El fútbol, Kiarostami y otras menudencias

Al fútbol se lo puede criticar, pero no ignorar. El principio vale para los mundiales que se celebran cada cuatro años. Sabemos que más que un acontecimiento deportivo es un formidable negocio, que los que manejan sus hilos se parecen más a empresarios tramposos o capos mafiosos que a dirigentes deportivos, que el resultado de cada partido es motivo de sospecha, pero lo cierto es que cuando se inicia un campeonato mundial de fútbol todo pasa a un segundo plano, y por tres o cuatro semanas la atención gira alrededor de los resultados.
Mi tío siempre me decía que para no desanimarse con las realidades del fútbol había que suspender el principio de credibilidad o la noción de realidad durante noventa minutos. Como en el teatro o el cine. Uno acepta el espectáculo para divertirse o sufrir, sin hacerse preguntas, preguntas cuyas respuestas el único efecto objetivo que podrían provocar es el de amargarnos la vida.
Digamos que se asiste a la cancha o a la pantalla del televisor con un cierto estado de inocencia. Insisto: como en el cine o el teatro, necesito convencerme de que lo que veo en la cancha es cierto, entre otras cosas porque a pesar de todo, a pesar de las trampas, de los árbitros y jugadores comprados, siempre, de una manera a veces confusa, a veces transparente, el buen fútbol aparece, el arte, la creatividad, el talento se imponen, aunque más no sea como destello, como un breve instante luminoso que lo justifica todo.
El director de cine iraní Abbas Kiarostami, filmó una película titulada en español “La vida continúa”. El tema, uno de los temas, es el terremoto en Irán de 1990. Aldeas destruidas, casas en ruinas, gente muerta y gente evacuada. Se trata de una tragedia a la que Kiarostami expresa con imágenes impecables. En esa tragedia, en esas multitudes instaladas precariamente en campamentos, hay niños y jóvenes esperanzados porque las autoridades han decidido instalar una antena en el campamento para que puedan ver los partidos del Mundial y, particularmente, el que van a jugar Brasil y la Argentina.
Un observador que pasea en auto, algo así como un intelectual crítico, no entiende por qué con tantas desgracias a la gente le queda ganas de ver un partido de fútbol que se juega a miles de kilómetros de distancia. A uno de los muchachos que está ayudando a instalar la antena, nuestro intelectual le pregunta si cree conveniente ver un partido de fútbol en esos días. El hombre le contesta que está de luto, que el terremoto le mató a una hermana y a tres sobrinos. ¿Y entonces? La respuesta no se hace esperar: “‘¿Qué podemos hacer? La copa es cada cuatro años. No hay que perdérsela. La vida continúa”.
La vida continúa. Ésa es la cuestión. Para esta gente lo excepcional es el terremoto, que ocurre cada cuarenta años; en cambio, el fútbol está ligado a la realidad, a la vida de todos los días, a lo normal y placentero. Estas gentes han perdido sus casas y sus seres queridos; el futuro que les aguarda son las necesidades, pero no se quieren perder un partido de fútbol. No sólo no se lo quieren perder, sino que en medio de tantas desgracias el partido de fútbol es la única buena noticia que han recibido. ¿Alguien les puede reprochar algo? ¿Alguien puede ser tan injusto o inhumano de despojarlos incluso de esa pequeña e inofensiva alegría? Para esa gente, las trapisondas y matufias del fútbol no les dicen ni les aportan nada. ¿Se los puede calificar de alienados? O, por el contrario, ¿no es su comportamiento de un realismo conmovedor?
En lo personal, he escrito numerosos notas -demasiadas si se quiere- acerca de la violencia del fútbol, los barrabravas, las pasiones primarias que desata, los negociados escandalosos e infames. No me arrepiento de haberlo hecho y lo seguiré haciendo porque creo en ello. Pero toda reflexión sobre el tema sería incompleta si no incluyera otra mirada, la mirada del placer, el placer que produce la jugada impecable, la gambeta precisa, el gol como obra de arte.
Sin duda que el fútbol debe ser muy hermoso como para que, a pesar de todo, a pesar de los Grondona y los sigilosos truhanes de la Fifa, la gente se siga apasionando por un partido, festejando una jugada maestra o aplaudiendo un gol. Pier Paolo Pasolini sostenía que el fútbol es un sistema de signos, un lenguaje. Y concluía: la gambeta y el gol son los momentos poéticos de ese lenguaje.
Después está la relación del fútbol con la política. Relaciones que son reales, que existen. Sin embargo no es el fútbol el que pretende manipular a la política sino los políticos los que quieren usar al fútbol. Presidentes, caudillos, ministros, intentan valerse de la pasión popular para obtener prestigio, votos o aplausos. No sé si todos los políticos caen en esa trampa, pero me consta que no son pocos.
En realidad, el esfuerzo es inútil, una pérdida de tiempo y, sobre todo, de plata. Mussolini logró que en 1934 el Mundial se jugara en Italia, y en 1938 que Italia fuera campeón del mundo por segunda vez. “‘Vencer o morir” fue la consigna que le envió a los jugadores para que se quedaran tranquilos. Nada de ello impidió que pocos años después perdiera el poder y la vida. ¿Y si Italia no hubiera salido campeón? El resultado político habría sido más o menos el mismo, porque lo que hay que saber es que la gente podrá encandilarse con un partido, pero de manera intuitiva sabe darle a cada uno lo suyo: al fútbol, gambetas y goles; a la política, resultados prácticos sobre orden, seguridad y calidad de vida.
Sin irnos tan lejos, a los militares les valió de poco haber “permitido” que la Argentina fuera campeón en 1978. En un contexto opuesto, el campeonato de 1986 no impidió que al año siguiente Alfonsín perdiera las elecciones en casi todas las provincias. A esta elemental lección de la historia, los políticos deberían aprenderla de una buena vez. Su tarea, dicho clara y sencillamente, es la de gobernar bien, así como la tarea del jugador de fútbol es jugar bien. Así es la vida y está bien que así sea.
De todos modos, no es el fútbol como espectáculo para ganar votos lo único que lo relaciona con la política. Miremos a nuestro alrededor. El presidente de Paraguay registra como antecedente haber dirigido un club de fútbol; Berlusconi en Italia proviene del mismo lugar. En la Argentina hubo más de un intendente cuyo exclusivo antecedente fue el de haber sido presidente de un club. Usandizaga fue uno de ellos; Macri es el otro.
Después están los negociados, las tramoyas, las trampas. Uno de los grandes libros de Dante Panzeri se llama ‘’Gangsterismo y fútbol’’. Hay que leerlo porque no miente, habla de lo que sabe y todo lo que dice hace más de treinta años que sigue siendo cierto. Panzeri se opuso a que el Mundial de 1978 se jugara en Argentina. “No somos Suiza para darnos ese lujo”, decía.
Panzeri discutió duro con el almirante Lacoste en su casa. Después el almirante iba a decir: “‘No lo pude convencer, pero él la convenció a mi mujer, que ahora la tengo en contra”’. El razonamiento de Panzeri se sintetizaba en una imagen simple: “‘Es como si un tipo que no tiene plata para ponerle nafta a su Ford T, decidiera comprarse un Alfa Romeo. Los resultados son previsibles”. Panzeri murió en 1978, poco antes de iniciarse el Mundial, pero a sus razonamientos Dilma Roussef los debería haber tenido en cuenta para no enredarse en un berenjenal que no conoce ni entiende.
¿Está en juego el llamado honor nacional en estos partidos? Para nada. En primer lugar, porque no sé muy bien qué quiere decir “‘honor nacional”’ en el siglo XXI. ¿Y entonces? También en este punto es aconsejable suspender el principio de realidad y jugar a que nos creemos que estamos librando grandes gestas nacionales, cuando en realidad lo único que está en juego es un partido de fútbol cuyos resultados no tienen ninguna consecuencia para nuestra vida real. Como le gustaba decir a Borges al respecto: “‘Que once jugadores nos representen como nación, es tan arbitrario como que lo mismo pretendan hacer once dentistas”’.

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