Encarnación Ezcurra

 

 

Cuando conocí a Juan Manuel

yo tenía catorce años y el veinte.

Era rubio y alto.

Sus ojos eran azules

y sus labios eran rojos,

pero cuando sonreía

-el nunca se reía, apenas sonreía-

parecían más rojos y más húmedos.

La persona que esa tarde

llegó a casa con mi padre

era un hombre

y yo, que apenas tenia catorce años,

lo supe en el acto.

Entró al salón y me miró como un hombre

mira a una mujer.

Yo entonces no sabía cómo miraba

un hombre a una mujer,

pero lo aprendí en ese momento.

Esa misma tarde decidí que ese hombre

hermoso y arrogante

sería mío.

Y así fue.

Lo digo sin vanidad,

pero con algo de orgullo:

siempre conseguí lo que me propuse.

Mi hermana era la linda,

la preferida de papá,

pero la que siempre supo lo que quiso fui yo

Para mi padre,

mi hermana fue su orgullo y su debilidad,

pero la que se casó con el hombre

más poderoso de Buenos Aires fui yo.

Ella  nunca tuvo nada que fuera suyo.

Se casó con un hombre que no amaba

y renunció al hombre que amaba.

Nunca se atrevió a contradecir a mi padre.

Y cuando creció,

nunca se atrevió a contradecir a ningún hombre.

Pero cuando se decidió a  ser ella misma

ya era tarde.

Amó a Belgrano,

pero al hijo que tuvieron

lo criamos nosotros.

Después vivió para mí y para Juan Manuel,

pero ya no supo vivir para ella.

Yo estaba tallada en otra madera.

Fui temida, respetada, obedecida,

pero nunca amada

Faltaría a la verdad si dijera que fui feliz.

Tarde, demasiado tarde,

descubrí

que no amé a un hombre

sino a un ausente.

Tarde, demasiado tarde,

supe que Juan Manuel

nunca fue mío,

que fue de todos y de nadie,

porque hombres como él

viven y mueren en soledad,

un destino que no les importa,

porque a esta clase de hombres,

salvo el poder,

nada hay que les importe en serio.

Sólo yo sé lo que tuve que trajinar

para tenerlo conmigo.

Primero con su madre.

Nos odiábamos.

No la culpo. Ahora sé

-lo digo con todo respeto-

que a las mujeres que amamos al mismo hombre

nos suelen pasar estas cosas.

Cuando Juan Manuel abandonó

de un portazo la casa de su madre,

empezó a llamarse Rosas.

Yo entonces creí que el cambio

de la “zeta” por la “ese”

lo hacía en mi homenaje.

Fui una tonta.

Tarde, demasiado tarde,

entendí que a un hombre como a él

no hay que amarlo sino servirlo.

Por servirlo, dejé amigos y familia

y abandoné a mis hijos.

Todo para nada.

No me di por vencida.

Me propuse atender sus negocios

y forjar su carrera política.

No sé si se hizo hombre a mi lado,

Pero yo sé que lo hice gobernador.

El nunca lo supo,

y yo jamás le confié una verdad que nunca entendería  y mucho menos aceptaría.

Sus amigos y enemigos dijeron

que yo perdía la salud por dedicarme a la política.

Se equivocaron,

siempre se equivocaron.

No fue la política la que me consumió

hasta secarme como una planta.

Sépanlo, no fue la política.

El responsable de mi muerte fue él,

y nadie más que él.

No me dio tregua ni me tuvo piedad.

Me trataba como a una señora,

pero se revolcaba con cualquier china.

No lo culpo.

No quiero ni debo culparlo.

El siempre fue así.

Y yo lo supe desde el primer día.

Sépanlo de una buena vez

antes de juzgarme.

Lo elegí sabiendo que era

mi salvación y mi cruz,

mi felicidad y mi martirio.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *