías para llevarlos a la práctica. No es la causa comanche la que hoy nos aflige políticamente, sino la violencia que en nombre de esa causa practican algunos grupos. También en este punto la ley es la referencia ineludible entre lo permitido y lo prohibido. Los argentinos elegimos respetar la vida y dirimir nuestras diferencias pacíficamente. Todo lo demás puede y debe discutirse.

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