Finales de novelas policiales


A riesgo de simplificar en exceso, me atrevería a decir que si un escritor ha logrado resolver el inicio y el final de una novela es porque ha resuelto lo más importante y ahora solo le queda trabajar duramente, con empecinamiento, miedo, a veces desesperación y a veces alegría. Si de finales se trata hay una amplia biblioteca escrita aconsejando qué hacer con ellos, consejos interesantes, inteligentes, pero que a la hora de escribir tengo mis dudas de que sirvan mucho. En la página de hoy selecciono finales preferentemente de novelas policiales o de aquello que podemos entender por policiales. Incluyo algunos finales de Conrad porque ciertos tonos y, en mi caso, cierta predisposición a leerlo no es muy diferente a la que tengo con las llamadas policiales. Lo mismo vale para William Faulkner, aunque en este caso sus «temas» están más cerca de la novela negra y hasta se ha llegado a decir que fue uno de los pioneros del género, afirmación a tomar con pinzas por varios motivos, pero entre otros porque tanto Faulkner como cualquier escritor que se respete siempre se resiste a ser encasillado en un «género». Inicio la selección con mi maestro Raymond Chandler y ese formidable libro que se llama «El largo adiós», un libro que leí en mi primera juventud y nunca dejé de leer, un libro del cual sin vacilaciones me animo a decir que en mi modesta formación intelectual  fue  mucho más importante que El Capital además de ser la novela que me acompañó a lo largo de todos estos años o de todas estas décadas, en las buenas y en las malas, en la soledad y la compañía, en libertad y en la cárcel. El final de El largo adiós es memorable por varias razones, entre otras porque Chandler lo escribió y lo corrigió, dicen que más de treinta veces, una verdadera lección para escritores y aspirantes a  escritores siempre apresurados por publicar o que subestiman el principio de que la clave de una buena escritura es la corrección.

En la selección incluyo por merecimientos propios el final de «El desquite», una excelente novela escrita por un socio del CPA, Rubén Tizziani, autor de «Noche sin lunas ni soles», Siempre es triste volver», «Los borrachos en el cementerio», para mencionar las más conocidas, novelas todas cuya calidad lo instalan a nuestro socio como titular del seleccionado (en el año del Mundial toda comparación con el fútbol debería estar permitida) de nuestros mejores escritores.

 

 

 

 

Usted compró muchas cosas de mí por nada, Terry. Por una sonrisa, una inclinación de cabeza, un saludo con la mano y algunas copas tomadas de vez en cuando en un bar tranquilo y confortable. Fue agradable mientras duró. Hasta la vista amigo. No le digo adiós. Se lo dije cuando tenía algún significado. Se lo dije cuando era triste, solitario y final…Se dio vuelta y se encaminó hacia la salida. La puerta se cerró. Escuché los pasos que se alejaban por el corredor de mármol. Después de un momento fueron haciéndose cada vez más leves hasta que reinó el silencio. Sin embargo seguí escuchando. ¿Para qué? ¿Hubiera querido que se detuviera de pronto, que regresara y disipara con sus palabras el estado de ánimo en que me encontraba? Bueno, de todos modos no lo hizo. Aquella fue la última vez que lo vi. Nunca volví a ver a ninguno de ellos…excepto a los policías. A éstos todavía no se ha inventado la forma de decirles adiós. Raymond Chandler: El largo adiós.

 

 

Creo que es eso lo que usted quiere, imbécil. Ahora me marcho a Amboise. Si, a emborracharme. Si no sabe dónde está Amboise pregúnteselo a su hijo, y si no sabe usted lo que es un borracho, venga a verme y de paso tráigame algún dinero, pues me he quedado sin un mango. William Faulkner: Pylon.

 

 

Tal vez aquello equivalía a la venganza de la Mafia. Tom albergaba la esperanza de que aquello fuese todo lo que iba a recibir…de la Mafia o de madame Simone, De hecho el escupitajo que recibió fue una especie de garantía, ciertamente desagradable. Por si Simone no hubiese decidido conservar el dinero de Suiza, no se habría molestado en escupirle y él, Tom. estaría en la cárcel. Pensó que Simone se sentía un poquito avergonzada de sí misma. En eso era igual que gran parte del resto del mundo. Tom presintió que, de hecho, la conciencia de Simone estaría más tranquila que la de su esposo, de seguir él con vida. Patrica Highsmith: El amigo americano.

 

 

Nunca he vuelto a verlos, El mar se apoderó de algunos, los barcos de vapor de otros, los cementerios de tierra podrán dar cuenta del resto….¡Así sea! Dejemos a la tierra y el mar los que a una y a otro pertenecen. Un compañero de a bordo que se deja se va para siempre, y a ninguno de ellos volví a ver. Pero hay días en que la corriente del recuerdo rechaza con fuerza el Río de los Nueve Meandros. Entonces veo deslizarse entre desoladas riberas un barco, barco fantasma maniobrado por sombras. Pasan y me hacen señas, gritando vagamente: ¿No conquistamos todos juntos sobre el mar inmortal el perdón de nuestras vidas pecadoras? ¡Adiós hermanos! Erais buenos marineros. Jamás mejores embridaron con gritos salvajes la ondulante tela de un pesado trinquete, ni, balanceados en la arboladura, perdidos en la noche, contestaron mejor, alarido por alarido, el asalto de un temporal del Oeste. Joseph Conrad. El Negro del Narcissus.

 

 

-¿Por qué la has matado?, me preguntó el policía que iba sentado a mi lado.

-Ella me lo pidió.

-¿Has oído eso Ben?

-Un muchacho muy servicial- dijo Ben por encima del hombro.

-¿Acaso no matan a los caballos?

Horace McCoy: ¿Acaso no matan a los caballos?

 

 

Algunos morimos en un día. A otros les cuesta mucho más. Años incluso. Todos morimos, como Adán, eso es cierto, pero no todos los hombres vuelven a la vida, como Ernest Hemingway. Si los muertos no resucitan, ¿qué pasa con la vida del hombre? Y si resucitan, ¿con qué cuerpo volvemos a la vida? No tenía respuestas para eso. Nadie las tenía. Si los muertos resucitasen y fuesen incorruptibles y yo pudiera cambiarme por otro en un abrir y cerrar de ojos, puede que, solo por morir, valiera la pena dejarme matar o quitarme la vida…Cuando llegué a La Habana, fui a Casa Marona y pasé la noche con par de chicas complacientes. No me quitaron ni un grano de soledad. Solo me ayudaron a pasar el rato. El poco del que disponemos. Philip Kerr: Si los muertos no resucitan.

 

 

Caminaba muy lentamente y no sentía la mordedura del viento helado, no sentía nada. Y más tarde, al doblar en las esquinas, no se molestó en mirar las sombras de las calles. No sabía dónde se dirigía y tampoco le importaba. David Goodis: Viernes negro  

 

 

No sé cual era el juego, No estoy segura de cómo debía jugarse. Solo sé que en algún momento hemos jugado contra las normas. Ni siquiera sé lo que hay en juego. Lo único que sé es que hemos perdido. Y que ahora el juego ha terminado. William Irish: Me casé con un muerto.

 

 

 

 

Se han ido ya. Huidos, proscritos en la muerte o en le exilio, perdidos, arruinados. Sobre la tierra, sol y viento, regresan todavía para quemar o mecer los árboles, los pastos. Ningún avatar, ningún vástago, ningún vestigio queda de esas personas. En boca de la extraña raza que allí mora sus nombres son ahora mito, leyenda, polvo. Cormac McCarthy: El guardián del vergel. 

 

 

 

Los del pueblo lo colgaron igual porque era negro. Su pantalón seguía formando en la entrepierna un bulto irrisorio. Boris Vian: Escupiré sobre vuestra tumba.

 

 

-Tienes que hacerlo- dijo. Se acercó más a él y atrajo la cabeza hacia sí. -Toma- dijo. Así. Su mano le sujetó la cabeza por detrás. Sus dedos se movieron con delicadeza entre el pelo del hombre. Ella levantó la vista y miró a través del granero, y sus labios se juntaron y dibujaron una risa misteriosa. John Steinbeck: Las uvas de la ira. 

 

 

 

¡Que inmundo hijo de puta eres!- me dije. No mereces que nadie te quiera. Sabés muy bien que ella no te traicionó. La tuvieron en sus manos desde ayer por la tarde y la torturaron sin asco. Si te hubiera traicionado ya estarías detenido o con un plomo en la cabeza. Bueno, espero que te guste vivir solo como un perro. Espero que te diviertas con todo ese dinero. Espero que consigas sacártela de la cabeza. Pero no creo que puedas. James Hadley Chase: Un  loto para Miss Quon.  

 

 

Soplaba un viento frío y se estremeció apurando el paso, pensando que durante mucho tiempo, bastarían una brisa fresca, como la de esa noche, y una calle vacía a la madrugada, para que la melancolía retornara intacta y le sucediera lo mismo que a uno de esos viejos combatientes que había conocido en la niñez: los recordaba sobre todo en el invierno, sentados después de cenar en la caldeada cocina de la casa, contando terribles historias, mientras en su rostro gastado se mezclaban las sombras del horror y la angustia con un destello de entusiasmo por la guerra pasada. Rubén Tizziani: El desquite.

 

 

Esta es la noche, Voy a tirarme en la cama enfriado, muerto de cansancio, buscando dormirme antes de que llegue la mañana, sin fuerzas ya para esperar el cuerpo húmedo de la muchacha en la vieja cabaña de troncos. Juan Carlos Onetti: El pozo.

 

 

Sobre el horizonte lucía una estrella. Calvino se acordó de que no tenía nada de comer en casa. Planeó entonces meterse en la cama sin más y dormir, dormir esa clase de sueño sin sueños, un sueño sin arrepentimientos, sin saber y sin pensar en cómo habían llegado a ser las cosas tal como eran, ni en cómo algunos fragmentos  de decencia ocasionalmente escapaban a las leyes de la gravedad. Christopher G. Moore: Hora cero en Phnom Penh. 

 

 

Pasó media hora hasta que dos canas que iban de ronda descubrieran el coche. El chico seguía durmiendo. Tony, el tísico, descansaba sobre el volante, con los brazos caídos en el asiento. Sus tripas formaban un delantal sanguinolento sobre el regazo. Auguste le Bretón: Rififí.

 

 

Tomé un segundo vaso para fortificar mis nervios. Entonces saqué el cheque de Mrs. Marburg de la caja fuerte. Lo rompí en pequeños pedazos y arrojé los papeles amarillos por la ventana. Cayeron con suavidad sobre cabezas de pelo corto, cabezas de pelo largo, sobre cabezas huecas y cabezas amargadas, sobre desertores militares, sobre cazadores de dólares, sobre bailarinas, sobre heridos que caminan, sobre santos idiotas…sobre inadaptados…sobre vírgenes tontas. Ross McDonald: El enemigo insólito.

 

 

El estallido del disparo hizo retumbar la pequeña habitación. Charlotte dio un vacilante paso atrás. Sus ojos se colmaron de estupor como si se negaran admitir lo que habían visto. Creo que intentó mirar la herida que había recibido…Oí caer su cuerpo y me volví de nuevo. Las pupilas de Charlotte estaba contraídas por el dolor. El intenso dolor que precede a la muerte. Un dolor enorme, aunque no tan grande como la perplejidad con que, balbuciendo, me dijo:

¿Cómo has…podido?

Pensé que dentro de un instante esa mujer que alguna vez quise sería cadáver. Pero aún tuve tiempo de responderle:

-No me costó gran cosa.

Mickey Spillane: Yo, el jurado. 

 

 

 

¿Qué importara dónde uno yaciera una vez muerto? ¿En un sucio sumidero o en una torre de mármol en lo alto de una colina? Muerto, uno dormía el sueño eterno y esas cosas no importaban. Petróleo y agua eran lo mismo que aire y viento para uno. Solo se dormía el sueño eterno y no importaba la suciedad donde uno hubiera muerto o donde cayera. Ahora, yo era parte de esa suciedad más que Rusty Regan. Pero el anciano no tenía que serlo. Podía yacer tranquilo en su cama con dosel, con sus manos cruzadas encima de las sábanas, esperando. Su corazón era un breve e inseguro murmullo. Sus pensamientos era tan gris como la ceniza. Y dentro de poco, él también, como Rusty Regan, estaría durmiendo el sueño eterno. En el camino de la ciudad paré en el bar y me tomé un  par de whiskys dobles. No me hicieron ningún bien. Todo lo que hicieron fue recordarme a Peluca de Plata. Nunca más volví a verla. Raymond Chandler. El sueño eterno.

 

 

El sol que inundaba el patio con su luz cegadora me golpeó en los ojos como una maza. Me adelanté, titubeando en dirección a  los policías. Seguí andando en dirección a las armas que empuñaban, sin verlas claramente. Levanté los brazos lo más alto que pude por encima de la cabeza Proyectaban una sombra inmensa sobre el piso caliente. Llevaban en la mano un objeto pesado, que dejé caer. Mi revólver. Vaya negocio me había traído Ferrand. Un negocio que solo me había acarreado problemas. Y ahora los canas se disponían a añadir unos cuantos más. Leo Malet: Ratas de Montsouris.

 

 

Al cabo de un rato se sentó en la calzada. Se quitó el sombrero, lo dejó delante de él en el asfalto, inclinó la cabeza, se llevó la mano a la cara y lloró. Estuvo allí sentado mucho tiempo y al cabo de un rato el este empezó a clarear, y al cabo de un rato el genuino sol, obra de Dios, salió realmente una vez más para todos, sin distinción. Cormac McCarthy: En la frontera. 

 

 

Deshágase de esa plata. Yo no quiero verla nunca más. El hombre tiene tres veces veinte y diez años en esta tierra, dice el Libro. Él puede querer un montón de cosas en ese tiempo y un montón de lo que él puede querer debe ir a él, si él empieza bastante pronto. Yo he esperado demasiado para empezar. Ese dinero está allí. Aquellos dos blancos que vinieron a escondidas aquella noche hace tres años y desenterraron veintidós mil dólares años y se largaron con ellos antes que nadie los viese. Yo lo sé. Yo vi el hoyo que ellos rellenaron de nuevo, y el cántaro que estaba enterrado allí.. Pero yo estoy cerca del fin de mis tres veces veinte años y diez años, y pienso que ese dinero no es para mí. William Faulkner: El fuego y el hogar. 

 

 

Y aquí termina todo. Desaparece del mundo como una nube misteriosa, inescrutable en el fondo de su corazón, olvidado, sin el perdón de los que lo rodeaban y excesivamente romántico…Ahora que ya ha dejado de existir, hay días en que la realidad de su vida pesa sobre mi ánimo con una fuerza inmensa, abrumadora; y, sin embargo, doy fe que hay también momentos  en que cruza ante mi vista como alma errante perdida entre las pasiones de este bajo mundo, pronto a someterse fielmente al llamamiento de aquel otro mundo de sombras al que pertenece. Joseph Conrad: Lord Jim

 

 

Estoy bastante borracho ahora. Creo que a los condenados a muerte nos dan drogas en la comida para que no pensemos en nada. Yo trato de no pensar. Siempre que puedo me imagino estar con Cora, con el cielo sobre nosotros y el agua en derredor hablando de lo felices que vamos a ser y cómo nuestra felicidad será eterna. Me parece estar en el cielo cuando estoy allí con ella. Eso es lo que parece cierto acerca de la otra vida, y todo eso que dice el padre McConnell. Cuando estoy con ella creo en eso. Pero cuando empiezo a figurármelo, como dice él, todo queda en nada. James Cain: El cartero llama dos veces.

 

 

Smiley vio como la camioneta se alejaba. Lentamente, siguiendo con prudencia su camino por el asfalto mojado. Y se quedó allí, en la calle. hasta mucho después de que la camioneta hubiera desaparecido, con la mirada perdida en el fondo de la calle, indiferente a la curiosidad de los transeúntes que se preguntaban qué estaría mirando aquel hombre. Pero no había nada que mirar. Nada más que la calle en penumbra y las sombras que por allí se deslizaban. John le Carré: Asesinato de calidad.

 

 

Y todos asentimos: el hombre de negocios, el hombre de finanzas, el hombre de las leyes, todos asentimos sobre la mesa barnizada que, como una lamina inmóvil de agua marrón, reflejaba nuestros rostros, sudados, arrugados; nuestros rostros marcados por el trabajo, las decepciones, el éxito, el amor; nuestros ojos cansados que aún miraban, miraban siempre, miraban ansiosamente en busca de algo en la vida que mientras se lo espera ya se ha ido, pasado sin ser visto, en un suspiro, en un instante, junto con la juventud, con la fortaleza, con las ilusiones. Joseph Conrad: Juventud

 

 

Ella le puso un dedo en el labio y lo besó. Siguieron paseando. No había una puta nube en el cielo. Ian Rankin: El jardín de las sombras.

 

 

Mira los focos que la ciegan, aturdida, sin comprender o que le dicen. Al fin levanta un poco el Aká, mirándolo como si hubiera olvidado algo que llevaba en la mano. Pesa mucho. Un chingo. Así que lo deja caer al suelo y echa a andar de nuevo. Híjole, se dice mientras cruza la verja. Estoy cansada a reventar. Confío en que algún hijo de su pinche madre tenga un cigarrillo. Arturo Pérez Reverte: La Reina del Sur.   

 

 

Hay quienes viven adentro de esos armarios. Gente que pasa la noche fuera y el día dentro de su pequeña caja sin ventas, junto a sus cosas amontonadas. Los vimos deambulando por los largos pasillos y escuchamos la música de sus transitores al otro lado de sus puertas metálicas. Supongo que es gente que no ha logrado estar a la altura de sus sueños ni ha conseguido desprenderse de ellos. Me lo dijo un borracho irlandés: «Quienes aman Nueva York se odian un poco a sí mismos». Roy Loriga. El hombre que inventó Manhattan.

 

 

Volvimos a casa y limpiamos la sangre de la cocina, Había salpicado todos los electrodomésticos, las alacenas y el suelo. Mientras limpiábamos intercambiábamos impresiones sobre el accidente. Básicamente pensábamos lo mismo. Ninguno de los dos acababa de entender de dónde salía la sangre cuando lo único que hacíamos era besarnos. Sam Sheppard: El miedo al violín.

 

 

Cuando ya bajaban por el calle, de nuevo frente al ocaso, un grupo de aves nocturnas se elevó del polvo de la carretera con aleteos salvajes y miradas rojas como joyas en los faros. Cormac McCarthy: Hijo de Dios.

 

 

Después las voces se apagaron y el canto se desvaneció sobre la inevitable tierra bañada por la luna, pletórica de mañanas y endulzada de noches. pletórica de sexo, muerte y condenación; y los dos regresaron, dándole la espalda a la luna, sintiendo el polvo en sus zapatos. William Faulkner: La paga de los soldados. 

 

 

Era de noche. Volví a mi casa. Me puse mi ropa más vieja y más cómoda, coloqué las piezas sobre el tablero de ajedrez, me preparé un  cóctel y me concentré en otra jugada de Capablanca. Se requerían cincuenta y nueve movidas. Ese ajedrez hermoso, frío, sin remordimientos, casi tétrico en su silenciosa implacabilidad. Cuando hube terminado escuché por un momento los ruidos que entraban por la ventana abierta y aspiré el perfume de la noche. Luego llevé mi vaso a la cocina, lo llené con agua helada y permanecí frente al lavatorio sorbiéndolo y mirándome la cara en el espejo.

-Tú y Capablanca.

Raymond Chandler: La ventana siniestra. 

 

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *